En estos tiempos tan azarosos, quizás sea bueno detenernos unos instantes a reflexionar sobre lo que nos pasa. “Todo fluye, somos y no somos”, aseveró el filósofo griego Heráclito de Éfeso unos quinientos años antes de que naciera Cristo. Muchos siglos después, un poeta español, Antonio Machado, abundaría en ese pensamiento: “Caminante no hay camino, sino estelas en el mar”. Los seres vivos (los humanos entre ellos) somos poco más que un suspiro en el ciclo constante del tiempo y el espacio. Quizás por ello, necesitamos sentirnos perdurables. Esta ambivalencia nos plantea dos alternativas: legar un recuerdo para aquellos que pueden valorarlo, o sumirnos en el olvido, consiguiendo, por fin, la calma absoluta, pero sin dejar huella para el día después. Lo primero supone un compromiso por este mundo y su permanencia; lo segundo, la indiferencia por lo que acontecerá a quienes nos sigan.
Siendo la vida esta disyuntiva, deberíamos afrontarla con solvencia y avanzar con sosiego hacia el hecho cierto de la muerte, con la convicción de haber hecho todo lo necesario para que nuestros semejantes hayan vivido como pretendemos nosotros. Es decir, concluir nuestra andadura con la tranquilidad de conciencia de que hemos aprovechado ese tiempo, de modo que, como dijera Séneca a Lucilio, la muerte como “necesidad equitativa e ineludible” la afrontemos “sin aborrecer la vida”.
Sin embargo, creo que, en el 90% de los casos, las guerras y la violencia demuestran a lo largo de la historia que desperdiciamos la vida humana, privándola de sueños que no llegarán a ser, llenándola de infancias arrebatadas y de esperanzas truncadas y perdidas. A cambio, solo obtenemos una enorme cosecha de dolor, como hoy ocurre en Gaza, donde la barbarie ha hundido sus garras inhumanas para hacer más profundo el daño de una venganza sin sentido que, por lo demás, nunca aliviará la primera ofensa. Y al igual que en esas tierras, vemos lo mismo en otras, en cualquier lugar del mundo.
El poeta argentino Roberto Juarroz describió con exactitud en su Poesía vertical VI, la falta de fe en el futuro:
“El cielo ya no es una esperanza,
sino tan sólo una expectativa.
El infierno ya no es una condena,
sino tan sólo un vacío.
El hombre ya no se salva ni se pierde,
tan sólo a veces canta en el camino”.
A pesar de todo ello y de la vulnerabilidad de nuestra existencia, seguimos enzarzados en disputas estériles y anodinas, en discusiones bizantinas y ataques o descalificaciones absurdas, a la vez que perdemos la posibilidad de obtener la felicidad a la que tenemos derecho. Por esto, desprecio a quienes, día a día, destruyen la convivencia sin aportar ninguna alternativa para conseguir mejorarla; a quienes se aprovechan de la bondad de las buenas gentes para manipular, mentir y controlar a los que han puesto su confianza en sus decisiones; a quienes, desde el mundo de la política, la economía, la comunicación o la justicia, anteponen sus propios intereses al bien común del pueblo.
El optimismo
Estos sujetos son quienes aniquilan toda posibilidad de empezar de nuevo, de sanar las heridas sociales abiertas, por ejemplo, en una campaña electoral, atrincherándose en un bucle de acusaciones, insultos y amenazas, que solo aportan dolor e incertidumbre. Entre ellos, ocupa un lugar preeminente la ultraderecha que, organizada internacionalmente, mantiene una estrategia para acceder al poder, en todos los países en que sea posible. Lo hacen apoyándose en aliados de una derecha en apariencia más moderada, cuyas ansias por llegar a ostentar el mando o por recuperarlo hacen que se asocie con el diablo, de ser preciso y baile al son que este les marque. Mientras tanto, las libertades se van apagando y los derechos se muestran cada vez más esquivos, con lo que perdemos gran parte de nuestras opciones de ser felices.
En esta tesitura, analicemos el concepto de felicidad. Según Aristóteles, es aspirar al bien definitivo y deviene en el fin supremo de la vida. Para Leibniz consiste en asumir que este mundo es el mejor porque no hay otro posible; en tanto que, para Voltaire, sería aceptar que todo está bien cuando está uno muy mal. Con estos planteamientos, es muy difícil ser optimista. Especialmente a la manera del filósofo David Hume (siglo XVIII), que se definía a sí mismo como optimista y defendía que poseer esta naturaleza “vale más que un abultadísimo patrimonio”; claro, hasta que te das cuenta de que no lo tienes. Tampoco lo ponen fácil los melioristas que en pleno siglo XIX sustentaban que el mundo se podía mejorar, siempre gracias al esfuerzo personal, extremo matizado por Karl Marx, según el cual el optimismo se traduce en la previsión científica de una futura sociedad comunista, el esfuerzo colectivo y el conocimiento de las leyes de desarrollo social. Tampoco esta máxima marxista me convence.
