Urge volver a València Pilar Portero
Ayuso, recambio de Vox
En tiempos de desvanecimiento de la idea de futuro como son los actuales, la línea de demarcación entre quienes piensan diferente ya no separa a quienes, nostálgicos, reivindican un pasado en particular y quienes, ávidos de porvenir, lo apuestan todo por alcanzar un horizonte ilusionante el día de mañana. Esa frontera se borró hace ya bastante. Dejó de haber debate entre futuristas y pasadistas para, en su lugar, haberlo entre pasadistas de diverso signo. Hasta el punto de que uno de los atajos más directos de los que disponemos para conocer la inclinación ideológica de alguien pasa por aplicarle el principio evangélico “por su nostalgia los conoceréis”.
Ahora bien, más allá del conocido equívoco que suele generar la nostalgia, consistente en la idealización del pasado y el simultaneo ocultamiento de sus dimensiones más ingratas —equívoco que autoriza a que cada cual idealice según sus preferencias previas y omita lo que las incomoda—, otra confusión, asimismo relevante, suele generar esa específica añoranza del pasado. Porque no es menos cierto que en medio de la proliferación de nostalgias que estamos viviendo, con frecuencia se deslizan nostalgias impostadas, por no decir directamente falaces.
Me refiero en concreto a lo que, algo paradójicamente, podríamos denominar nostalgias reconstructivas. Como es natural, alguien podría puntualizar que, por definición, toda nostalgia posee algo de ese carácter, y no le faltaría parte de razón (para ahorrarnos tener que entrar ahora en matices al respecto, remitiremos al altamente recomendable libro del crítico cultural estadounidense Grafton Tanner Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia, Alpha Decay). Pero no es menos cierto que un buen test para juzgar la sincera veracidad de quien declara echar de menos algo o a alguien es el hecho de que esa misma persona fuera capaz de anticipar su añoranza. Porque esa anticipación dejaba constancia de la valoración que el sujeto en cuestión hacía de lo que estaba viviendo y, por tanto, le legitimaba para, en el futuro, refrendar su nostalgia de dicha vivencia.
En medio de la proliferación de nostalgias que estamos viviendo, con frecuencia se deslizan nostalgias impostadas, por no decir directamente falaces
Para que esto no suene demasiado vaporoso, genérico y, en consecuencia, impreciso por abstracto, se me permitirá un ejemplo absolutamente concreto e identificable. En su momento, Miquel Iceta fue, que yo recuerde, uno de los pocos líderes políticos de izquierda de este país que, sin dejar de criticar a Rajoy, se atrevió a anunciar que muy probablemente en el futuro se le echaría de menos. Era dicho anuncio el que le autorizaba luego a censurar severamente a Casado cuando este, en una de sus recurrentes sobreactuaciones, abandonaba todo atisbo de moderación y prudencia políticas para lanzarse a los más desmesurados excesos verbales. En efecto, el ex primer secretario del PSC quedaba autorizado porque ¿qué hubiéramos pensado de él si sus críticas a Rajoy en el pasado hubieran sido despiadadas y más tarde, solo para mejor desgastar al sucesor, hubiera declarado echarle de menos?
Pues bien, eso mismo que hubieran pensado ustedes lo pensé yo también cuando escuché a una política de izquierdas con cargos de alta responsabilidad en el ejecutivo declarar que echaba de menos a Pablo Casado, con el argumento de que al menos este intentaba controlar a Isabel Díaz Ayuso. Me temo que una incoherencia argumentativa de semejante magnitud —tanto tiempo repitiendo el argumento de que “ojalá la derecha de este país tuviera un líder moderado” para ahora declarar que se añora al defenestrado, pertinaz en sus excesos—, además de constituir un buen ejemplo de nostalgia reconstructiva, ofrece otra derivada discursiva sobre la que valdría la pena reflexionar, aunque solo fuera por un instante, para no seguir perseverando en los mismos errores.
Porque se diría que algunos (y algunas) parecen empeñados últimamente en sustituir, en el papel de doberman, a Vox por la presidenta de la Comunidad de Madrid. Pero, a la vista del desastroso resultado electoral que en su momento (a fin de cuentas, hace poco menos de dos años) ya les proporcionó la estrategia seguida con esta última, no queda más remedio que preguntarse: ¿ni siquiera del pasado más reciente estamos dispuestos a aprender? Porque ¿y si resultara que de esta manera, lejos de alcanzar el triunfo de sacar de la abstención —voto del miedo mediante— a los que en algún momento se refugiaron allí, desencantados, lo único que se consiguiera fuera el triste premio de consolación de cohesionar un poquito más a los ya convencidos?
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg).
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