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Luces Rojas

Esperanza, sin engaño

Javier de Lucas

No me gusta, ni lo pretendo, ejercer de agorero o aguafiestas, pero precisamente ahora en que parece asomar cierto optimismo, quiero proponer al lector una reflexión sobre un riesgo en el que creo que no se ha insistido suficientemente. Me refiero al que subyace a la frecuente utilización de expresiones como la "salida del túnel", o la "recuperación de la normalidad" (aunque ya casi nadie cree que sea posible una vida "normal" como la entendíamos antes). Sobre todo, me parece preocupante la estrategia comunicativa de algunos responsables públicos y de no pocos medios de comunicación, que se sirven de esas y otras expresiones para presentar la entrada en las sucesivas fases de la "desescalada" como una carrera por "ganar la victoria", so pretexto de enviar un necesario mensaje positivo de alivio, de premio al esfuerzo realizado. Reconozco que muchas veces esos mensajes se acompañan de argumentos no exentos de razón, como la tesis de que, para salir de esto con el menor porcentaje de daño económico y social, hay que reactivar la economía: promover la reapertura de negocios y empresas, recuperar la sangría de puestos de trabajo e incentivar el consumo. Pesa también en esa estrategia la necesidad de hacer frente a una crisis que nos explican que ya está aquí y que no conoce parangón con lo que hayamos vivido quienes nacimos después de la Guerra Civil y la II Guerra Mundial. Baste como botón de muestra la reciente intervención del gobernador del Banco de España en el Congreso, que llamaba a un consenso suprapartidario para las próximas legislaturas [ver aquí], algo que suena a sarcasmo en un contexto en el que la pandemia es utilizada sin disimulo para obtener ventajas precisamente partidistas.

Insisto en que el riesgo de ese tipo de mensajes es serio. Quiero decir que, en el mejor de los casos, esto es, cuando no se trata de un deliberado intento de utilizar de forma partidaria la pandemia para un propósito tan indecente como atribuirse medallas, incluso al precio de criminalizar al adversario político, se trataría de un ensoñamiento que me parece particularmente nocivo. No niego que sea comprensible. Pero considero un grave error fomentar de modo imprudente la voluntad –aunque sea inconsciente– de amnesia colectiva, si se me permite decirlo así. Porque, con seguridad, a la mayoría de nosotros nos gustaría pensar que todo esto que hemos vivido y aún vivimos ha sido una pesadilla y que está próximo el momento en que despertaremos de este mal sueño. Ojalá todo esto fuera un mal sueño.

No es así: no hay ni habrá, al menos a medio plazo (un año, nos dicen, con lo que eso puede significar en términos de pérdida de vidas humanas) nada parecido a la postpandemia: hasta que la vacuna esté en condiciones de ser administrada de forma general, viviremos en una especie de pandemia intermitente, con rebrotes que podremos controlar mejor si ponemos todo el empeño en estar preparados. Eso exige aprovechar que hemos controlado el momento más angustioso de la pandemia (momento que podría volver) para disponer los medios que permitan al personal sanitario un más que merecido período de recuperación y para consolidar los recursos necesarios, comenzando por los medios para reducir la dependencia de proveedores externos. Una dependencia que, en no poca medida, ha mostrado hasta qué punto el mito del mercado libre y racional dotado de una mano invisible reguladora encierra algo más parecido a un zoco, por no decir una selva. Por tanto, se trata de exigir que todas las declaraciones retóricas sobre la toma de conciencia de esas prioridades se concreten ya en inversiones en infraestructura y mantenimiento material, así como en contrataciones del personal necesario para mejorar las condiciones del sistema de salud pública. La mayor parte de esas exigencias, en nuestro sistema competencial, obliga a las Comunidades Autónomas, que son las que tienen que entender que ésta es ahora la prioridad política y presupuestaria. Como lo es revisar a fondo el sistema de residencias para ancianos cuyos déficits, dificultades y contradicciones hemos conocido en gran medida gracias a una sostenida investigación de infoLibre: véase por ejemplo esta entrevista con Attac en la que Manuel Rico da cuenta de esa labor de investigación: [ver aquí].

Pero a su vez, todo eso comporta otro sistema de financiación justo, como viene exigiendo notoriamente la Comunidad Valenciana. Y me permito señalar que, como reconocen casi todos los observadores, la Generalitat Valenciana, como se advierte en las intervenciones públicas de su presidente, Ximo Puig, de los miembros del Consell de la Generalitat y de las fuerzas políticas representadas en Les Corts valencianes, está ofreciendo un buen ejemplo de gestión de esta pandemia. Con errores, desde luego, porque nadie estaba preparado para esto. Pero ha mostrado que la condición sine qua non era entender que existe una prioridad, la salud pública. Por eso, desde el primer momento se ha mostrado leal a la unidad de acción, que debe estar en manos del gobierno central, lealtad que no comporta ausencia de crítica, sino que la exige. Unidad de acción que, según los informes jurídicos más solventes, no parece practicable, sobre todo por lo que se refiere a la movilidad de todas las personas en todo el territorio, sin ese instrumento que es el estado de alarma [ver aquí]. Lo que no quiere decir que no se vigile cualquier abuso y que no se someta a un estricto control parlamentario, como de hecho se viene realizando. Unidad de acción que no implica sólo a las administraciones, sino que comporta saber dar voz y escuchar a todos los agentes sociales. Y todo ello desde la mesura, la prudencia y la proximidad a los ciudadanos: desde saber pedir perdón por los errores, a tratar de informar con el mayor realismo. Realismo y prudencia que se muestran también cuando –como han hecho también otros Gobiernos de CCAA, como la Generalidad de Catalunya o la Junta de Castilla y León– se sabe renunciar a correr en la desescalada.

