Derecho y paz en Kant
Estamos acostumbrados a imaginar a Kant como el pensador ilustrado que pone las bases de la emancipación mediante la razón, la crítica, como el filósofo que asienta principios básicos de una ética universal y racional, aspectos abundantemente glosados con ocasión del tercer centenario de su nacimiento, que se cumple hoy, 22 de abril de 2024.
Quiero proponer al lector que considere otro aspecto menos trillado de la obra de Kant, el que sugería Jean Lacroix cuando le definió como “un hombre de Derecho”. Créanme, nada más cierto, ni más pertinente en este momento. Porque es precisamente su preocupación por garantizar la libertad y la paz a través del Derecho (el aspecto de su legado que recogió en buena medida el gran jurista Kelsen), lo que hace rabiosamente actual a Kant. Lo es, en un contexto tan dilemático y atribulado como el nuestro, marcado por el retorno a un discurso belicista que subraya la ineficacia de una comunidad y de un orden internacional como el onusiano (heredero de las propuestas kantianas), incapaz de encontrar una voluntad política común que ofrezca respuesta eficaz a lo que parece el eterno retorno de la guerra. Esa incapacidad, ese sentimiento de impotencia ante la imágenes de destrucción en Ucrania y Gaza, ha dado alas a un pragmatismo bajo el que resurge, más o menos descarnado o encubierto, una nueva ola de belicismo.
Por eso, aunque siempre hay muchas buenas razones para volver a leer a Kant, la que propongo es la actualidad del propósito que preside la última etapa de su obra, de carácter marcadamente filosófico jurídico y político. En efecto, en sus últimos años reivindica el papel central del Derecho para garantizar esos dos objetivos que consideraba fundamentales, la libertad y la paz. Es lo que desarrolla en dos trabajos capitales de esa última etapa: el panfleto sobre La paz perpetua (1795), en el que explora las soluciones para superar la guerra, y la Metafísica de las Costumbres (1797), cuya primera parte está dedicada a la Doctrina del Derecho, una indagación de carácter filosófico jurídico, nada abstracta, muy vinculada a los cambios trascendentales que se vivían en las últimas décadas del XVIII, marcadas por las revoluciones americana y francesa y también, claro, por la omnipresencia de la guerra.
Hobbes y Kant: un antagonismo simplista
Es evidente el peso que tienen en nuestra visión del mundo dos guerras, las que se libran en Ucrania y Gaza. Ambas, dominadas por esa niebla de la guerra de la que se sirven cada vez más los contendientes para manipular la realidad, mucho más allá de lo que teorizó Von Clausevitz cuando acuñó la expresión.
En el marco de este regreso a la guerra como horizonte existencial, hay quien ha hablado de una nueva victoria del momento hobbesiano sobre el kantiano, acudiendo a lo que, a mi juicio, es una tan fácil como simplista contraposición entre estos dos gigantes del pensamiento
Un ejemplo de ello, a mi juicio, es cómo se ha presentado el lanzamiento de drones y misiles desde la república fundamentalista islámica de Irán contra territorio de Israel, información que en la mayoría de los medios apenas hace referencia a que se trata de una respuesta del régimen totalitario de los ayatollah frente a la destrucción por Israel de su consulado en Damasco, que causó la muerte de trece personas, entre ellos su cónsul y el jefe del servicio de inteligencia y otros altos mandos de la Guardia revolucionaria iraní que asesoran al régimen sirio. Un ataque de ese tipo, evidentemente, constituye una agresión a los principios básicos de soberanía y respeto a las sedes diplomáticas, mucho más grave que la entrada de la policía en la embajada de México en Quito, que suscitó con toda justicia la prácticamente unánime condena internacional. Pero es interesante pensar en las características y consecuencias del ataque iraní –quizá también prevista por el gobierno israelí, cuando destruyó el consulado de Damasco–, neutralizado eficazmente por los sistemas israelís de defensa, con colaboración, entre otros, de los EEUU y Jordania. Lo cierto es que, pese a la enorme dimensión cuantitaviva del ataque, quizá fue en realidad una respuesta calculada, pensando más en la imagen de fuerza del régimen y no tanto en causar daños relevantes (lo que sería una prueba del realismo de ese régimen, como ha argumentado Sami Nair). En todo caso, lo que parece evidente es que la respuesta de Irán ha devuelto al gobierno de Israel un apoyo internacional que perdía a chorros y ha actuado como pantalla para continuar con su programa de destrucción implacable en Gaza y su horrible coste para la población civil palestina. Y todo ello mientras asistimos casi indiferentes a las otras guerras, que no afectan tan directamente a nuestros bolsillos.
