Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
El día después
El 9 de noviembre de 2016 yo estaba allí. El flash informativo salió a las 02:35 de nuestra privilegiada oficina en el National Press Building de Washington. “Trump gana las elecciones en Estados Unidos”. El flash en la Agencia EFE está reservado para la historia. Las noches electorales son el Disney de cualquier periodista con ganas de serlo. Las campañas electorales en Estados Unidos son el Disney supremo. Esa campaña y esa noche eran otra cosa.
Gané la porra electoral de la corresponsalía y fue un disgusto. Acerté la victoria de Trump porque me había tocado cubrir su campaña y la convención de Cleveland donde exactamente 125.000 globos azules, blancos y rojos lo certificaron como candidato republicano a la Casa Blanca. Estuve segura de que Estados Unidos sí sería capaz de cruzar el umbral del horror dos noches antes del Election Day, cuando tuve que dejar de reportear con un grupo de apoyo a Hillary Clinton porque Trump acababa de convocar un mitin en un área rural de Leesburg (Virginia) para unas horas después. Era un domingo por la noche a ocho grados. Llegó tardísimo, empezó después de las doce, y más de 15.000 personas de todas las edades lo acompañaron con euforia hasta el final.
La noche electoral del 8 de noviembre de 2016 fue otra cosa. Había ganado el candidato que basaba su campaña en el odio a la gente para la que nosotros escribíamos. En el odio a quienes, en parte, éramos. La mayoría éramos españoles con visa de periodista, una “visa de no migrante”, pero una visa al fin y al cabo. En esa redacción todos hablábamos la lengua de quienes ya habían empezado a sufrir el aumento de los delitos de odio. El daño empieza antes de que los ultraderechistas lleguen a las instituciones, pero el daño es infierno si penetran en ellas.
Bajé al 1600 de la Avenida Pensilvania, la puerta norte de la Casa Blanca, donde se protesta y donde se celebra en Washington. Y esa noche no había apenas ni de lo uno ni de lo otro. A Donald Trump lo rechazaron en las urnas el 95,9 % de sus nuevos vecinos. La capital empezaba su duelo. "Pasar de Obama a Trump es algo demasiado difícil de aceptar", me contó entonces Tiffany, una joven negra que vivió la "emoción colectiva" de la primera investidura de Barack Obama en 2009. Repasar los reportajes de aquellos meses para ser precisa con los datos en esta columna me ha puesto todavía más triste. La copia es demasiado exacta. Yo no volví a España para este cruel déjà vu.
Vox avanza y crece en el mundo rural español. Cuando les cuestionas por qué les votan, suelen decir lo mismo: “Son los que nos hacen caso”, “los otros se ríen de nosotros”
El primer sábado después de la victoria de Trump, acompañé a mis amigas estadounidenses en una ruta de senderismo hasta el Annapolis rock de Maryland. Nunca las había visto tan apesadumbradas. Estaban asustadas por lo que iba a pasar, pero creo que en ese momento sobre todo estaban tristes porque no entendían su propio país. ¿Quién podía votar a un candidato racista, xenófobo, machista, ignorante, tan infame? Casi 63 millones de personas, casi la mitad de los que fueron a las urnas en esa nación de dimensiones continentales.
Lo primero que reconocieron los medios prestigiosos de Estados Unidos fue su parte de la culpa. Que en esa campaña habían emitido más minutos mostrando el atril vacío a la espera de Trump que contando esa parte del país tan enfadada, tan abandonada, como para entregarle la Presidencia a alguien que venía a romperlo todo. En un paréntesis de esta columna he tenido que cubrir cómo centenares de ganaderos han intentado entrar por la fuerza en la sede de la Junta de Castilla y León en Salamanca y lo he tuiteado. Nadie de los que han dicho, de alguna manera, “qué salvajes” me ha preguntado por qué protestan, qué les pasa para que, por una vez, hayan dejado solas las explotaciones en las que viven como esclavos. Vox avanza y crece en el mundo rural español. Cuando les cuestionas por qué les votan, suelen decir lo mismo: “Son los que nos hacen caso”, “los otros se ríen de nosotros”, “los otros se creen que somos tontos”, “estamos trabajando a pérdidas”, “nos están asfixiando”.
Yo en Washington no conocía personalmente a nadie que hubiera votado a Trump. Aquí conozco a gente, a bastantes chavales y a bastantes hombres, que votarán a Vox. Allí vivía en la capital político-periodística y aquí vivo en esa España mesetaria, rural, vacía que desde hace décadas siente que no cuenta, que no le importa a nadie, que su mundo conocido se acaba. Una de las razones para irme de Washington fue la sensación de que allí había más periodistas que noticias, y mira que había noticias. Me cansé de pensar que íbamos todos corriendo sintiéndonos muy importantes para al final dar la misma información mil veces. Sé que intentar escribir para medios nacionales e internacionales contando esta España olvidada es una quijotada mayor que la de irme de corresponsal a Washington con 23 años. Pero me siento útil, bien.
Me importa muchísimo el 23 de julio como periodista. Pero esta vez me juego mucho más como ciudadana. En 2016 yo sabía que estaba en Estados Unidos temporalmente, que si se ponía todo fatal podría pedir otro destino o volver tranquilamente a mi casa en Zamora. Ahora no tengo plan B y no quiero tenerlo. Después de muchas vueltas confirmé que España es el mejor país para vivir si te gusta este estilo de vida: la calle, la comunidad, las mesas eternas compartidas, la red de seguridad que sólo el Estado puede brindar. A mí este estilo de vida me gusta más que todo, me gusta muchísimo más que el dinero, porque en este estilo de vida no se necesita tanto. Y es más rico, dice el refrán, el que menos necesita. Me gusta tanto que es el que he elegido para mi hijo. No sé qué puedo hacer —nos preguntamos tantos estos días— para no tener que vivir aquí ese día después. Lo primero, digo yo, es pensar que nada está escrito, que todavía es posible. Hoy, aquí, es siempre todavía.
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