Pues bien, precisamente por eso, conforme se abren esas fases de la desescalada, es más necesaria, a mi juicio, una pedagogía de la prudencia y del realismo crítico que no maquille la realidad a la que nos enfrentamos. Porque, de forma quizá no tan inconsciente, pareciera que esta estrategia comunicativa a la que me he referido aliente una lógica que, en su expresión más brutal, se condensa en ese refrán tan español de "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". Venga: abramos ya las empresas y negocios grandes y pequeños –el tópico mensaje de la alegría de reencontrarse con amigos en bares y terrazas–, recuperemos centenares de miles de puestos de trabajo, incentivemos la llegada del turismo sin molestas cuarentenas disuasorias.

Por no hablar del riesgo que me parece percibir en ese otro mensaje que nos exhorta a aprender de los superiores países nórdicos, que apuestan por la libertad individual y la responsabilidad cívica, en lugar del paternalismo de aquí, que nos trataría como a menores de edad. Como si bastara apostar por la tesis de que cada uno decida desde su propia responsabilidad si quiere ir aquí o allá, llevar mascarilla o no, viajar a su segunda residencia para pasar mejor el verano y todo funcionará. Reconozco que estoy harto de quienes nos sermonean con la invocación del modelo escandinavo o de ese confinamiento inteligente, propio de los ejemplares Países Bajos, según nos aleccionó un simpático periodista de este país que, por cierto, practica una tan inteligente como insolidaria política fiscal que le ha convertido de facto un paraíso fiscal. Responsabilidad individual, desde luego, pero en el bien entendido de que la prioridad es la salud. Un bien que no es individual, porque, como recordé en estas mismas páginas, hoy se admite el principio «Una sola salud», que refleja el hecho de que la salud de las personas, los animales y el medio ambiente están todas ellas interconectadas [ver aquí]. Sin duda, no hay sociedad cívica sin la asunción de la responsabilidad individual. Siempre que eso no sirva para autoblindarse, desentendiéndose de los demás. Ya he explicado en algún comentario que, a mi juicio, esta pandemia nos puede ayudar a darle la vuelta a la metáfora de Pilato: porque lavarse las manos, como hemos aprendido en la pandemia, ya no simboliza un gesto indiferente, de quedarse al margen, de no tener nada que ver con los otros (a los que se mira como salvajes). Nos lavamos las manos, como usamos mascarillas, para protegernos a nosotros y a los demás, para ser solidarios, porque la salud no es individual, no se puede preservar ya sólo individualmente: es común, es de todos.

Pero, sobre todo, es que no nos podemos permitir el autoengaño de la euforia, de dejar atrás el mal sueño, de haber alcanzado por fin la luz al final del túnel: no podemos dejar atrás sin más casi 30.000 muertos, con lo que significa para sus familias, por no hablar de las secuelas que pesan sobre buena parte de los recuperados del covid-19. Ni siquiera entro en lo que estamos ya afrontando, una crisis económica y social como no hemos vivido quienes nacimos después de nuestra guerra civil. Imaginemos lo que pueden significar los rebrotes y lo que puede llegar y probablemente llegará en otoño. Hay que preparase para estar en las mejores condiciones de afrontarlo. Y eso exige, ante todo, prudencia, frente a la euforia del paseo, las cervezas, las terrazas y las playas. Todos necesitamos descansar, aliviar el confinamiento. Porque, aunque sean sólo unos pocos los que abusan de las suspensiones de la restricción de la libertad de movimiento que comporta la entrada en las nuevas fases de la desescalada, basta con esos pocos para que pueda irse al traste el esfuerzo de la mayoría. Necesitamos motivos para la esperanza, sí. Pero motivos consecuentes: y eso comporta aceptar que tenemos que aprender a perder una parte de nuestros hábitos de vida, conforme a la parábola que muestra Ricky Gervais en la serie After LifeAfter Life, como nos recordaba el otro día Alfons García Giner en su espléndido artículo "El arte de perder".

La prioridad es la salud. ¿De quiénes?

La prioridad es la salud. ¿De quiénes?

En efecto, se trata de aprender también a perder, esto es, a autolimitarnos, a perder un poco, para que ni nosotros ni los demás perdamos más. Porque lo que menos necesitamos es el engaño de las falsas esperanzas. La madurez de una sociedad consiste, desde luego, en exigir que nos traten como adultos y nos digan la verdad de lo que se sabe: no se trata, en absoluto, de convertirnos en súbditos sumisos. Pero también consiste en saber actuar en consecuencia. Y eso obliga a dejarse de autoengaños. Obliga a informarse, para conocer y aceptar la realidad que nos toca vivir. Y a partir de ahí, trabajar –cada uno como sepa y pueda– para mejorarla. Para los demás. Porque así será mejor para mí, para nosotros.

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* Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por Valencia

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