Vuelvo al interés de leer a Kant en nuestro contexto inmediato. Parecería que estas dos guerras en Ucrania y Gaza han vuelto a decantar el delicado equilibrio entre principios y pragmatismo en las relaciones internacionales del lado del belicismo, una versión radical de la tradicional reivindicación del pragmatismo (“realismo”) como condición del buen gobernante: me refiero a la concepción expresada en la metáfora admonitoria, atribuida a Bismarck, sobre la necesidad de evitar el idealismo propio del político que sólo se pertrecha de principios para realizar su tarea, a quien el canciller de hierro compara con el ingenuo que se adentra en un bosque infestado de ladrones, con un palillo entre los dientes. Una versión radical que inspiraba, por cierto, la pragmática concepción de Kissinger –continuada por la muy influyente Madeleine Allbright– acerca de la prioridad de disponer de una posición de fuerza en las relaciones internacionales y ejecutarla, al precio que fuere.
Los partidarios del nuevo pragmatismo nos dicen que debemos abandonar el wishfull thinking y reconocer que, a la hora de la verdad, ni la diplomacia, ni las normas del Derecho internacional, ni ninguna autoridad superior (esto es, la fuerza de la razón jurídica y política, la fuerza del Derecho) nos protegerán frente a la razón de la fuerza. Sólo ser capaces de oponer una fuerza mayor –la amenaza verosímil de recurrir a ella– nos ofrece esa garantía. Ergo, ante las amenazas de Putin, sólo cabría confiar en la existencia de esa amenaza mayor, una capacidad de respuesta bélica superior a la de Putin (sobre ello). Hoy, buena parte de los gobernantes europeos (de Donald Tusk y Kaja Kallas, a Von der Leyen y, en alguna medida, el propio Borrell) multiplican las advertencias a los ciudadanos europeos para que seamos conscientes de que vivimos en situación prebélica y debemos armarnos para poder esgrimir esa amenaza. Cuanto más, mejor.
¿Y qué tiene que ver todo esto con leer a Kant? Pues resulta que, en el marco de este regreso a la guerra como horizonte existencial, hay quien ha hablado de una nueva victoria del momento hobbesiano sobre el kantiano, acudiendo a lo que, a mi juicio, es una tan fácil como simplista contraposición entre estos dos gigantes del pensamiento. En efecto, suele presentarse a Kant como el gran contrapunto de Hobbes, precisamente a propósito de la guerra y de la paz. Con la crítica al idealismo kantiano, los pragmáticos se cobrarían una nueva victoria sobre los ingenuos pacifistas.
A mi juicio, hay que empezar por leer con un poco de detenimiento, más allá de los tópicos. Kant no es en absoluto un ingenuo idealista encerrado en su torre de marfil: el gran filósofo alemán , un voraz lector de las noticias de todo el mundo, no se aleja en realidad del modo de concebir la guerra como nuestro horizonte existencial que propone Hobbes, sino que la comparte, aunque llegado un momento se pone a la tarea de ofrecer una respuesta a esa realidad muy distinta de la de Hobbes (el gran Leviathan): la necesidad de superar ese destino fatal, mediante el Derecho y la federación de Estados, en aras de otra manera de entender la paz.
Kant, como Hobbes, explica que, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos, la guerra es algo natural, un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad (no tan lejos de lo que luego sostendrá Hegel). Esas tesis se encuentran en su ensayo de 1784, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, o en el de 1786, Probable inicio de la historia humana. Pero Kant, como decía, era un ávido lector y observador de cuanto acontecía en el mundo. Por eso, como han explicado muy bien entre otros los profesores Roberto Rodríguez Aramayo y Teresa Aguado, su concepción de la guerra experimenta una profunda transformación cuando, siempre atento a la realidad internacional, tiene noticia de los acontecimientos que abocan a la Paz de Basilea de 1795: me refiero a los dos tratados firmados en esa ciudad suiza por la recién nacida República francesa y el reino de España, que ponen fin a la denominada “guerra de la Convención”, el frente pirenaico de la coalición de las monarquías europeas contra el régimen revolucionario francés, un acuerdo forzado en buena medida por la ruina económica que causaba en la monarquía española. Es cuando Kant decide escribir La paz perpetua. Un diseño filosófico, el trascendental opúsculo en el que sentará las bases de su proyecto jurídico y político con el que trata de transformar ese horizonte inevitable de la guerra. La guerra, sostendrá Kant, es un grave obstáculo para el progreso moral de la humanidad. Por eso, propone su prohibición, como un imperativo de la razón práctica: debemos prohibir el recurso a la guerra porque, de no hacerlo, estaríamos yendo en contra de nuestra propia condición de humanos.
