El 15 de agosto es el verdadero vuelve a casa vuelve del mundo rural. Una romería de millones de españoles se echa a las carreteras estos días para ir a posarse en un pueblo donde puedan responder, de alguna manera, al ¿y tú de quién eres? Casas donde no ha corrido el aire en un año se abarrotan de turistas, forasteros, digámoslo más: emigrantes. Hijos, nietos y bisnietos del éxodo rural que cambió radicalmente este país y sus formas de vida. La cara b de la despoblación: los que podrían estar y no están, lo que pudo ser y no será.

La postal idílico-rural del puente de agosto, si la miro dos veces, me parece agridulce, mentirosa, agorera. El verano cultural ha quedado en semana. Pueblos que no llegan a los 100 habitantes tienen que asumir en siete días súbitas explosiones demográficas que quintuplican su población. Se agota el agua, los mínimos servicios no resisten, la gente que organiza el entretenimiento para los visitantes, la gente del pueblo, no da abasto. Quieren en unos días la experiencia fiestas de pueblo completa: torneos de calva y parchís, campeonatos de fútbol, la pancetada, el bingo, el karaoke, los hinchables, la espuma, el mago, la gala, la paellada, la sardinada, verbenas, macrodiscotecas, discomóviles, un itinerario que al tercer día te deja rendido. Un itinerario hiperconcentrado que el resto del verano deja un erial.

Los pueblos más pequeños concentran toda la oferta cultural, es decir festiva, en la semana escasa en la que llegan todos los que son. Los pueblos, me lo parecía ya cuando era pequeña, son bastante desagradecidos con los que están. Con la gente que los sostiene, que es la que se envaina sus febreros brutales. La gente, también, que limpia y prepara altruistamente las naves multiusos para que las visitas disfruten del programa e incluso tengan el valor de quejarse. Esta es, vista con atención, una pequeña postal también de la tensión entre turista y residente que se da a escalas mayores, de la que sí hablamos. 

Tener pueblo es un regalo fácil de desenvolver, vivir en un pueblo no es jauja y no es para todo el mundo

He llevado mis talleres culturales infantiles e intergeneracionales por una decena de estos pueblos este verano y he visto la belleza y las grietas, incluso el filo. Lo que era un programa cultural dosificado entre julio y agosto ahora es una atropellada agenda de pocos días en los que quienes promueven están reventados. Incluso algunos de los que intentan participar en todo. Saturación turística en miniatura. Las asociaciones culturales resisten gracias a quienes llevan décadas y a los generosos que se las echan a la espalda para que no termine todo, no termine ya. Pero este modelo de semana fantástica para el visitante y bolas de paja rodando tras sus vehículos al séptimo día no me parece muy halagüeño. Lo decía: agorero.

Estos días todo el mundo quiere tener pueblo, decir que tiene pueblo, formar parte. Volver es importante para el medio rural, pero estar lo es más, lo es todo. A veces pienso que manoseamos demasiado el concepto vida de pueblo y lo dejamos sin aristas. Los niños jugando en la calle, las bicis de diferentes tamaños tiradas en las puertas, los vecinos al fresco, la gente con los patios abiertos y las mesas corridas no necesitan idealización: son escenas absolutas, pura belleza. Pero la vida de pueblo es también depender de un coche para casi todo, casas donde hay uno o dos vehículos por cabeza, caminos demasiado solitarios, plomizas tardes de otoño e invierno que parecen no terminar nunca. Tener pueblo es un regalo fácil de desenvolver, vivir en un pueblo no es jauja y no es para todo el mundo.

Yo tampoco vivo en un pueblo. Paso en uno seguramente, en total, un tercio del año, pero no vivo allí. Las razones no son dramáticas, pero tampoco negociables: yo no quiero existir, como he visto a todas las personas de mi familia, rodando por la N-630 Gijón-Sevilla o, ahora, por la A-66 mañana, tarde y noche. Y mi pueblo está a 20 minutos por autovía de la ciudad. Hay pueblos, incluso pueblos de ensueño, que están a hora y media de una sala de urgencias por carreteras precarias. Eso es algo que no todo el mundo puede o quiere asumir, y quién podría reprocharlo. No hay apenas transporte público, ni sanidad, ni educación, ni conexiones, ni ocio, ni oportunidades laborales porque no hay gente, pero no habrá gente nunca más si no se hace ese intento, esa quijotada, ese último hurra. Con un impulso real, valiente, sin duda los pueblos podrían ser un lugar feliz para muchísimas personas que deseen ese estilo de vida. Con un décimo de ese impulso, sacarían de la UVI a las capitales de provincia que también se desertizan y que son un puente posible de equilibro entre el campo y la gran urbe.

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