La invasión rusa de Ucrania y el genocidio de Gaza han contribuido a acelerar la transición a una nueva era geopolítica que, en rigor, comenzó a erigirse tras el 11S, pero que ha recibido un impulso decisivo en los primeros meses de la segunda presidencia de Trump, con la ruptura de la alianza transatlántica llamada Occidente y la política de mano tendida al régimen putinista.
El viejo mundo que no acababa de morir ha quedado sepultado, finalmente, por el nuevo orden global dominado aún por Estados Unidos, pero en el que se consolida el papel dominante de una China cada vez más fuerte, junto a la emergencia de Brasil y, en particular, de dos potencias como India y Arabia Saudí, gobernadas por líderes autocráticos, con ansias expansionistas. Rusia, China, Arabia Saudí e India sostienen valores contrarios a los que la Unión Europea proclama como propios –los de las democracias liberales–, pese a que en el último cuarto de siglo ésta ha actuado contra ellos o al margen de ellos, como lo muestra emblemáticamente su indecente y sistemática política contra inmigrantes y refugiados.
La mayor amenaza para nuestras democracias sigue siendo su desconexión de la ciudadanía y no hay mejor solución que hacerla partícipe de su defensa poniendo en el centro una cultura de derechos humanos y de paz
Desde hace casi dos décadas, la UE naufraga en una decadencia ética que está en el origen de la crisis de legitimidad que arrastra para buena parte de la ciudadanía europea. Una decadencia que encuentra su epítome en el incondicional apoyo de las instituciones de la UE y de buena parte de sus gobiernos al Estado de Israel. Una alianza que se remonta a las décadas previas de ocupación, régimen de apartheid y masacres periódicas contra palestinos y libaneses, pero que se ha mostrado con toda crudeza durante el genocidio perpetrado por el gobierno de Netanyahu contra la población de Gaza desde los atentados terroristas de Hamas, el 7 de octubre.
En ese contexto, en el que crece un fuerte cuestionamiento de las instituciones europeas por parte de quienes seguimos creyendo en los pilares sobre los que se construyó la Unión Europea –derechos humanos, cooperación, multilateralismo y desmilitarización–, los ataques del presidente Trump la han dejado en tierra de nadie y consciente de su vulnerabilidad, resultado de décadas de sumisión política y geoestratégica y de dependencia comercial, militar e, incluso, cultural al imperio estadounidense. Bruselas se había acomodado tanto a su rol de apéndice de Washington que, mientras intenta adaptarse al nuevo contexto, apenas puede salir de un estado de shock, en el que –en no pocos casos– se advierte un trasfondo del viejo supremacismo blanco: este desprecio que demuestra ahora Estados Unidos hacia Europa es lo mismo que lleva décadas practicando en buena parte de países del Sur Global con la aquiescencia europea; cuando no, con su cooperación directa. Estábamos colonizados y, en nuestro racismo estructural, nos creíamos vecinos de escalera.
La Unión Europea emprende ahora un proceso de emancipación que, dado el grado de penetración alcanzado por Estados Unidos, tiene tintes de refundación, lo que debería aprovecharse para recuperar el espíritu inicial de la federación europea y actualizarlo con los valores que nos protejan de la era de la crueldad en la que nos adentramos. Por eso, precisamente, necesitamos una nueva doctrina de defensa y seguridad que blinde el genuino proyecto europeo que, paradójicamente, muchos de sus Estados miembros llevan años amenazando: un territorio de paz, regido por los derechos humanos, en la que los Estados de bienestar garanticen no solo unas condiciones de vida dignas, sino que prometan un horizonte de mejora –la mejor coraza para las democracias liberales– y el mayor de los respetos a los derechos y libertades; una Unión Europea que garantice el derecho a la libre circulación de todas las personas que buscan oportunidades en nuestros países y de todas aquellas que requieren asilo y protección internacional; un espacio en el que la lucha contra el cambio climático y la mitigación de sus efectos sea una máxima prioridad. Son todos ellos elementos imprescindibles para configurar un territorio seguro para sus habitantes y de defensa de la democracia. Asimismo, todo ello hay que protegerlo, también, de las nuevas amenazas exteriores.
No habrá autonomía de la UE sin un paso firme por la integración
Ha tenido que ser el propio Donald Trump el que, al dar la espalda a la Unión Europea, la ha forzado a salir de la parálisis en la que llevaba años inmersa desde el shock de la crisis de 2008, del Brexit, del auge de los nacionalistas antieuropeístas, ultraderechistas y neofascistas, y de la desafección de una ciudadanía que ha dejado de ver Bruselas como la promesa de una vida más próspera. Una Unión Europea tecnocrática, gobernada por partidos políticos que, para preservar su preeminencia, han asumido postulados reaccionarios. Y ello se muestra en particular en la que, por desgracia, ha sido lo más parecido a una política común de defensa, la política migratoria, concebida y justificada como una política militarizada de cierre de fronteras. Una verdadera necropolítica, pues ha costado la vida de no menos de 31.000 personas en los últimos diez años en el Mediterráneo. Una política basada en la ideología de la securitización que durante décadas ha presentado a las personas migrantes como amenaza a combatir, alentando así desde las instituciones el miedo al otro, la xenofobia y el racismo en el que las ultraderechas han encontrado su terreno más fértil.
