En las dos últimas semanas he hablado tanto del tiempo como si no hubiera salido de un ascensor. La expresión hablar del tiempo va perdiendo su significado de conversación de relleno. Hablar del tiempo es ya una necesidad, una catarsis, una súplica, un grito desesperado. El otro día escribí en X que vivo en el noroeste de España y que una noche reciente me fui de una casa de pueblo a otra más antigua porque, después de tres días de bola de fuego, quería llorar del calor que habían cogido ya todos los lugares y cosas, también mis propios tejidos y mi materia gris. Escribí: vamos hacia lo invivible. Un desconocido de mi provincia respondió: “qué exageración, no es para tanto, es lo de siempre”. Le bloqueé de inmediato porque a tres mil grados (eso sí es una hipérbole) a una ya no le queda paciencia para que señores le corrijan hasta el calor que la aflige.

La última vez que sufrí tanto por el calor fue hace dos veranos, la primera vez que los tantos estudios y artículos y llamamientos sobre el calentamiento global que he leído y reportado en estos años se materializaron en un lugar que siempre me había parecido el mejor del mundo en esta época: la estepa zamorana. Recuerdo huir de esos días irreconocibles amputados de noches al fresco y paz térmica en las casas de pueblo. Recuerdo llegar a Nueva Guatemala de la Asunción y sentir un alivio como de tirarse a una piscina que es una ciudad entera. La primera vez que pisé Ciudad de Guatemala, tres años antes, sentí ese mismo bálsamo, esa levedad: aterrizaba de trabajar en Ciudad de Panamá, un lugar en el que la gente (la gente que puede) vive de aire acondicionado violento en aire acondicionado violento, de interiores al carro y del carro a interiores, y si asomas, golpe irrespirable de bochorno. 

El tiempo realmente bueno, para mí, es el que te permite estar a gusto en la calle, querer salir a la calle, no querer dejar de estar en la calle. En el quinto día de bola de fuego tuve un pensamiento terrible: si me dieran a elegir vivir siempre en esa semana del invierno zamorano en la que la niebla no levanta y vivir en estas en las que el aire no se mueve, me lo llegaría a pensar y tengo un recuerdo claustrofóbico de esa niebla. Ganaría la niebla. Con la niebla sería triste, pero aún podría salir a la calle y, sobre todo, podría estar a gusto en casa, qué se yo, dormir. Estos días no se podía salir de casa bien desde las diez de la mañana hasta las once de la noche. Ola de secuestro domiciliario. Incómodo secuestro domiciliario, además, para los que paseamos el ventilador por toda la casa y no subimos las persianas. El verano aquí siempre era de madrugar para hacer la faena —sigan siempre a la gente del campo— y a las 12h recogerse hasta las 20h, la hora buena de bañarse, merendar, salir con las bicis y, al caer la noche, tomar el bendito fresco, dormir tapados. Esa forma de vida también está desapareciendo.

El turismo de las costas este y sur de España será también una víctima del cambio climático: regular urgentemente el sector y pensar en diversificar profundamente la economía es lo que exige cualquier mirada que no sea miope

Si a partir de este párrafo respiran mejor, es que esta columna, conmigo, acaba de pasar El Negrón, el túnel que convierte el viaje físico entre León y Asturias en un viaje en el tiempo. La chavalería que iba detrás en el Alsa dijo: “tío, es Narnia”. Me pareció muy acertado porque no es Mordor, es magia. Escribo estas líneas en el patio de La Laboral de Xixón mientras tomo un café con leche caliente por primera vez desde marzo. He venido por varias cosas que me hacen mucha ilusión: visitar amigos de la universidad, ir con ellos a ver Estopa por primera vez, escuchar a Rodrigo Cuevas en su tierra, pero también estar a gusto en la calle, querer salir a la calle, no querer dejar de estar en la calle, tener el plan, cuando termine estas líneas, de irme a comprar una sudadera porque por primera vez en semanas siento un poco de frío y por supuesto en la maleta que hice con el cerebro recocido no metí nada más que tirantes de escaso contacto. Tirantes de día y sudadera de noche, mi naturaleza. 

Reflexionamos mucho ahora sobre por qué seguir viajando, qué lo justifica, cómo hacerlo, digamos, cerca de bien. Desplazarse para estar mejor me parece una de esas dignas razones. Una razón muy humana. Le he dicho al amigo gijonés que espera paciente mirando el tenis a que acabe de escribir que lo que tienen en Asturias a la vuelta de pocos años será codiciadísimo, lo querrán devorar. Ya asoma. El turismo de las costas este y sur de España será también una víctima del cambio climático: regular urgentemente el sector y pensar en diversificar profundamente la economía es lo que exige cualquier mirada que no sea miope. El calor sube también geográficamente y quienes venían aquí por el sol se quedarán en sus playas ya cálidas antes que en las nuestras transformadas en primera línea de infierno. Y eso hablando sólo en lenguaje mercado. Vamos hacia lo invivible. Habrá lugares de este país donde gran parte del año sea en cierto modo Panamá: los pocos que puedan, de aire acondicionado violento en aire acondicionado violento, ¿y los demás?

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