I.- Si hay alguna aberración, en la historia de la Humanidad, que permanezca más en el tiempo es la de la desigualdad de la mujer respecto del hombre. Es realmente notable, por ejemplo, comprobar cómo las mentes más lúcidas, a las que tanto debemos en otros campos del saber o las ideas, patinaron lamentablemente cuando trataban del lugar de la mujer en la sociedad o su relación con el varón. Empezando por el gigante Aristóteles, que justificaba la exclusión de las féminas de la democracia ateniense al no concederles una capacidad intelectual y política similar a la de los hombres. En nuestra tradición cristiana, el oprobio ha sido todavía más profundo, pues ya los Santos Padres de la Iglesia se dedicaban a poner en duda que las mujeres tuvieran alma, y San Pablo, en la Carta a los Efesios, dice: “El hombre es el señor de la mujer, como Cristo lo es de la Iglesia”; y en la Carta a los Corintios remacha la idea: “El hombre es la imagen y la gloria de Dios, y la mujer es la gloria del hombre”. Es decir, que si hay Dios, evidentemente es hombre o “se hizo hombre”, mientras que, en el caso de la mujer, es dudoso que sea siempre, por lo que estamos viendo, “la gloria del hombre”. Incluso un pensador tan avanzado en asuntos de democracia como Rousseau, en su libro Emilio sostiene que la mujer es un ser pasivo, que está hecha para “complacer al hombre”, mientras el eminente Kant, por su parte, consideraba que el “bello sexo” carecía de suficiente racionalidad, aunque imagino que quizá no se refería a todas las mujeres. En la misma línea de pensamiento se mantuvieron mentes tan preclaras como las de Hegel o Voltaire, y lo más doloroso es que uno de los padres de la Ilustración y alma de la Enciclopedia, al que tanto debemos, Diderot, no atinó en este decisivo asunto y mantuvo en su ensayo Sur les femmes posiciones consideradas retrógradas. Por no hablar de Descartes, que pensaba que la mujer poseía una naturaleza diferente a la del hombre, no solo en lo físico; o el propio Nietzsche, misógino confuso y contradictorio, que pasaba del amor al desprecio según le iba en la vida sentimental. Eso sí, ninguno llegó al extremo de Schopenhauer, que mantuvo que el único ser humano real era el hombre, pues por lo visto la mujer era irreal. Desconozco qué mujeres conoció el filósofo alemán en su existencia, pero me temo que por su concepción pesimista de la “vida como sufrimiento” no debieron de ser muchas.
Se utiliza en general el irritante argumento de que no se pueden juzgar con las ideas y los conocimientos de hoy las concepciones del pasado. Y esto no es siempre verdad. En el tema que estamos tratando, por ejemplo, Platón era más avanzado que Aristóteles, y mi admirado barón de Holbach protestaba en 1770 porque “en todos los rincones de la tierra la suerte de las mujeres es ser esclavizadas”, y creía en la igualdad de sexos, pues, lo mismo que Hobbes, entendía que el poder del hombre sobre la mujer era una creación artificial dirigida a perpetuar dicho poder. Qué le vamos a hacer, de ahí venimos.
II.- Luego, en la era de las revoluciones, la situación de la Humanidad mejoró en general, pero no tanto para las mujeres. La Revolución Francesa fue un caso paradigmático. Fue la revolución de la admirada Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pues por lo visto no había ni mujeres ni, por supuesto, ciudadanas. Tuvo razón Olimpia de Gouges cuando denunció ante la Convención: “Si la mujer tiene derecho de subir al patíbulo, también debía tener derecho de subir a la tribuna de oradores”. Los doctos varones le reconocieron, en persona, el primero de los derechos, pero el segundo tuvo que esperar casi dos siglos en hacerse realidad. No fue, desde luego, una excepción francesa, pues ni el Civil Rights Act estadounidense de 1866 ni la Constitución americana o la de Cádiz reconocieron los derechos políticos a las mujeres. Solo mucho después, gracias a la lucha de las denostadas sufragistas, las necesidades económicas del capitalismo, las guerras y el movimiento socialista, las mujeres alcanzaron el derecho al voto. En pocos lugares en los años 20/30 del siglo pasado, y solo se generalizó en Europa después de la II ª Guerra Mundial. Hoy en día, en muchos países del mundo árabe y en la mayor parte de África, los derechos de las mujeres o están muy limitados o simplemente no existen. Qué razón tenía aquel que dijo que estamos todavía en la infancia de la Humanidad.
En la esfera de la economía, los hombres imperan en el poder de las grandes corporaciones con abrumadora mayoría; igual sucede, todavía, en los órganos superiores del poder judicial o en otros centros de decisión
III.- En las democracias, los avances han sido considerables y se puede afirmar que en los textos legales está reconocida la igualdad entre el hombre y la mujer. En el caso de España, a partir de la Constitución de 1978 y gracias, sobre todo, a gobiernos progresistas, las conquistas han sido notables, hasta el punto de que somos ejemplo para otros países europeos. Sin embargo, aquella reflexión de que es más fácil cambiar las leyes que las costumbres y la realidad sigue siendo una verdad contrastada. Nadie pone en duda que en todas las constituciones europeas —y más allá— se reconoce la igualdad de géneros y/o sexos. Por ejemplo, en la nuestra, el artículo 14 cuando dice que todos somos iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. No obstante, en la realidad de la vida tal cual es, esto no es siempre así. En la esfera de la economía, los hombres imperan en el poder de las grandes corporaciones con abrumadora mayoría; igual sucede, todavía, en los órganos superiores del poder judicial o en otros centros de decisión, aunque en el Gobierno y el Parlamento la representación está equilibrada, y España no deja de ser una excepción. Pero si pasamos a las condiciones sociales, comprobaremos que no se cumple ese principio igualitario, pues las mujeres ganan menos que los hombres, aunque realicen el mismo trabajo; situación que se repite en las pensiones, que son inferiores a las de los hombres. Cada vez que esto sucede se está violando, en nuestro caso, el art. 14 CE. Lo triste es que infringir la Constitución no suele suponer mayor castigo, y casi nunca de orden penal.
