Ejecuciones públicas en el siglo XX
Hasta finales del siglo XIX, muchas ejecuciones en los países occidentales de Europa fueron efectuadas en público, a menudo ante multitudes que acudían en masa a los lugares de ajusticiamiento. Eran acontecimientos importantes escenificados en teatros de horror o crueldad. La multitud se reunía para el entretenimiento, en momentos en que los Estados no tenían todavía sistemas eficaces de policía, pero las ejecuciones públicas reforzaban el poder del Estado y disuadían el crimen. Eran exhibiciones de autoridad civil y religiosa y de orden.
En Europa occidental la abolición de las ejecuciones públicas fue un proceso lento que concluyó a finales del siglo XIX, resultado del establecimiento de los estados-nación modernos y de la extensión de sus estructuras burocráticas a la sociedad. Hubo primero una búsqueda de reformas legales y penales que comenzaron con la Ilustración, seguidas del nacimiento del sistema penitenciario. Fue un proceso que reflejaba un cambio de sensibilidad desde las clases medias hacia las ejecuciones públicas, la violencia punitiva, la tortura y la esclavitud.
Diferentes reformadores decimonónicos hicieron campaña para el cese de las ejecuciones públicas y mostraron preocupación por la conducta de muchedumbres irracionales e incivilizadas, especialmente en Gran Bretaña. Concepción Arenal escribió en 1867 que ",la multitud que se agolpa en el camino del patíbulo ha de ser un obstáculo al recogimiento, al silencio que debe imponer a las cosas humanas el hombre que va a morir. Desde el momento en que el suplicio se convierte en espectáculo, se hace del reo un actor”. Y concluía que, para servir de ejemplo y escarmiento, las ejecuciones no necesitaban exhibirse en la plaza pública y deberían realizarse en los presidios.
Las campañas surtieron efecto y las prácticas de las ejecuciones en espacios públicos desaparecieron gradualmente en el continente europeo durante la segunda mitad del siglo XIX. En Austria e Inglaterra en 1868. En la mayoría de los estados alemanes las ejecuciones tuvieron lugar dentro de las prisiones desde los años cincuenta. En Holanda la última ejecución tuvo lugar en 1860 y la pena de muerte se abolió diez años después. En España desaparecieron en 1900. En Francia, sin embargo, las ejecuciones públicas continuaron atrayendo abundante gente a comienzos del siglo XX y la última, de un criminal, tuvo lugar en Versalles en junio de 1939, poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Pero esa guerra y su posguerra inauguraron una última oleada de ejecuciones públicas. Primero en la Europa ocupada por la Wehrmacht, donde se ejecutó a muchos enemigos del “Nuevo Orden” de Hitler para intimidar a los ciudadanos de las naciones ocupadas; después, numerosas ejecuciones en espacios públicos fueron llevadas a cabo contra los nazis, fascistas y sus colaboradores, sobre todo en el este de Europa. Arthur Greiser, ex gobernador nazi del Warthegau, en Polonia occidental, fue colgado en julio de 1946 “por crímenes contra la humanidad” entre las ruinas de la ciudadela de Poznam ante una multitud de quince mil polacos. Según el relato de un testigo, los espectadores vieron la ejecución en “intenso silencio” y se imprimieron entradas para las filas delanteras, cerca del cadalso. Había niños y se vendieron helados, bebidas y dulces. Tras la ejecución, la gente riñó por coger un trozo de la cuerda del ahorcado.
Algunos intelectuales y representantes de la Iglesia católica protestaron a las autoridades. Tras esas protestas, la última ejecución pública en Polonia, pero con mucho menos público, alrededor de cien personas, fue la de Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz-Birkenau, el 16 de abril de 1947. Hoess había sido capturado por la policía militar británica el 11 de marzo de 1946 en Flensburgo, donde se hacía pasar por un bracero agrícola. Fue entregado a las autoridades polacas poco después. Su juicio comenzó el 11 de marzo de 1947, en el auditorio de la Unión de Maestros Polacos, ante unas quinientas personas, la mayoría sobrevivientes de Auschwitz.