Entre los valores más necesarios para nuestra convivencia feliz se encuentran la justicia, la bondad y alguna dosis de caridad para engrasar las costuras de lo indigno
Y el pesimismo
Pero si estas doctrinas no nos dan el resultado que pretenden, tendremos que convenir que el optimismo no puede ni debe gobernar el mundo porque, como afirma el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, el optimismo tiende a tener efectos negativos en la salud e, incluso, podría atentar contra la misma existencia del ser humano. Para llegar a tal conclusión, el pensador se basa en que acentuar la positividad puede llevar a negar los problemas y a desatender aspectos importantes de la vida, advirtiendo que los optimistas deben tener cuidado ya que, si mantienen esa actitud, pueden sufrir presión psicológica, incrementando la sensación de fracaso o culpa.
A partir de aquí, realizo mi propia introspección y llego a la conclusión de que ni soy optimista al modo de Hume, ni pesimista a los niveles de Chul Han. Eso sí, reconozco que mi presión psicológica aumenta con los gritos y alaridos estentóreos de algunos comunicadores en los medios o los de un sector de políticos en el Parlamento, o con determinadas resoluciones judiciales marcadas por el interés político de quien las dicta y el sinsentido jurídico que las determina, cuando no debería ser así. Por ello, me encuentro mucho más cómodo con la visión del Premio Nobel y amigo José Saramago, quien no admitía ser pesimista, sino que aseveraba que el mundo es en sí mismo pésimo, añadiendo que los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, pues los optimistas “están encantados con lo que hay” y viven de las rentas.
Ideas nuevas
Ante esta disyuntiva, ¿qué criterios debemos atender para que la elección sea la acertada? Opino que entre los valores más necesarios para nuestra convivencia feliz se encuentran la justicia, la bondad y alguna dosis de caridad para engrasar las costuras de lo indigno. Para Saramago este era un asunto claro y así lo dejó escrito en Los cuadernos de Lanzarote: “Si a mí me mandasen disponer por orden de precedencia la caridad, la justicia y la bondad, el primer lugar se lo daría a la bondad, el segundo a la justicia y el tercero a la caridad. Porque la bondad, por sí sola, ya dispensa la justicia y la caridad; porque la justicia justa ya contiene en sí caridad suficiente. La caridad es lo que resta cuando no hay bondad ni justicia”.
Mi problema es que, desde esa visión, me cuesta mucho ser caritativo. Si no veo bondad ni justicia, me indigno, pues temo la aparición de la impunidad. Eso pasa cuando has vivido demasiadas malas cosas y has constatado la existencia de innumerables víctimas. Y al comprobar que la justicia existe en muy pequeñas dosis, alejada de la bondad y por supuesto de la caridad, bordeando con ello la indignidad de la manipulación y la instrumentación para ajustar cuentas, ya sea anulando nombramientos dignos o favoreciendo confrontaciones políticas que alteran la convivencia, cuando debería pacificarla.
Esto me lleva a explicar por qué escribo hoy en estos términos en apariencia tan serenos. Sucede que estoy muy enfadado. La perversidad nos rodea marcando de manera indeleble a quienes perjudica. Esta enfermedad acecha, destroza a la juventud y a las buenas personas. Las acciones de ciertos jueces, colegas de hace tiempo, me llevan al desengaño con mi vocación profesional. La muerte de seres inocentes causada por la ambición, el terror, la disputa de un territorio, o simplemente porque sí, me duele profundamente. Siento impotencia por la pasividad frente a los que utilizan la política y la justicia para conseguir el dominio a costa de la verdad y del deterioro de la convivencia. Me preocupa que la ultraderecha gane cotas de poder por la desesperación de muchos que creen ver una solución en ella, cuando, en realidad, con su avance se desmontan derechos y se agrede a las víctimas, que somos todos.
Sí, estoy muy enfadado, por eso me sumerjo en las reflexiones de los que han pensado ya en todas estas cosas, que datan de hace siglos o de los últimos años. A ver si con este viaje por el conocimiento, con la ayuda de la poesía y mediante la reflexión y la acción común con todos ustedes, nacen ideas nuevas que nos lleven a ver la vida lejos de la melancolía, quizás con ese pesimismo positivo que les decía y que, creo, puede ser el camino para el cambio y para superar los malos tiempos.
Hago mías, hasta entonces, las palabras del poeta cubano Alexis Valdés:
"Cuando la tormenta pase
te pido Dios, apenado,
que nos devuelvas mejores,
como nos habías soñado”.
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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).
En estos tiempos tan azarosos, quizás sea bueno detenernos unos instantes a reflexionar sobre lo que nos pasa. “Todo fluye, somos y no somos”, aseveró el filósofo griego Heráclito de Éfeso unos quinientos años antes de que naciera Cristo. Muchos siglos después, un poeta español, Antonio Machado, abundaría en ese pensamiento: “Caminante no hay camino, sino estelas en el mar”. Los seres vivos (los humanos entre ellos) somos poco más que un suspiro en el ciclo constante del tiempo y el espacio. Quizás por ello, necesitamos sentirnos perdurables. Esta ambivalencia nos plantea dos alternativas: legar un recuerdo para aquellos que pueden valorarlo, o sumirnos en el olvido, consiguiendo, por fin, la calma absoluta, pero sin dejar huella para el día después. Lo primero supone un compromiso por este mundo y su permanencia; lo segundo, la indiferencia por lo que acontecerá a quienes nos sigan.