Ese es el legado de Kant que me interesa subrayar. Tal y como argumenta la profesora Aguado, Kant sienta así las bases jurídicas, éticas y políticas para una filosofía cosmopolita de las relaciones internacionales, que se resumen en una nueva formulación del derecho de gentes y una teoría de la gestión de relaciones pacíficas entre los Estados, a través de un federalismo internacional. Sus ejes son la garantía de la paz y del respeto de los derechos humanos, en el marco de lo que con Habermas podríamos denominar una esfera pública y, junto a ellos, la propuesta de una sociedad civil global, garantizada por un Derecho cosmopolita. Por eso, para Kant, lo que podríamos llamar un Estado cosmopolita de Derecho, aunque sería más exacto denominarlo Federación cosmopolita de Repúblicas, que es lo que imagina Kant, no puede no ser sino un Estado de paz, en el que ninguna guerra debe ser permitida. De ahí que, como se ha escrito, el núcleo de las tesis de Kant sobre guerra y Derecho se puede resumir en estos términos: donde impera el Derecho no puede haber ninguna guerra y donde hay guerra no cabe el imperio del Derecho. Kant, por cierto, nunca llegó a imaginar el Derecho internacional humanitario, que trata de autodisciplinar la guerra.
Para salir del atolladero en el que nos encontramos, creo que el Kant radicalmente ilustrado de la 'Doctrina del Derecho' y de 'La paz perpetua' vuelve a aparecer hoy como referente ineludible
Un matiz: espero que cuando sostengo la validez de las propuestas kantianas sobre la exigencia prioritaria de la paz a través del Derecho y del modelo de negociación multilateral para tratar los conflictos, en el marco de una federación de Estados, se me conceda desde el lado de los pragmáticos que no postulo la estupidez de prescindir de la política de defensa. Mi reflexión se encamina a una prudente interpretación del manido lema de los Epitoma rei militaris de Vegetius, un clásico de los estudios militares que, frente a la interpretación habitual, no ordena taxativamente prepararse para la guerra si uno quiere la paz (si vis pacem, para bellum). Su apotegma es bastante menos asertivo: igitur, qui desiderat pacem, praeparet bellum, esto es, “por tanto, quien deseara la paz, debería prepararse para la guerra”.
Lo que propongo, con Kant y con el kantiano Kelsen que escribe La paz a través del Derecho, pero también, desde luego, con Gandhi y con el Mandela que sale de la cárcel tras haber sostenido la lucha armada y se transforma en defensor de la negociación con el enemigo, no es la simpleza de prescindir de la política de defensa y transformar en arados las espadas. Se trata más bien de recordar que armarse hasta los dientes, amenazar con guerra sin cuartel, no es la vía aúrea para la paz: hay que entender el manido lema de Gandhi según el cual la paz es el único camino. A mi juicio, su significado es que, para lograr la paz, lo prioritario no es tanto amenazar al enemigo con un arsenal mayor, sino trabajar en las condiciones de la negociación, del arreglo pacífico sometido a las reglas de esa concreción de lo que Kant llamaba Derecho cosmopolita que son las normas y la jurisprudencia propias de la legalidad internacional. Y que ello no obsta para exigir responsabilidades a quienes violen las normas del Derecho internacional humanitario en el curso de la guerra.
El Derecho, piedra maestra de la obra de Kant
Pues bien, ese Derecho cosmopolita que propone Kant encuentra su armazón teórica en la referida Doctrina del Derecho, a la que, como he recordado, dedica la primera parte de su gran obra final, la Metafísica de las Costumbres. Y aquí viene mi recomendación al lector, que no es otra que sugerir que lea las penetrantes páginas del ensayo con el que Manuel Jiménez Redondo introduce la magnífica edición de la Metafísica de las costumbres que se acaba de publicar en castellano, traducida por él mismo, y que lea asimismo el sustancioso prólogo escrito para esa edición por nuestro añorado Tomás Vives.
