De vez en cuando (aunque cada vez con más frecuencia) alguien alza su voz en público para avisarnos de los peligros que amenazan a la democracia, cuando no de su preocupante deterioro. Los peligros a los que se suele aludir son variados, subrayándose uno u otro normalmente en función de las preferencias ideológicas del que formula la advertencia. En la pasada década fue casi un lugar común el atribuir al populismo la condición de peligro mayor, pero el declive de este, tanto en su variante de derechas como de izquierdas, no ha impedido que tales advertencias sigan proliferando.
Quizá, al margen de lo coyuntural o partidista, convendría introducir una perspectiva más de fondo, que permitiera reflexionar sobre el real funcionamiento de esas dos instancias clave de nuestra democracia que son los partidos políticos y los medios de comunicación. Vaya por delante que la necesidad de ambas para que podamos atribuir a una sociedad la condición de democrática en modo alguno se encuentra en cuestión. Ahora bien, de idéntica manera que defender la necesidad de la existencia de partidos políticos no nos impide en absoluto censurar, con toda la severidad que haga falta, muchas de sus prácticas, así también habrá que reprocharles públicamente a los medios de comunicación en sus diversos formatos las ocasiones en las que se apartan de su genuina función configuradora del espacio público. De no introducir esta mínima —por no decir obvia— cautela crítica, nos veríamos obligados por lógica a aceptar la tesis, manifiestamente absurda, de que incluso un medio de comunicación como la cadena de televisión estadounidense Fox, cuyas conductas en el pasado reciente han llegado hasta el extremo de merecer un reproche judicial, contribuye al buen funcionamiento de la democracia.
El problema emerge cuando lo que a primera vista podría parecer una mera paradoja teórica —la de que las piezas-clave para que podamos hablar de democracia tengan en sí mismas un funcionamiento escasamente democrático— se convierte en una contradicción real que amenaza con cortocircuitar el deseable funcionamiento de la democracia en cuanto tal. Ello ocurre cuando los partidos políticos, llamados a recoger e integrar los intereses de los diversos sectores de la sociedad y a encauzar sus preocupaciones, ofreciéndoles una propuesta programática específica, terminan propiciando, precisamente por devenir aparatos sin apenas democracia interna, una serie de vicios de sobras conocidos (endogamia, clientelismo, sumisión al líder…). El cortocircuito en el que desemboca dicha contradicción se produce en el momento en el que tales formaciones trasladan todos esos vicios a la vida pública, contribuyendo a deteriorarla en vez de a fortalecerla, como es fácil de certificar simplemente echando una mirada alrededor nuestro y constatando la calidad, manifiestamente mejorable, de buena parte de nuestros representantes públicos. Lo propio cabría afirmar acerca de sus dudosas prácticas, con frecuencia más orientadas a alcanzar o permanecer en el poder que a resolver los problemas de la ciudadanía.
El problema emerge cuando lo que a primera vista podría parecer una mera paradoja teórica —la de que las piezas-clave para que podamos hablar de democracia tengan en sí mismas un funcionamiento escasamente democrático— se convierte en contradicción real
Pero no ocurre algo muy distinto, en lo tocante al deterioro, cuando unos medios de comunicación, que de modo permanente presumen de constituirse en garantes de la libertad de expresión, la coartan sin el menor escrúpulo en función de particulares intereses empresariales o políticos (aunque con cuentagotas, de vez en cuando tenemos noticia de un mismo tipo de episodios en publicaciones de diverso signo ideológico: artículos censurados, colaboradores marginados cuando no directamente cesados por sus opiniones discrepantes con las de la propiedad…). Y no solo eso, sino que quienes, desde esos lugares, presumen de su condición de azote de los poderes públicos, se escandalizan y reaccionan airados ante la mera posibilidad de ser criticados por los mencionados comportamientos, posibilidad que de manera sistemática identifican, según quedó dicho, con un ataque a la propia democracia. El resultado, en cualquier caso, es que se les hurta a los lectores una información que, sin duda, agradecerían para saber a qué atenerse con dichos medios. Los cuales, aunque pueda resultar excesivo (amén de anacrónico) calificarlos en su conjunto como cuarto poder, resulta evidente que en muchas ocasiones funcionan como auténticos operadores políticos que desarrollan una influyente, y en ocasiones incluso determinante, actividad en la esfera pública.
Semejantes deficiencias en el funcionamiento de ambas instancias no constituyen precisamente un indicador de buena salud democrática. Si el asunto debe preocuparnos, es sobre todo porque no afecta a elementos reparables con facilidad (como podría ser, en un caso, la sustitución de sus líderes o la alternancia de distinto signo político en los gobiernos y, en el otro, el relevo en la dirección del medio de comunicación del que se trate o un cambio en el accionariado), sino a los pilares básicos, estructurales, de esta específica forma de vivir juntos que denominamos democracia y que, desde luego, no parece estar pasando por su mejor momento.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg)
De vez en cuando (aunque cada vez con más frecuencia) alguien alza su voz en público para avisarnos de los peligros que amenazan a la democracia, cuando no de su preocupante deterioro. Los peligros a los que se suele aludir son variados, subrayándose uno u otro normalmente en función de las preferencias ideológicas del que formula la advertencia. En la pasada década fue casi un lugar común el atribuir al populismo la condición de peligro mayor, pero el declive de este, tanto en su variante de derechas como de izquierdas, no ha impedido que tales advertencias sigan proliferando.