El tribunal sentenció a muerte en la horca a Hoess el 2 de abril de 1947. Al día siguiente del veredicto, ex prisioneros solicitaron que la ejecución tuviera lugar en el terreno del campo de concentración donde Hoess había dirigido el exterminio y cuyo procedimiento dejó escrito con todo detalle mientras esperaba el juicio. La ejecución fue programada para el 14 de abril, pero se pospuso por miedo a que los residentes de Auschwitz intentaran linchar a Hoess en el momento del traslado al lugar. Prisioneros de guerra de los alemanes levantaron el patíbulo de noche y no se descarta que fueran ellos también los verdugos. No se admitió a nadie sin un pase especial. La ejecución fue en la calle principal del campo. Un sacerdote, cuya presencia había requerido el reo, se acercó cuando el fiscal leyó la sentencia y rezó una oración en el momento en que se abrió la trampa dejando a Hoess colgando. Sus restos posiblemente fueron incinerados.
También las ejecuciones publicas volvieron en España durante la guerra civil en la zona ocupada por los militares sublevados a partir de julio de 1936 y en ocasiones era aconsejable asistir a ellas para subir el escalafón en esa Falange inundada de “camisas nuevas” o para evitar sospechas o denuncias. En Zaragoza, el padre Gumersindo de Estella reprendió a más de uno que «pretendía acreditarse derechista y que quería conseguirlo a costa de los reos». Cuanto más famoso era el personaje, más gente iba al espectáculo. Como cuando pasaron por las armas al general Domingo Batet Martínez el l8 de febrero de 1937 en Burgos. Eran las siete y media de la mañana y según un despacho de la agencia Logos, «el fusilamiento fue presenciado por unas quinientas personas”
Muchos de los que se acercaban a esas horas de la madrugada a presenciar las ejecuciones eran católicos. En Valladolid iban tantos «que se instalaron puestos de churros y café para que pudieran comer y beber mientras miraban». Si creemos a Julián Zugazagoitia, en la masacre de la plaza de toros de Badajoz, en agosto de 1936, se distribuyeron invitaciones para ver el espectáculo. Unos días después, en aquel tórrido agosto de 1936, hubo también espectáculo en la Plaza del Torico de Teruel cuando espectadores voluntarios y forzados asistieron al asesinato a sangre fría de 13 presos sacados del Seminario, entre los que se encontraba José Soler, director de la Escuela Normal. Un barrendero municipal limpió la sangre con una manguera y después una banda de música dio un concierto.
Ese espectáculo tan bien organizado en una única sala de juicio, con gente bien vestida, defensores y acusados, era muy diferente al de los numerosos tribunales montados en barracones de otras ciudades europeas en ruinas
La literatura y el cine han difundido mucho la imagen de los juicios llevados a cabo por el Tribunal de Núremberg. En el primero de esos procesos, desde el 20 de noviembre de 1945 al 1 de octubre de 1946, se juzgó a algunos de los más importantes dirigentes del régimen nazi y se sentenció a muerte, entre otros, a Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores durante la Segunda Guerra Mundial, Julius Streicher, un fanático antisemita que ya había acompañado a Hitler en el putsch de 1923, o Hermann Göring, el más influyente de esos líderes tras Hitler, quien pudo suicidarse ingiriendo una cápsula de cianuro antes de su ejecución. No estuvieron allí presentes, porque se habían suicidado en abril y mayo de 1945, Adolf Hitler, Joseph Goebbels y Heinrich Himmler.
Ese espectáculo tan bien organizado en una única sala de juicio, con gente bien vestida, defensores y acusados, era muy diferente al de los numerosos tribunales montados en barracones de otras ciudades europeas en ruinas. En Budapest, por ejemplo, en el juicio en el que se sentenció a antiguos jefes de Gobierno, el jurado, los abogados defensores, los acusados y espectadores comían, durante los descansos, la misma sopa ofrecida por el ejército soviético de ocupación, protegidos por abrigos, bufandas y guantes para combatir el frío.
También llama la atención el contraste entre las ejecuciones sin público, en patios de prisiones o fortalezas, en el silencio de la noche —como la de Vialkun Quisling, ministro presidente de Noruega bajo la ocupación nazi, fusilado el 24 de octubre de 1945— y las que tuvieron lugar con ritos establecidos ante cientos y hasta miles de personas.
Todo era posible en aquella Europa de guerras, limpiezas étnicas y genocidios, con un amplio catálogo de sistemas de persecución, linchamientos y sentencias de muerte, cuando la cultura dominante en la política y en la sociedad aceptó la violencia en el frente y en la retaguardia, en situaciones extraordinarias y de forma cotidiana.
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