Luces Rojas

El huevo y la gallina: Estado de Derecho y democracia

No parecen los nuestros tiempos propicios para el reconocimiento del papel del Derecho y de la función de los juristas, cada vez más caracterizados como viejos operadores sociales que deberían dejar paso a una pléyade de expertos guiados por la luz de la ciencia y las tecnologías: economistas, politólogos, comunicólogos, neurocientíficos y técnicos en algoritmos e inteligencia artificial; todos ellos honrados, claro, no como los trapaceros profesionales del Derecho.

Este menosprecio de la función social del Derecho y de los juristas es el eco de un viejo run-run que cierto tipo de analistas, que se diría aquejados de memoria de pez o quizá de ignorancia sobre datos elementales de la historia del pensamiento jurídico y político, se atreven a presentarnos como novedosa exigencia de la modernización social, propia de la era digital. Pero no hay tal. Se trata de la enésima versión y, por añadidura, no poco simplista, de la aguda parábola del industrial que acuñara Saint-Simon. Esos profetas vuelven así a apelar al sobado estribillo que vincula esa herramienta, el Derecho, a caducas sociedades (antes, agrarias; hoy, propias de la superada revolución industrial, se nos dice), dominadas por una trasnochada amalgama de supercherías y creencias, sobre las que se habría asentado el sistema de dominación social que administra la casta de clérigos que ejemplificarían ese trasunto de chamanes y sacerdotes que serían los jueces y leguleyos. Los apóstoles de ese “descubrimiento” cantan también su sustitución por la buena nueva racional de la ciencia y la tecnología que, mano santa del mercado mediante (aunque hay versión que apela al asalto a los cielos), abriría a todos los ciudadanos (léase, los consumidores) las puertas de una tierra de leche y miel en la que el dominio de las personas es reemplazado por la administración de los bienes, un dictum que encontramos en Hume, antes que en Marx.

Igual de vieja es la supuesta estrella guía de una democracia verdadera, en la que no habrá más leyes que las que el buen pueblo se impone a sí mismo, sin más límite que su incuestionable saber y entender, porque como reza el dogma mil veces recitado por sus adalides, la democracia (lo que ellos entienden por democracia, claro), está por encima de la ley. Ahora, ese estribillo de la democracia auténtica se reitera con el énfasis puesto en el motto que nos advierte que la legalidad es las más de las veces una rémora formalista, ritual, escudo de la resistencia de la casta privilegiada frente a la verdad del pueblo. Y lo mismo valdría para calificar el Estado de Derecho como una herramienta que, en cualquier caso, debe estar al servicio de la democracia y no al revés.