Resulta pasmoso que se hable de construir una autonomía estratégica en el ámbito de la defensa sin abordar cuál va a ser la nueva relación de poder entre la UE y la OTAN
En este contexto de crisis de credibilidad, la UE se ha visto obligada a diseñar su propia política de defensa de manera precipitada y sin hacer partícipe a la ciudadanía de los por qué, los cómo y los cuándo de esa política. Sólo ha compartido el cuánto: 800.000 millones de euros, una cifra que en vista a las pocas explicaciones dadas podría haber sido otra, cien mil millones arriba, cien mil millones abajo.
Pero veamos lo que sabemos. Si sumamos los presupuestos y los efectivos de los ejércitos de los 27 Estados miembros de la Unión Europea, esta conformaría la segunda potencia militar del mundo. Pero no lo es, porque lo que tenemos son 27 ejércitos y 27 presupuestos que no solo persiguen objetivos nacionales, sino que, a menudo, se han pensado para defenderse de otros países europeos con los que comparten fronteras. Al mismo tiempo, no es sólo que la mayor parte de las armas hayan sido producidas por Estados Unidos –cuyos contratos de compra incluyen, en muchos casos, cláusulas que dan la potestad a su productor de determinar contra quiénes se pueden usar y contra quiénes no–, sino que parte del accionariado de la industria armamentística europea es estadounidense, por lo que tardaríamos años en poder contar con un arsenal realmente autóctono.
Resulta igualmente pasmoso que se hable de construir una autonomía estratégica en el ámbito de la defensa sin abordar cuál va a ser la nueva relación de poder entre la UE y la OTAN. Dado que su salida ni siquiera se valora, sí urge saber qué nuevo rol va a jugar Europa en la Alianza Atlántica en términos de gobernanza y capacidad de decisión, cómo va a gestionar las 275 bases militares y emplazamientos estadounidenses que hay en suelo europeo, así como qué nuevas normas van a regir la presencia de los más de 80.000 soldados estadounidenses que hay desplegados en Europa. Y, desde luego, falta por saber lo decisivo: cómo va a ser a partir de ahora la relación entre la OTAN y las Fuerzas Armadas de la Unión Europea.
Pero la primera conclusión que se impone, como ha mostrado entre otros Sami Naïr, es que la UE no podrá hacer frente a estos desafíos sin un avance decidido en la integración, que tendría que incluir superar el criterio de unanimidad y sustituirlo por mayorías reforzadas en asuntos en los que la UE se juega su futuro.
Una nueva doctrina europea de seguridad y defensa
En un mundo multipolar, en el que los pocos organismos multilaterales de toma de decisiones se encuentran muy debilitados y en el que las pocas reglas que nos habíamos dado han sido pisoteadas –en gran medida por el doble rasero occidental y por el ahora zarpazo de la alianza trumpista-putinista– nos vemos abocados a mayores dificultades para negociar, resolver conflictos y alcanzar acuerdos mínimos. Por ello, la Unión Europea necesita una política de defensa y seguridad común que además de blindar la convivencia interna, nos proteja de las crecientes autocracias. Y no se puede construir sin ahondar en la integración europea y romper con los sesgos nacionalistas, no sólo para abordar los grandes desafíos globales como son la crisis climática o el auge de la ultraderecha y del neofascismo, sino para desarrollar una nueva doctrina europea de la seguridad humana, en el que sea prioritaria la educación en una cultura de paz, la protección de los derechos humanos y del Estado del Bienestar, los servicios públicos de calidad, las ayudas sociales y que incluya entre las amenazas frente a las que erigir garantías, la privatización de los mismos, su infrafinanciación y las políticas neoliberales que agudizan la desigualdad y la precarización, dos de las grandes amenazas de nuestro tiempo. Frente a gravísimas amenazas para nuestra seguridad, como son la retracción de las democracias y el auge de los regímenes autoritarios, el abandono por parte de las grandes potencias de los compromisos para el control de las armas, las desautorizaciones a organismos supranacionales como las Naciones Unidas, el Tribunal Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional y el pisoteo del derecho internacional, la Unión Europea tiene la responsabilidad de organizar su política de seguridad y defensa. Pero, como ya han recordado voces autorizadas, el rearme no debería ser un principio, sino una consecuencia final. Antes toca definirlo, analizar los recursos con los que contamos y los que faltan, crear controles no solo para que en el caso de necesitar armas se produzcan en suelo europeo, sino para garantizar que los fondos multimillonarios que se destinarían a ello no terminen asignados de manera corrupta y a las pocas empresas que se han enriquecido gracias a las políticas fronterizas criminales, causando dolor y muerte durante décadas de manera impune.
