“Mi padre la veía por el hotel y aquí estamos”. La historia la cuenta, como si no fuera la enésima vez, la hija de un español y de una británica en el restaurante de fish and chips más antiguo de Benidorm, el Ray’s I, est. 1979. En una callejuela del viejo pueblo de pescadores que fue la ahora capital turística, en una callecita más oscura y ajena a las riadas de turistas que comen helado por las arterias de alrededor, un toldo ya menos que amarillento anuncia el veterano chippy, como llaman popularmente en Reino Unido a este tipo de locales. Dentro, un interior que apenas ha cambiado desde aquellos años dorados, ofrece una paz inesperada, como otoñal.
Bancos de madera oscura con sus almohadas de cuadros azules, blancos y amarillos, motivos marineros, azulejos acordes con el patrón cromático. Una silenciosa pareja británica al fondo, un par de pequeñas familias españolas con esa rara satisfacción contemporánea de estar en un lugar entrañable, diríamos “real”, “auténtico”, “de verdad”. Con relato. La ciudad que se levanta en alturas récord a uno y otro lado del casco antiguo también lo tiene. Llegamos a ese chippy regentado por amor desarrollista a partir de una mención en el libro Ensayo y (error) Benidorm (Barrett), que recopila de manera ingeniosa impresiones de texto, fotografía y música, retales sobre la idea de Benidorm. “Una anécdota que describe varias cegueras: mientras Okdiario publicita a los enésimos emprendedores madrileños que quieren ‘traer a España el concepto fish&chips porque lo vieron en otras ciudades cosmopolitas como Berlín, Sídney o Nueva York’, en Benidorm el Ray’s I lleva abierto desde 1979”.
Yo no había pensado mucho, la verdad es que nada del todo, sobre Benidorm hasta que algunas voces contemporáneas que sigo, como el periodista y escritor Guillermo Alonso, comenzaron a reivindicar su relevancia, incluso su belleza. Lo que me gusta a mí una buena causa dada por perdida. Lo cierto es que Benidorm te provoca algo, que ya es más de lo que se puede decir de tantos sitios de su estirpe sol y playa. Sus rascacielos, que el teleobjetivo apiña, en realidad guardan una planificada separación que permite la luz, las vistas al mar desde buena parte de las torres y su propia apreciación. Hay construcciones realmente fascinantes, hay donde mirar y embobarse. Hay torres enjutas y altísimas, hay edificios que de noche son fantasías azul piscina o rosa Barbie.
Quién no sería un poco más alegre caminando por un paseo marítimo con luces de verbena donde no se apaga la energía concentrada de una Babel de personas llegadas de todas partes
“En Benidorm hay mucha alegría”, me dijo mi abuela antes de marchar. Mis abuelos, un par de años y gracias al Imserso, formaron parte del batallón de señores mayores que escalonada o permanentemente mantienen esta ciudad con vida en temporada baja, aunque en realidad no se habla mucho de temporada baja en Benidorm. Los diferentes cursos escolares europeos, los fines de semana, las escapadas y su microclima desestacionalizan el turismo, la frontera entre turismo y local aquí es esquiva. No creo que Benidorm pueda suscitar sólo una emoción, veo improbable que a alguien le deje indiferente. Benidorm, capital global del turismo popular de sol y playa, me parece algo digno de ver. Benidorm está curioso, que diría mi abuelo. Invita más a la observación que al juicio. La certeza que sí tengo es que la mayoría de quienes la desprecian harían entusiasmados 14 horas de avión por ver un lugar exactamente así al que le hubieran hecho un par de series en Estados Unidos.
A Benidorm, que la vinculan a Nueva York o a Miami o a Las Vegas, le ocurre algo que comparten esas ciudades: son más finas y más bellas desde lo alto, a lo lejos, con perspectiva. A los pies de sus rascacielos y sus neones y sus piscinas o playas todo es más sórdido, más ordinario, más imperfecto, más humano. Pero qué buenas postales tienen, qué vistas aéreas, qué skylines, qué escenarios. Quién podría decir desde el Balcón del Mediterráneo que Benidorm no impresiona, quién no se encontraría un poco más alegre caminando por un paseo marítimo con luces de verbena donde no se apaga la energía concentrada de una Babel de personas llegadas de todas partes, con y sin billete de vuelta y el único propósito de intentar ser un poco más felices.
“Mi padre la veía por el hotel y aquí estamos”. La historia la cuenta, como si no fuera la enésima vez, la hija de un español y de una británica en el restaurante de fish and chips más antiguo de Benidorm, el Ray’s I, est. 1979. En una callejuela del viejo pueblo de pescadores que fue la ahora capital turística, en una callecita más oscura y ajena a las riadas de turistas que comen helado por las arterias de alrededor, un toldo ya menos que amarillento anuncia el veterano chippy, como llaman popularmente en Reino Unido a este tipo de locales. Dentro, un interior que apenas ha cambiado desde aquellos años dorados, ofrece una paz inesperada, como otoñal.