Los derechos de todos

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El día internacional de los derechos humanos, que conmemora la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, es uno de los test más claros del desgaste que produce la reiteración de este tipo de conmemoraciones. Sobre todo, por el contraste entre la retórica que abunda en esas celebraciones y la consabida terquedad de los hechos. Estos evidencian las incontables violaciones de los derechos allí proclamados, que hacen que la Declaración, pretendidamente universal, suene hueca en contraste con la realidad que sufre una buena parte de los seres humanos. En el lado de la crítica de tal celebración se encuentran también las voces que reiteren que, a la vista de sus sesgos culturales que hoy se nos hacen difícilmente aceptables y evidentemente poco universales, o de su dependencia de un contexto histórico hoy sobrepasado, como lo muestra por ejemplo la ausencia de una perspectiva ecológica, no hay razones para festejar, sino más bien para lamentar.

Por otra parte, no les falta la razón a quienes subrayan que ese acuerdo alcanzado en 1948 sería una utopía hoy, cuando parece imposible un consenso comparable con el que dio a luz la Declaración, marcada por la necesidad de responder al daño que supuso para la humanidad la experiencia de la segunda guerra mundial. Ni la terrible amenaza de la pandemia, ni la evidencia del riesgo en que nos encontramos para la sostenibilidad de la vida en el planeta, parecen suficientes para asegurar hoy consensos que impliquen compromisos a la altura de los retos, como acabamos de comprobar en la COP26. Entre otras razones, porque falta la voluntad política y seguramente la autoridad e inteligencia de quienes sí supieron responder a aquel desafío: líderes como Eleanor Roosevelt, que pilotó el proyecto, junto a un extraordinario grupo de políticos e intelectuales. Por ejemplo, el jurista francés René Cassin, autor del primer borrador; el abogado canadiense John Peters Humphrey, primer director de la División de derechos humanos de la ONU y verdadero cerebro gris en las negociaciones, o la delegada de la India, Hansa Mehta, quien, como nueva Olimpie de Gouges, enmendó el texto del artículo primero, “todos los hombres nacen libres e iguales”, para que dijera “todos los seres humanos nacen libres e iguales”.

Si entendiéramos la universalidad de los derechos como condición efectiva, empírica, un resultado, parece claro que no estamos para celebraciones. Sin embargo, creo que es cada vez más evidente la importancia, la necesidad de defender esa universalidad como propuesta, como tarea exigente y ambiciosa, de la que ni podemos ni debemos abdicar. El valor del mensaje de universalidad es el de luchar por conseguir que se reconozcan por igual todos y los mismos derechos a todos los seres humanos, cada uno desde su insustituible particularidad, desde sus diferencias. Lo que significa, claro, que la negación de su titularidad o la ausencia de garantía de alguno de esos derechos para alguno —en realidad para muchos— seres humanos, por razón de su sexo, de su pertenencia a un grupo étnico, nacional o religioso, o a una clase social, o por su opción sexual o de cualquier otro tipo, es una violación de los derechos de todos los seres humanos, es decir, de los nuestros.

Una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos

Me parece asimismo evidente que, frente a las consabidas críticas por la ausencia de eficacia, la arquitectura institucional dispuesta por la ONU a lo largo de estas siete décadas, a partir de la Declaración, de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 y del sistema de Convenciones y Comités, ha sido imprescindible para avanzar en la aspiración de extender su reconocimiento y garantía a todos los seres humanos por igual. Comenzando por lo más necesario: la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres (incluyendo, claro, las formas de violencia que sufren por el hecho de serlo), que no por azar fue y sigue siendo el primer objetivo que se propuso la ONU en la tarea de garantía y efectividad de derechos. La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, que acordó la Asamblea General en su resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979, sigue siendo la herramienta jurídica más importante, probablemente junto al instrumento jurídico del que se dotó por su parte el Consejo de Europa para prevenir y luchar eficazmente contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, el Convenio de Estambul, de 11 de mayo de 2011. Queda mucho por hacer, por supuesto. Pero si se mira a la situación en 1948, no es menos evidente cuánto se ha avanzado en esta exigencia imprescindible de civilización que es la igualdad entre hombres y mujeres. 