Somos conscientes de que, a veces, para preservar la paz son necesarias las armas: la Carta de la ONU no renuncia al uso de la fuerza: lo que hace es someterla a reglas estrictas en su capítulo VII para que sea legítima. Lo entendemos bien cuando se trata de pueblos oprimidos, ocupados o amenazados, y reivindicamos para ellos el derecho a la defensa y a la resistencia, incluida la lucha armada. Pero nos cuesta más aceptarlo cuando se trata de nuestro territorio porque, sin olvidar en absoluto las dos guerras mundiales del siglo XX, recordamos bien que Europa las ha empleado para dominar, explotar y expoliar a sus colonias durante el pasado siglo y a países como Irak durante la invasión ilegal de 2003. Precisamente porque Europa debería promover otra visión de la resolución de los conflictos, debería dotarse de recursos comunes de disuasión, a la vez que destinar los mismos esfuerzos y presupuestos a diplomacia, a la negociación, a la construcción de nuevas alianzas y al refuerzo de las organizaciones supranacionales. De lo contrario, sólo estaremos impulsando el estado de guerra y la industria armamentística. Y ambas, solo alientan la respuesta mediante la violencia y la perpetuación de los conflictos.
Dicho todo esto, no nos hagamos trampas al solitario: la diplomacia por sí sola no basta para frenar a mandatarios como Putin, Jinping, Netanyahu, Salman o Trump. Sostenerlo sería mancillar la memoria de los cientos de miles de personas masacradas por los bombardeos rusos en Siria, Chechenia y en Ucrania, de los uigures asesinados y encarcelados en campos de concentración –como tantos otros opositores– en China, de los taiwaneses que viven con el permanente temor a una invasión, de las decenas de miles de vidas palestinas masacradas por Israel ya antes del genocidio, del periodista Jamal Khasshoggi descuartizado en el consulado de Arabia Saudí en Estambul, de las decenas de vidas exterminadas por sus bombardeos en Yemen, o de todo lo que está destruyendo Trump desde su retorno a la presidencia estadounidense.
Resulta difícil creer que la Unión Europea, con un peso creciente de las fuerzas políticas nacionalistas y reaccionarias, pueda construir una política de defensa respetuosa con los derechos humanos, que no vaya a aumentar la vigilancia, el control y la represión contra su propia ciudadanía y, especialmente, de aquellos grupos que son percibidos como sospechosos, como son las personas migrantes, racializadas, las activistas y participantes de movimientos sociales y, desde luego, los contrarios a la militarización de nuestras sociedades. Como hemos comprobado desde el 11S, y posteriormente con los atentados yihadistas en distintos países europeos, cuanta mayor ha sido la militarización de nuestras sociedades, mayores los recortes de derechos y libertades, y mayor la criminalización de la movilización social, cuyo epíteto ha sido la persecución de las protestas contra el genocidio de Gaza en países como Alemania.
Y, sin embargo, de nuevo, esos riesgos no significan que no sea necesario dotarnos de nuevos mecanismos para defendernos de amenazas tales como la estrategia de desinformación que lleva años alentando Rusia con el fin de sembrar el caos y la desafección política en las democracias occidentales –la misma que China desarrolla en países de su entorno–, y desarrollar respuestas a otras formas de guerras híbridas, proteger infraestructuras estratégicas como los cables submarinos, dotarnos de tecnología capaz de hacer frente a nuevas armas como las autónomas y las supersónicas, formar a profesionales en su uso para que actúen como una fuerza de disuasión para un mundo totalmente distinto del que configuró la geopolítica de la segunda mitad del siglo XX.
Lo más importante es que nada de todo ello se puede hacer sin la participación de la ciudadanía. Decisiones de tamaño calado, que afectan a los pilares de nuestras sociedades, al destino de ingentes cantidades presupuestarias y, sobre todo, a la orientación política, social, ética e, incluso, filosófica de nuestras sociedades, deben ser adoptadas tras procesos de detallada información pública, de concienzudas coberturas periodísticas desde todos sus prismas y, finalmente, tras un debate serio en cada uno de los Parlamentos nacionales y en el europeo. La nueva doctrina de seguridad y defensa europea no se puede adoptar por decreto, a pesar de que cueste creer que en estos tiempos sean posibles los debates políticos serenos y maduros. La mayor amenaza para nuestras democracias sigue siendo su desconexión de la ciudadanía y no hay mejor solución que hacerla partícipe de su defensa poniendo en el centro una cultura de derechos humanos y de paz.
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Patricia Simón, periodista especializada en derechos humanos, y Javier de Lucas, catedrático de Filosofía del Derecho.
La invasión rusa de Ucrania y el genocidio de Gaza han contribuido a acelerar la transición a una nueva era geopolítica que, en rigor, comenzó a erigirse tras el 11S, pero que ha recibido un impulso decisivo en los primeros meses de la segunda presidencia de Trump, con la ruptura de la alianza transatlántica llamada Occidente y la política de mano tendida al régimen putinista.