IV.- Ahora bien, la situación adquiere mayor dramatismo en los casos en que se ejerce violencia sobre la mujer por el hecho de serlo. Es una historia de siglos, cuya expresión más conocida se produce en las condiciones de las infinitas guerras que han asolado la historia de los humanos. En estos casos son dobles víctimas, de los tiros y de las bombas y como botín de los victimarios. En tiempos de paz, se mutan en casos individuales que, al repetirse, acaban siendo insoportables. Sería injusto negar que se ha avanzado a la hora de enfrentarse a esta lacra, pero hay algo que no acaba de afrontarse con la suficiente eficacia. Y quizá no tanto en la contundencia del castigo de la violencia de género o machista como en la intensidad de la prevención. A mí, por ejemplo, me genera dudas o perplejidad cuando leo en la crónica que mató a su mujer, pareja, novia etc., “aunque tenía orden de alejamiento” de equis metros o kilómetros, lo que obviamente no es suficiente en ciertos casos, ante la voluntad delictiva de recorrer, una sola vez, los metros o kilómetros. Tengo la impresión de que la finalidad del maltratador, prima facie, es provocar en la víctima una sensación que se llama terror o pánico, con el fin de eliminar cualquier capacidad de reacción, es decir, anular su voluntad. Y en los casos en que esto se supera, el riesgo de que el victimario pase a actos irreparables se acrecienta. Por eso a veces pienso si no estaremos, en los hechos más graves —donde hay denuncias previas, antecedentes, reincidencias etc.—, ante supuestos que exigirían un tipo de protección especial, similar a la que se aplicó ante las amenazas personales de carácter terrorista. Da la impresión de que los momentos más peligrosos acaecen cuando la mujer decide separarse del hombre, pues es entonces cuando se desatan todos los siniestros atavismos posesivos del patriarcado machista, del “la maté porque era mía”; o el vértigo ante el abandono, la soledad o la inutilidad de poder afrontar autónomamente la vida. Se insiste, con razón, en que hay que denunciar los casos de maltrato, pero el valiente hecho de la denuncia tiene que llevar aparejado un sistema completo e instantáneo de protección: en vivienda, laboral, económico, cuidado de los hijos y control efectivo del posible agresor. En los supuestos más graves sería necesaria una protección personal por parte de la policía. No estoy planteando que se ponga un policía para cada mujer amenazada, pero en ciertos casos que conviene ponderar, teniendo en cuenta las circunstancias, quizá fuese imprescindible.
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Nicolás Sartorius es vicepresidente del Consejo Asesor de la Fundación Alternativas. Su último libro: 'La Nueva Anormalidad' (Espasa).
I.- Si hay alguna aberración, en la historia de la Humanidad, que permanezca más en el tiempo es la de la desigualdad de la mujer respecto del hombre. Es realmente notable, por ejemplo, comprobar cómo las mentes más lúcidas, a las que tanto debemos en otros campos del saber o las ideas, patinaron lamentablemente cuando trataban del lugar de la mujer en la sociedad o su relación con el varón. Empezando por el gigante Aristóteles, que justificaba la exclusión de las féminas de la democracia ateniense al no concederles una capacidad intelectual y política similar a la de los hombres. En nuestra tradición cristiana, el oprobio ha sido todavía más profundo, pues ya los Santos Padres de la Iglesia se dedicaban a poner en duda que las mujeres tuvieran alma, y San Pablo, en la Carta a los Efesios, dice: “El hombre es el señor de la mujer, como Cristo lo es de la Iglesia”; y en la Carta a los Corintios remacha la idea: “El hombre es la imagen y la gloria de Dios, y la mujer es la gloria del hombre”. Es decir, que si hay Dios, evidentemente es hombre o “se hizo hombre”, mientras que, en el caso de la mujer, es dudoso que sea siempre, por lo que estamos viendo, “la gloria del hombre”. Incluso un pensador tan avanzado en asuntos de democracia como Rousseau, en su libro Emilio sostiene que la mujer es un ser pasivo, que está hecha para “complacer al hombre”, mientras el eminente Kant, por su parte, consideraba que el “bello sexo” carecía de suficiente racionalidad, aunque imagino que quizá no se refería a todas las mujeres. En la misma línea de pensamiento se mantuvieron mentes tan preclaras como las de Hegel o Voltaire, y lo más doloroso es que uno de los padres de la Ilustración y alma de la Enciclopedia, al que tanto debemos, Diderot, no atinó en este decisivo asunto y mantuvo en su ensayo Sur les femmes posiciones consideradas retrógradas. Por no hablar de Descartes, que pensaba que la mujer poseía una naturaleza diferente a la del hombre, no solo en lo físico; o el propio Nietzsche, misógino confuso y contradictorio, que pasaba del amor al desprecio según le iba en la vida sentimental. Eso sí, ninguno llegó al extremo de Schopenhauer, que mantuvo que el único ser humano real era el hombre, pues por lo visto la mujer era irreal. Desconozco qué mujeres conoció el filósofo alemán en su existencia, pero me temo que por su concepción pesimista de la “vida como sufrimiento” no debieron de ser muchas.