Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
La igualdad es el método de la libertad
Cuanto más desigual es una sociedad y más difícil resulta encontrar estabilidad e ingresos seguros y suficientes trabajando, más aparecen los chamanes necroliberales que culpan a los trabajadores de su precariedad y les recetan practicar la cultura del siervo. Cuanto más desigual es una sociedad, más se reivindica la meritocracia y más se legitiman las asimetrías de poder entre la ciudadanía como el reflejo de la justicia. Las políticas que fomentan algo amplían su apoyo sobre ese algo y no generan su contrario de forma mecánica. Cuanta más desigualdad, más apoyo a los que desigualan; cuantos más coches, más apoyo a la movilidad basada en el coche; cuanto más transporte público y bicicleta, más apoyo a ese tipo de movilidad. El deseo por la igualdad crece con la propia igualdad y, al revés, a mayor desigualdad, más se tolera y naturaliza. Por eso, es tan difícil imaginar igualdad en una sociedad desigual y, por eso, es tan necesario dar la batalla ideológica donde más fuerte se siente el adversario.
Se instala una creencia: el que es pobre lo es porque no aprovechó las oportunidades y/o es incapaz. La pobreza como consecuencia de tus decisiones y tus actos, cuando es al revés, ya que la pobreza es la causa que dificulta desarrollar las capacidades y aprovechar las oportunidades. Creer que los ricos concentran la riqueza porque están más capacitados es creer que los pobres son pobres porque son unos fracasados. Es al revés, unos concentran riqueza porque son ricos y otros fracasan porque son pobres. La riqueza y la pobreza son la premisa, no el resultado. Los más ricos están convencidos de que lo son porque son los más hábiles y son los más hábiles porque son los más capaces. Creen que el mercado es neutral porque premia, en un mismo plano de igualdad, a los individuos más capaces para satisfacer las necesidades de otros.
Sin embargo, la principal razón por la que alguien alcanza la cima de la riqueza no es ni el talento ni el espíritu emprendedor, ni el mérito ni el valor añadido. No, la principal razón es la riqueza de los padres, los contactos, el entorno y las relaciones que vienen incluidas. La meritocracia entiende que hay gente que parte de malas condiciones, pero logra salir de ahí. Por lo tanto, el argumento estructural sería una excusa para justificar a los vagos. Pero incluso siendo cierto que hay gente que 'lo consigue', eso evidencia dos cosas: 1) que le cuesta mucho más que a quien nace en cuna de oro y 2) que la gran mayoría no lo consigue, mientras que la mayoría que nace pudiente sigue siéndolo al margen de su capacidad. El elemento estructural, el de las condiciones de partida, explica mejor por qué la mayoría de las personas que nacen ricas y pobres sigue siéndolo al margen de sus capacidades individuales. De hecho, son las cualidades personales e individuales las que son anuladas por razones estructurales causadas por la desigualdad. Tanto es así, que la brecha de origen social explica cómo las personas que provienen de familias socioeconómicamente privilegiadas obtienen mejores trabajos y mayores ingresos que las personas igualmente calificadas que provienen de familias desfavorecidas.
El hecho de que haya gente que suba viniendo de abajo no significa que el resto no suba porque no se esfuerza lo suficiente, al contrario, significa que la desigualdad hace muy difícil que la mayoría pueda prosperar. La desigualdad no es el resultado que se explica por el mérito y las capacidades de cada uno, es al revés; la desigualdad es la causa que impide valorar el mérito y desarrollar las capacidades de cada uno. Por eso, cuanta más igualdad, más se recompensa el mérito, y es la igualdad lo que permite generar las condiciones para democratizar el mérito y el esfuerzo.
La principal razón es la riqueza de los padres, los contactos, el entorno... La meritocracia entiende que hay gente que parte de malas condiciones, pero logra salir de ahí. El argumento estructural sería una excusa para justificar a los vagos
La meritocracia no recompensa el mérito. Ha servido para justificar la desigualdad: si eres rico o pobre te lo mereces, hayas heredado millones o hayas nacido en las peores condiciones. El mérito, lo merecido, en cambio, va ligado a la igualdad. Cuanto más abajo se está socialmente, más hay que esforzarse y menos rédito da ese esfuerzo; y viceversa. Cuanto más arriba, menos esfuerzo para conseguir más. Sin embargo, al de abajo muchas veces no le queda otra cosa más que el esfuerzo. La crítica tiene que ser hacia un orden, el de la desigualdad, que impide desarrollar las capacidades de mucha gente porque, entre otras razones, carece de un tiempo propio y unas condiciones básicas para desplegar todo su potencial. La desigualdad ataca a la libertad y sólo se restaura implantando la igualdad que garantice la libertad de cualquiera para poder desarrollar su potencia de obrar.
Weber y Aristóteles coinciden en que sólo se es libre para la política. Esto es, para poder participar del poder, quien dispone de tiempo libre. El primero habla del rentista, el segundo de los pobres que reciben una renta. En ambos casos se trata de obtener ingresos al margen de la dependencia con un tercero, aumentando así la autonomía sobre el propio tiempo. Si la igualdad es el método de la libertad, la democracia es la tensión que dinamita la relación entre la riqueza, el poder y el saber. Desmontar el orden de la desigualdad pasa por cuestionar que los que mandan son los que tienen y los que tienen son los que saben. La igualdad, en cambio, es la libertad de quienes están excluidos para hacer lo que supuestamente no deben, no pueden y no quieren hacer: tener, saber y mandar. Gracias a que pueden hacerse valer (poder) y tienen tiempo libre (riqueza), consiguen desarrollar su potencial y capacidad de obrar (saber). Por eso, la libertad, la capacidad y la amistad solo pueden ejercerse plenamente entre iguales.
El rearme ideológico del proyecto político que hace indisociable el ejercicio de la libertad con el de la igualdad pasa por colocar la dimensión del tiempo como el núcleo central de la democracia. Abanderar una igualdad que no se corresponda con la definición que hace Nietzsche de ella, esto es, como debilidad, envidia, aplanamiento y rebaño. La igualdad tiene que ser todo lo contrario, a saber, la potencia, posibilidad, innovación, diversidad e inteligencia que desprecia la moral de esclavo.
El orden de la desigualdad defiende un liberalismo como una forma de comunismo privado: fuga del trabajo basado en la herencia, los ingresos pasivos y el rentismo. El orden de la igualdad tiene que defender una democracia como una forma de aristocracia igualitaria: emancipación del trabajo basada en los derechos de existencia, esto es, en los servicios públicos, la vivienda y la renta básica incondicional. Que cualquiera pueda ser el mejor no excluye que lo mejor pueda ser para cualquiera. Lo más revolucionario es lo más básico: que todo el mundo pueda dormir bien, comer bien, respirar bien, gozar de tiempo libre. El enfoque más sencillo es también el más eficaz, el más necesario y el más complicado de lograr: tiempo, garantías, autonomía.
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* Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y diputado de Más Madrid.
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