Ahora bien, una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos. Esa es una razón suficiente para que siga siendo necesario insistir en un mensaje, el del vínculo entre tomar en serio los derechos humanos y hacer lo propio con la democracia. Porque se trata de hacer entender que todos y cada uno de nosotros somos los verdaderos señores de los derechos, esto es, que no son concesiones que nos hace un soberano (en una Carta Magna), ni regalos otorgados por los académicos, los políticos, las ONG, los jueces o los funcionarios. Afirmar que los derechos son humanos, significa que son nuestros en el sentido de que todos nosotros por igual somos sus titulares y, por tanto, que todos y cada uno somos responsables de cuidar de ellos, de luchar con los medios que el Derecho pone a nuestro alcance para que esos derechos se mantengan y se fortalezcan. Y me gustaría recordar dos condiciones para que esa lucha sea eficaz.

La primera nos la enseña una y otra vez la historia. Casi siempre, los avances en los derechos se han originado en la razón de un solo individuo (como proponía Thoreau, o como postuló la mencionada Olimpie de Gouges), o de unos pocos, que han expresado con firmeza y con argumentos su disidencia respecto a la opinión o al estado de cosas dominante. Pero si esa voz o voces aisladas no consiguen movilizar a la mayoría, el avance se enquista en conflicto o en debate para élites. Luchar por los derechos exige no tanto exhibir superioridad moral y recrearse en ella, sino más bien ser capaz de saber sumar, lo que quiere decir no sólo movilizar, sino convencer y negociar. Y eso me conduce al otro requisito para una lucha eficaz por los derechos.

Porque la verdadera condición previa, claro, consiste en saberlo y saberlo explicar. Ser conscientes de que los tenemos a nuestro alcance —a nuestro cuidado— y que depende de nosotros el que se vivan como tales. Eso quiere decir que, para luchar eficazmente por los derechos, primero es necesario educar en ellos, un objetivo que debe estar en el centro de cualquier programa político. Una exigencia que debe requerirse, en particular, en la formación de aquello a quienes profesionalmente hemos encomendado las tareas que hacen posible ese reconocimiento y garantía: jueces, fiscales, policía, funcionarios, profesores, profesionales de la comunicación.

Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente

Lo que pretendo recordar, una vez más, es que tomar en serio la obligación de educar en derechos humanos es mucho más que enseñar un conjunto de textos, un catálogo de derechos. Es aprender que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes y tribunales) sólo adquieren sentido si sirven al objetivo de la mejor garantía de la igual libertad de todos. Se trata, insisto, de aprender a vivir los derechos, a servirse de ellos y también a defenderlos como lo que son: algo propio y, a la vez, común a todos. Frente a quienes se recrean en seguir glosando la aguda –y cínica– crítica de Bentham al calificar la noción de derechos humanos como “un sinsentido con zancos” (“natural rigts are… a nonsense upon stilts”, 1831), recordaré el acierto del joven Marx (en sus artículos en la Gaceta Renana entre 1842 y 1843 y en ensayos como la Crítica de la cuestión judía en 1843 o la Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel en 1844), al subrayar el riesgo de que esos derechos proclamados en el 89 no fueran otra cosa que barreras que permitían el espléndido aislamiento de quienes pretenden vivir “a salvo” y por encima del resto de la sociedad. Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual, para todos los seres humanos, no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.

El día internacional de los derechos humanos, que conmemora la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948, es uno de los test más claros del desgaste que produce la reiteración de este tipo de conmemoraciones. Sobre todo, por el contraste entre la retórica que abunda en esas celebraciones y la consabida terquedad de los hechos. Estos evidencian las incontables violaciones de los derechos allí proclamados, que hacen que la Declaración, pretendidamente universal, suene hueca en contraste con la realidad que sufre una buena parte de los seres humanos. En el lado de la crítica de tal celebración se encuentran también las voces que reiteren que, a la vista de sus sesgos culturales que hoy se nos hacen difícilmente aceptables y evidentemente poco universales, o de su dependencia de un contexto histórico hoy sobrepasado, como lo muestra por ejemplo la ausencia de una perspectiva ecológica, no hay razones para festejar, sino más bien para lamentar.

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