El profesor Jiménez Redondo, en efecto, explica cómo en este ensayo, centrado en la discusión sobre las relaciones entre Derecho y ética y en el que Kant rehace los conceptos y principios de su filosofía jurídica, ética y política, Kant está profundamente marcado por el impacto que en él ha provocado la revolución de 1789, cuyos acontecimientos sigue con muchísima atención y muy concretamente por el debate en torno a los principios que inspiran la "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano". De manera tan brillante como convincente, Jiménez Redondo hace ver que la Doctrina del Derecho no es otra cosa sino un análisis de esa Declaración de derechos de 1789, a la que convierte en una teoría del Derecho perfectamente articulada, basada en la libertad.
El Derecho que nos presenta Kant es un orden esencialmente tripartito, que parece particularmente adecuado en este momento de nuestra existencia marcado por la experiencia de la globalidad, por la conciencia de que formamos parte de una casa común, la Tierra y, por tanto, por la conciencia creciente acerca de que la interrelación, la interdependencia de esa morada y todos los que la habitan –no sólo los seres humanos, añadimos hoy– exige la garantía de un orden efectivo de Derecho. Un orden compuesto por el Derecho de los Estados de Derecho, el Derecho que ha de regular las relaciones entre los Estados de Derecho y el Derecho que exige la red cada vez más densa e inextricable de relaciones cosmopolitas; "si falla una de estas tres partes, necesariamente tienen que fallar las otras dos”, escribe Kant.
El siglo XXI parecía haber dejado atrás la catástrofe de un orden internacional como sistema de Estados conformado con arreglo a la relación amigo-enemigo, como proclamó también el fin de la historia, al entender derrotado el modelo de socialismo de Estado, y el final del orden de la posguerra. Pero lo cierto es que pronto hemos comprobado que no se ha abierto un orden multilateral basado en la negociación y el imperio de la legalidad internacional.
Para salir del atolladero en el que nos encontramos, creo que el Kant radicalmente ilustrado de la Doctrina del Derecho y de La paz perpetua vuelve a aparecer hoy como referente ineludible. Como lo ha sido para los principales teóricos del último tercio del siglo XX, que buscan asentar las bases de un orden justo en las relaciones internacionales, como Rawls o Habermas. Más en concreto, si pretendemos un orden internacional que no renuncie a ser justo por ser eficaz, me parecen irrenunciables las tres propuestas de Kant, en parte matizadas por Kelsen, como ha explicado mi compañera, la profesora Cristina García Pascual: un Derecho cosmopolita dotado de Tribunales de justicia con capacidad sancionadora, un orden multilateral bajo la forma de federación de Estados (no de un Estado o imperio mundial), y la paz como valor superior, tal y como enunciara la Carta de las Naciones Unidas.
Quiero concluir. Como muestra de esa actualidad de Kant, no me resisto a transcribir un rasgo de la aportación de Kant sobre el que escribe Tomás Vives en su prólogo: “Kant postula un derecho de ciudadanía mundial del que se desprende como mínimo el derecho de hospitalidad”. Y cita a Kant: “No se trata aquí de un derecho por el cual el recién llegado pueda exigir el trato de huésped –que para ello sería preciso un convenio especial benéfico que diera al extranjero la consideración y el trato de un amigo o convidado–, sino simplemente de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste: el derecho a presentarse en una sociedad”. Por eso, concluye Vives: “Ese derecho se funda en la común posesión del suelo de la tierra. Estas ideas van ya mucho más allá de los postulados actuales de los Estados liberales de Derecho y contrastan con el inaceptable trato que recibe la emigración. Lo que sigue a ese punto de partida es la igualdad postulada de todos los pueblos en el marco de un Derecho público universal. Es decir, en el marco de un Derecho público cosmopolita común a todos y aceptado por todos como garantía de la paz perpetua. Ese objetivo está muy lejos; pero el día que se lograse, el mundo se hallaría en una situación mucho mejor que la actual para todos los individuos y se habría asegurado la paz perpetua. Tender a ese objetivo, por dificultoso que sea, es para Kant una obligación”. A pocos días del, a mi juicio, fallido pacto europeo de inmigración y asilo, estas palabras continúan siendo un aldabonazo.
Por eso, si queremos celebrar a Kant, si queremos entender por qué vale la pena leerlo, sugiero comenzar por leer esas páginas introductorias de los profesores Vives y Jiménez Redondo sobre el gran proyecto de Kant, el Derecho cosmopolita, al servicio de la libertad y de la paz. Creo que, si algún lector me hace caso, me lo agradecerá.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.