Vaya por delante que no tengo aspiraciones de vestal de la ley y de los tribunales. No me cuento entre los partidarios del formalismo jurídico positivista. Si recuerdo el ciceroniano legum servi sumus ut liberi ese possumus, es porque pongo el acento en que la mejor justificación que puede darse de la obediencia a la ley no es otra que el fin que nos propone el sabio jurista y político republicano: que sea instrumento de la libertad o, como prefiere denominarla Balibar, la egalibertad. Creo que está ciego quien desconozca que tantas veces el Derecho y sus instrumentos, leyes, sentencias, legisladores y tribunales, más una legión de operadores jurídicos, están al servicio de la desigualdad, de la humillación, de la discriminación y aun de la violencia. Pero eso, siendo Derecho, es el peor Derecho. La cuestión es si para desprendernos de él debemos arrojar por el sumidero el imperio de la ley, el acatamiento de las sentencias de los tribunales, la división de poderes, o si nuestra lucha política consiste precisamente en reforzar, en mejorar el Derecho y sus instrumentos. Soy de los que piensan que, ni cronológica, ni conceptualmente, la democracia precede al Estado de Derecho, porque no deben contraponerse. Por decirlo más claro: históricamente ha habido Estado de Derecho sin democracia, sí. Pero es precisamente el desarrollo del Estado de Derecho, gracias a la lucha por el Derecho, por los derechos, el motor que hace posible la democracia. Y una vez que alcanzamos ésta, no es imaginable democracia sin Estado de Derecho.En otras palabras, como supo explicar nuestro Elías Díaz en un libro de feliz memoria cuya huella, en cierto modo, está en el artículo primero de la Constitución española de 1978, el Estado de Derecho es el motor de la democracia. Lo es mediante la evolución del principio de legalidad, desde la igualdad formal de todos ante la ley (trasunto de la clave misma de la existencia de la democracia), a la igualdad política y material, esto es, el principio de que, para que esa ley sea realmente común denominador, todos deben participar en la elaboración de la ley y en sus beneficios, por igual. Así se abre el camino hacia el objetivo de la egalibertad, a través del paso desde el Estado liberal de Derecho (de la democracia liberal), a un Estado social de Derecho o, como algunos sostienen hoy, a una democracia constitucional. Porque, como ha argumentado Ferrajoli, de nuevo con ecos ciceronianos, sólo donde hay Constitución hay demos y no sólo pueblo, en el sentido de multitud o de nación. Sólo donde hay Constitución, es posible conseguir que la parte de los que no son parte, por citar la conocida definición política de pueblo que encontramos en Rancière o Baibar, sea sujeto político.¿Quiere ello decir que con la Constitución se ha hecho carne para siempre la democracia real? No. No puede darse tal fin de la historia, a juicio de quienes entendemos la democracia como una tarea en permanente corrección, en permanente in fieri; un work in progress. Lo importante es tener en cuenta que luchar por la efectividad de la Constitución, lo que significa también, en su caso, luchar por su reforma, por su perfectibilidad y adaptación, no es función exclusiva de juristas o de representantes políticos: es la primera tarea de la ciudadanía. Pero, para esa tarea que es la primera de la ciudadanía activa, participativa, soberana, son imprescindibles las herramientas y principios del Estado de Derecho y sobre todo su lógica constitutiva, que no es otra que controlar al poder, vigilarlo, limitarlo, revisarlo, hacerle rendir cuentas.En suma, lo que pretendo es simplemente recordar la necesidad de evitar el movimiento pendular que, en aras de evitar el férreo corsé en que a veces se convierte la legalidad, la arroje al sumidero so pretexto de las bondades sin cuento de “la política”, entendida casi taumatúrgicamente como expresión directa de la voluntad popular, que habría conseguido por fin liberarse de la jaula de la democracia representativa y los calabozos del Derecho. Me parece evidente que una democracia sin límites, en la que todo se puede decidir, en la que no hay límite ni contrapeso al número, no es democracia, sino, como advirtieron los clásicos, demagogia. Conviene no echar en saco roto esa lección, como la que nos brindaron los mejores liberales —Mill, Tocqueville—: la imposición pura de la lógica irrestricta de las urnas, que es la del mayor número, propicia la tiranía.Eso no quiere decir a su vez que la necesaria tarea de fijar los límites a la voluntad de la mayoría deba dejarse en manos de selectos guardianes, de gurús, sean éstos los juristas o cualquier otra clase de clérigos. Esa es precisamente la primera función de la Constitución, de las leyes que, en un Estado constitucional, consagran principios como la garantía de los derechos humanos y reglas como la separación de poderes y el control del ejercicio del poder a través de los tribunales, cuyas decisiones a su vez deben poder ser criticables y revisables en diversas instancias. No in aeternum, porque desaparecería la seguridad jurídica. La interpretación de la ley, o mejor, la incorporación de las leyes a la práctica social (prefiero esto al viejo concepto de “aplicación”), corresponde a los tribunales de justicia en colaboración con los operadores jurídicos que intervienen en ellos y ante ellos. Eso no significa, insisto y perdón por lo que es casi un truísmo, que el poder judicial sea intocable y quede ajeno al control democrático. La legitimidad del poder judicial nace de su origen democrático como tal poder y sobre todo, como legitimidad de ejercicio, de su actuación conforme a la Constitución.A la hora de evaluar la independencia o la profesionalidad de los jueces, convendría empezar por tener en cuenta datos como estos: los jueces en activo son poco más de 5.400, bastante por debajo de la media europea. El número de sentencias que resuelve como media anual cada juez, conforme a la estadística disponible en 2018, es de 281,6. Realizar afirmaciones que suponen generalizaciones descalificadoras sobre la falta de profesionalidad, independencia o diligencia de los jueces de nuestro país, basándose simplemente en el impacto mediático de algunos procesos “estrella” (penales, las más de las veces), es simplemente un disparate.Todo eso no comporta olvidar taras que perviven en la administración de justicia en España, como las del gremialismo, la visión machista, la deficiente formación especializada en aspectos que van desde la cuestión de género al conocimiento de las nuevas tecnologías (y disposición de medios en la oficina judicial) o la ingeniería financiera, por no hablar, claro, del porcentaje de jueces y magistrados vinculados a posiciones reaccionarias. Todo ellos son déficits a corregir. Las razones generacionales que las explican, en no poca medida, están próximas al relevo por mera lógica estadística. Las que son consecuencia de un sistema de selección y formación inicial que favorece a los más pudientes y no estimula precisamente la experiencia ni la capacidad crítica, ni facilita de forma suficiente y adecuada la formación continua (aunque se ha avanzado muy considerablemente en ello), se han revisado y se pueden mejorar. Como se debe mejorar el control democrático de ese poder: precisamente por ello no entiendo acertadas la reivindicación de partidos como el PP, que insisten en entregar la elección de su órgano de gobierno, el CGPJ, sólo a los propios jueces, sin ninguna mediación de los representantes de la soberanía popular. En cualquier caso, ninguno de esos cambios necesarios, incluso urgentes, justifica el vendaval mediático y populista que se diría pretende sustituir algo tan imprescindible para el Estado de Derecho y la democracia como el gobierno de las leyes y la existencia de un poder judicial independiente, por eslóganes repetidos en la calle con ripios tan fáciles de repetir como faltos de sentido del más elemental garantismo y del respeto a los derechos, a las libertades y a la división de poderes.----------------------------------Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia. También es senador del PSOE por Valencia.no deben contraponersela lucha por el Derecho, por los derechos no es imaginable democracia sin Estado de Derecho

Elías Díazel Estado de Derecho es el motor de la democraciadonde hay Constitución hay demos y no sólo pueblodemosla parte de los que no son parte

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Esperanza, sin engaño

Esperanza, sin engaño

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Javier de Lucas

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