Ética de la convicción, ética de la responsabilidad

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A nadie se le escapa lo mucho que nos jugamos en las próximas elecciones generales. Es conocida la distinción que hizo Max Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad: la primera orientaría la acción desde el único criterio del cumplimiento de férreos principios morales, mientras que la segunda obligaría a tener en cuenta las consecuencias, el contexto y las propias repercusiones sobre el que actúa. No es difícil comprender que lo primero puede fácilmente desembocar en una suerte de fanático purismo moral, donde el sujeto en cuestión piensa obrar en nombre de una legalidad moral o justicia superior que solo él encarna y conoce, mientras que el resto de la gente se halla engañada, cegada o manipulada. Lo interesante, ahora bien, es reparar en una doble dimensión de esta postura: la divinización del sujeto corre pareja de una desvalorización total del mundo en el que opera. Lejos de importarle realmente el estado en que queda el contexto común tras su acción, sólo le importa salvar la coherencia férrea de sus principios. Es, al fin y al cabo, una forma de egocentrismo, que nihiliza el mundo para imponer sus tesis y salvar su relato.

En estos días se dirime cómo quedará configurado el espacio de la izquierda para las próximas elecciones generales. Creo que es evidente que solo un propósito debería guiar las decisiones: el estado de nuestro mundo común los próximos cuatro años

Es crucial tener a la vista esta distinción para el actual momento político. En estos días se dirime cómo quedará configurado el espacio de la izquierda para las próximas elecciones generales. Creo que es evidente que solo un propósito debería guiar las decisiones: el estado de nuestro mundo común los próximos cuatro años. Es decir, impedir que llegue al gobierno un PP encabalgado en Vox. Parece una obviedad, pero no lo es. No se pueden imponer a España 4 años de gobierno PP-Vox como moneda de cambio para salvaguardar intereses particulares de partido. No hay más argumentos válidos ahora que los que justifiquen la mejor estrategia para que el bloque progresista no pierda las elecciones. Bajo ese punto de vista, la tediosa pelea por siglas y listas debería solventarse con un único argumento: qué fórmula agrupa mejor el voto y logra salvar la mayoría de escaños. Y esa fórmula es un acuerdo de todos los partidos con Sumar. A la vista del descalabro sufrido por Podemos el 28M, no debería haber sombra de duda. Podemos presentándose en solitario son votos tirados a la basura. Lo dicen todas las encuestas. Por ello, los dirigentes de Galicia, Extremadura y Valencia ya han pedido integrarse en Sumar. Si Podemos se obceca en poner por delante la protección de intereses particulares, la realidad le devolverá el resultado: su hundimiento definitivo.

No podemos ser ingenuos. La cosa podría ser todavía peor. A nadie se le escapa que éstas son las condiciones. Pero entonces, quizás, incluso, es una estrategia buscada por su parte. Quizás, incluso, la dirección morada, y su incomprensiblemente todavía voz dirigente desde las ondas y los podcasts, está obrando a conciencia. Quizás consideran que un gobierno del PP con ribetes de extrema derecha sirve mejor a su relieve como fuerza resistencialista, como contraparte para la pureza moral o como saco de sparring mientras se reagrupan las fuerzas para resurgir más fuertes en un futuro. Quizás consideran que la historia absolverá su pureza moral mientras los ciudadanos padecen las consecuencias. Es la única explicación a cualquier otra cosa que no sea la cooperación por fortalecer la candidatura de Sumar. Otra cosa sería una irresponsabilidad en el sentido arriba definido: la defensa a ultranza de la pureza moral de un ego impotente y el abandono del bien común. Ojalá no sea el caso. Porque me temo que ni siquiera la historia lo recompensaría. Mientras, se trata de hacer política. 

A nadie se le escapa lo mucho que nos jugamos en las próximas elecciones generales. Es conocida la distinción que hizo Max Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad: la primera orientaría la acción desde el único criterio del cumplimiento de férreos principios morales, mientras que la segunda obligaría a tener en cuenta las consecuencias, el contexto y las propias repercusiones sobre el que actúa. No es difícil comprender que lo primero puede fácilmente desembocar en una suerte de fanático purismo moral, donde el sujeto en cuestión piensa obrar en nombre de una legalidad moral o justicia superior que solo él encarna y conoce, mientras que el resto de la gente se halla engañada, cegada o manipulada. Lo interesante, ahora bien, es reparar en una doble dimensión de esta postura: la divinización del sujeto corre pareja de una desvalorización total del mundo en el que opera. Lejos de importarle realmente el estado en que queda el contexto común tras su acción, sólo le importa salvar la coherencia férrea de sus principios. Es, al fin y al cabo, una forma de egocentrismo, que nihiliza el mundo para imponer sus tesis y salvar su relato.

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