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El correcto funcionamiento de un estado democrático de derecho requiere que todas las autoridades observen y respeten en el ejercicio de sus funciones el delicado equilibrio entre los dos elementos fundamentales que lo componen: el estado democráticodemocrático, es decir, la expresión de la voluntad de los ciudadanos manifestada periódicamente a través de las urnas en los procesos electorales; y el estado de derechode derecho, esto es, el respeto del principio de legalidad, por y para todos por igual.
Entendidos el sufragio y la legalidad como los dos pilares sobre los que se asienta la convivencia democrática, la división de poderes se erige, desde que fuera enunciada por Montesquieu en El espíritu de las leyesEl espíritu de las leyes (1748), como la principal garantía de ese equilibrio, difícil pero indispensable para garantizar en democracia los derechos de los ciudadanos.
Se encomienda al poder ejecutivo, elegido por la mayoría parlamentaria, la tarea de gobernar; al legislativo, elegido por los ciudadanos, legislar y controlar políticamente la acción del gobierno; y al poder judicial, integrado por jueces y magistrados independientes, la función jurisdiccional, parte esencial de la cual es controlar la legalidad de la acción de gobierno. Los integrantes del tercer poder del Estado no son elegidos por los ciudadanos, pero obtienen su legitimidad democrática sometiendo el ejercicio de su jurisdicción únicamente al imperio de la ley.
Ese complejo mecanismo de funciones y contrapesos, competencias y controles recíprocos entre los tres poderes, y también entre las diferentes instituciones del estado, incluyendo las administraciones autonómica y municipal, se describe en nuestro país en la Constitución de 1978. A la vista de los acontecimientos recientes, se diría que España es un país pendular: apenas estamos saliendo de una situación muy grave de abuso del sufragio, cuando parecemos haber entrado en otra no menos seria de abuso de la legalidad.
En 2017, el Govern y el Parlament de Catalunya, al amparo de una exigua mayoría parlamentaria, que ni siquiera representaba la mayoría de los votos de los electores de la comunidad autónoma, decidieron pasar por encima de la legalidad democrática para imponer, primero, la llamada desconexión del Estado; seguidamente, un referéndum de autodeterminación; y a la postre, la independencia. Es la voluntad de los catalanes, aseguraron. No era cierto, obviamente, pero aunque lo hubiera sido, la voluntad de la mayoría tampoco hubiera legitimado la ruptura de la legalidad constitucional y la violación de los derechos de la minoría, que aun amparados por el ordenamiento jurídico, fueron groseramente desconocidos.
Ahora parecemos estar asistiendo a una sucesión de acciones coordinadas, consistentes esencialmente, por una parte, en obstruir la renovación de los principales órganos constitucionales que requieren mayorías cualificadas, y por otra, la incoación de procedimientos judiciales impulsados por partidos de la oposición contra decisiones de los poderes ejecutivos –no solo del gobierno central-, que procuran exactamente lo mismo, aunque en el sentido opuesto: utilizar torcidamente los mecanismos de la legalidad para destruir el sufragio. Desafortunadamente, esa estrategia parece estar cosechando algunos éxitos en los tribunales a pesar de constituir un manifiesto fraude de ley de esos partidos, que pretenden conseguir a base de bloqueos y sentencias lo que no les han dado las urnas.
Corresponde a los jueces el control de la legalidad de la acción del gobierno, y en general, la actuación con arreglo a derecho de todas las administraciones públicas. Pero les corresponde igualmente vigilar que se respete la voluntad de los ciudadanos. Algunas resoluciones judiciales recientes están extendiendo su jurisdicción al control de oportunidad de la acción de gobierno, unas veces corrigiendo la aplicación de la legalidad con criterios extrajurídicos, y otras enmendando decisiones discrecionales en asuntos que no están sometidos a control de legalidad porque forman parte de las facultades de dirección de la política interior y exterior del Estado que el artículo 97 de la Constitución reserva al Gobierno de la nación. Esas resoluciones están utilizando las formas vacías del proceso legal para destruir el Estado de derecho.
La intromisión de un poder del Estado en las funciones que la Constitución atribuye a otro se resuelve mediante la Ley de conflictos jurisdiccionales. Esa ley, de aplicación excepcional, no debería ser necesaria, sin embargo, porque cabe esperar que la aplicación torcida del Derecho sea corregida por la propia jurisdicción mediante el mecanismo ordinario de los recursos. En última instancia, corresponde al Tribunal Constitucional arbitrar tales controversias y determinar, deslindando el ámbito de competencias de cada cual, a quién corresponde decidir en cada caso.
El problema añadido que enfrentamos ahora reside en que la credibilidad del propio Tribunal Constitucional está en entredicho como consecuencia de años de políticas desafortunadas de nombramiento de sus magistrados, por la expiración del mandato y la falta de renovación de varios de sus integrantes, y sobre todo por la reforma aprobada por LO 12/2015 que le dio el control previo de inconstitucionalidad con funciones de suspensión de proyectos de reforma de los estatutos de autonomía, obligándole a bajar a la arena del procés y ocasionándole con ello un desgaste innecesario que deberían haber asumido el Gobierno y las Cortes procésde entonces, toda vez que la función de los tribunales de garantías constitucionales es y debe ser ordinariamente solo declarativa. La Corte Suprema de Estados Unidos, por citar un ejemplo, declaró en 1954 que la discriminación racial era inaceptable y contraria a la Constitución, pero se abstuvo de señalarle a los Estados cómo debían eliminarla, porque entendió que eso formaba parte de las funciones del poder ejecutivo, jardín en el que los jueces prefirieron no entrar: háganlo lo más rápido posible, es todo lo que indicaron.
Cuando los tribunales corrigen al gobierno en sus decisiones discrecionales están violando el sufragio. No atentan solo contra las facultades del ejecutivo, sino principalmente, contra el derecho de participación política de los ciudadanos, porque les guste o no, el gobierno de la nación es el que han elegido los votantes, y en el ejercicio de esas funciones, solo los ciudadanos pueden corregirle, en las urnas. Están violando, además, la función de control parlamentario encomendada por la Constitución al poder legislativo. Están apartándose, por último, del principio de legalidad, precisamente el que dota de legitimidad a su ejercicio de la función jurisdiccional.
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Al reformarse la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985, el entonces vicepresidente Alfonso Guerra proclamó: Montesquieu ha muerto. Se equivocaba: no goza de buena salud, pero está más vivo que nunca.
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Carlos Castresana Fernández es Fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.
El correcto funcionamiento de un estado democrático de derecho requiere que todas las autoridades observen y respeten en el ejercicio de sus funciones el delicado equilibrio entre los dos elementos fundamentales que lo componen: el estado democráticodemocrático, es decir, la expresión de la voluntad de los ciudadanos manifestada periódicamente a través de las urnas en los procesos electorales; y el estado de derechode derecho, esto es, el respeto del principio de legalidad, por y para todos por igual.
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