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Algo que se aprende de mayor es que el verano es también complicado. Defender la alegría de la obligación de estar alegres, que decía Benedetti. Tener hijos es un recordatorio de que el verano eran dos meses largos y de que la mayoría de los adultos no los tienen. Eso crea un desajuste que en las familias se materializa de formas diversas entre el malabarismo, la separación o la imposibilidad. Las escasas soluciones que se plantean siempre apuntan a coartarle los dos meses largos a los niños —que tengan que seguir madrugando, inventar otros coles y nunca a replantear en serio la organización laboral del mundo adulto. 

España es el país donde la estrategia más común para compaginar el trabajo y la crianza son, como han sido siempre, los abuelos

La tremenda algarabía actual por la triste reducción de dos horas laborales y media a la semana me asombra. Un país donde para empezar habría que ver en cuántos casos se cumplen las horas establecidas, un país donde el trabajo se paga insultantemente mal. El país de los trabajadores a jornada partida, de los trabajadores que entran de noche y salen de noche. El país, también, donde la estrategia más común para compaginar el trabajo y la crianza son, como han sido siempre, los abuelos. A mí me da mucha pena hablar de los abuelos en esos términos de “estrategia de conciliación” o “recurso”, pero una organización social no se puede basar en algo tan aleatorio y personal como tener o no abuelos, que estén cerca, que puedan cuidar o que quieran hacerlo.

Cuando nos enzarzamos en estos debates sobre lo impracticable que es la vida moderna, siempre pienso en qué papel tan absoluto y decisivo tenían las mujeres de las que nadie fuera de su casa se acuerda. El sistema no funciona en España, con una cultura y mercado laboral especialmente plomizos, pero tampoco funciona en la mayor parte del mundo. No funciona porque no estaba pensado para que las dos personas que teóricamente (también aleatorio y personal) encabezan una familia trabajen fuera de casa 40 horas, más las de desplazamiento y el tupper en cocinas sin ventanas. Todo lo que conocimos, también esos veranos idílicos con nuestros abuelos, estaba basado en que en las casas siempre había una mujer que apenas salía de ahí. 

Escribo esta columna desde una de esas casas veladas siempre por una mujer. Desde la casa en la que queda la última de los cuatro abuelos que fueron unos grandes padres y madres para mí. Es la casa que más me gusta en el mundo y anoche nos emigré aquí porque es la única en la que se resiste este calor insufrible sin frío acondicionado ni ventiladores de techo. Quizás también porque quería soltar a mi hijo en esta casa donde yo me aburrí tanto que imaginé mucho y fui, por tanto, muy feliz. Mientras él estaba echándole a las gallinas con mi abuela, yo tuve que escribir sobre un programa de la Junta para que la gente mayor pueda quedarse en sus casas del medio rural y recibir ayuda, sin ir a una residencia. Y pensé en que muchas de esas personas son mujeres como mi abuela para quienes su casa ha sido la gran compañía de sus vidas. Las mujeres que no nombra este sistema desquiciado que busca, muy torpemente, llenar el enorme vacío que dejan, la inmensa labor por la que ninguna ha cotizado. 

Algo que se aprende de mayor es que el verano es también complicado. Defender la alegría de la obligación de estar alegres, que decía Benedetti. Tener hijos es un recordatorio de que el verano eran dos meses largos y de que la mayoría de los adultos no los tienen. Eso crea un desajuste que en las familias se materializa de formas diversas entre el malabarismo, la separación o la imposibilidad. Las escasas soluciones que se plantean siempre apuntan a coartarle los dos meses largos a los niños —que tengan que seguir madrugando, inventar otros coles y nunca a replantear en serio la organización laboral del mundo adulto. 

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