Impunidad y olvido: de Fraga a Vox

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Julián Casanova

En noviembre de 2005, en una entrevista publicada en Corriere della Sera, Manuel Fraga Iribarne hacía una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen político, recordando a los italianos las excelencias del que fue durante tanto tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de gobierno ("ni fascista, ni totalitario") dejó a todos los españoles.

Cuando Fraga murió, el 15 de enero de 2012, la mayoría de los medios de comunicación nos regalaron la vista y el oído con unas cuantas horas de música celestial. El disco solo tenía cara A: hombre de Estado, político extraordinario, uno de los más importantes del siglo XX español, padre de todo lo bueno que podía exhibir la derecha actual en el poder. Pocos hicieron sonar la cara B, la otra cara del mismo disco, inseparable, compuesta con anterioridad, cuando la música tenía un solo director.

Fraga fue ministro de Franco, desde 1962 a 1969, y ministro del Gobierno de Arias Navarro que se formó tras la muerte de su caudillo, desde el 12 de diciembre de 1975 hasta el 1 de julio de 1976. Nunca fue ministro con la democracia. Su autoridad nació de la dictadura y tuvo después en sus manos durante unos meses, como ministro de Gobernación, todo el aparato represivo intacto, ese que cargaba en las calles contra los manifestantes, detenía y encarcelaba de forma arbitraria y sin garantías, torturaba en los cuarteles y comisarías y, si hacía falta, disparaba mortalmente a los trabajadores, como en Elda, Tarragona, San Adrián de Besós, Basauri o en el asalto policial a la iglesia vitoriana de San Francisco de Asís, una masacre que dejó cinco muertos y decenas de heridos. Y todo ello en apenas medio año, cuando quedó al descubierto el talante reformista de los franquistas sin Franco, cómo trataban a opositores y huelguistas, "desórdenes callejeros" los llamaban, y la impunidad de las fuerzas armadas.

Más de cuarenta años después de la muerte del dictador, demostrada hasta la saciedad la venganza cruel, organizada e inclemente que administró a todos sus oponentes, todavía tiene que aparecer un diputado o político relevante del Partido Popular que condene con firmeza el saldo de muerte y brutalidad dejado por las políticas represivas de la dictadura y defienda el conocimiento de esa historia como una parte importante del proceso de aprendizaje de los valores democráticos de la tolerancia y de la defensa de los derechos humanos.

Todo lo que se les ocurre es recordar el terror rojo, y legitimar a los verdugos franquistas por los supuestos crímenes anteriores de sus víctimas, como si la función del relato histórico fuera equilibrar las manifestaciones de barbarismo. Es como si para explicar el gulag y los crímenes estalinistas tuviéramos que recurrir a la represión de la policía del zar o a las tropelías del Ejército Blanco durante la guerra civil rusa.

Y al mismo tiempo, se ríen de quienes "remueven tierra buscando huesos", proponen pasar página, negar el recuerdo, cancelar el pasado. Aznar y Rajoy, voces autorizadas para millones de personas que piensan como ellos, lo repetían siempre que salía el tema: el Gobierno no puede dedicarse a tonterías como la memoria histórica o a la investigación sobre miles de desaparecidos en el pasado. Es la sombra alargada del legado ideológico de la dictadura de Franco, un legado pesado que regresa con diferentes significados, que actualizan desde la democracia sus herederos, políticos, periodistas o aficionados a la historia.

Desde la democracia, les produce una enorme incomodidad el recuerdo de la violencia franquista, ejercida desde arriba, durante 40 años, por el nuevo Estado surgido de la sublevación militar y de la Guerra Civil, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror sancionados y legitimados por leyes hasta la muerte del dictador.

No resulta sorprendente, por lo tanto, que cada vez que se ha planteado en los últimos años la necesidad de políticas públicas de memoria, como se ha hecho en otros países, aparezca un enérgico rechazo de quienes más incómodos se encuentran con el recuerdo de la violencia, con la excusa de que se siembra el germen de la discordia y se pone en peligro la convivencia y la reconciliación. Acostumbrados a la impunidad y al olvido del crimen cometido desde el poder, se negaron, y se niegan, a recordar el pasado para aprender de él.

Las posiciones de Vox respecto a todos esos teman no son nuevas y estaban ya presentes en muchos sectores de la sociedad española, orientados por los políticos del Partido Popular. Se oponían a investigar los crímenes del franquismo, a averiguar el paradero de miles de desaparecidos, a que hubiera políticas públicas de memoria y educación. Tampoco tenían ningún problema en recordar o reinventar, para adaptarla a su gusto, la historia de la Reconquista, de los Reyes Católicos, del descubrimiento de América, de la grandeza de la monarquía imperial o de la gloriosa Guerra de la Independencia.

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Lo que va a hacer Vox es unir todas esas ideas que se propagaban más en bares y en restaurantes, en las redes sociales, que en el Congreso. Dejar bien claras, sin complejos, como les gusta decir, esas airadas reacciones de la derecha política que ya existían. Y para eso necesitan también revisar la historia y situar en lugar sagrado los mitos nacionales.

Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas y manipuladas por medios de comunicación de diferente signo, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles.

Coincide esa ola de revisionismo, además, con un momento en que las democracias europeas se están volviendo más frágiles, la política democrática sufre un profundo desprestigio, traducido en el crecimiento de organizaciones de ultraderecha y de nacionalismo violento en casi todos los países, desde Holanda a Finlandia, pasando por Hungría o Francia, y la corrupción y los desastres económicos alejan a las nuevas generaciones de aquel ideal de Europa que sirvió para estabilizar al continente en las últimas décadas del siglo XX. La cosa va en serio. ____________Julián Casanova es investigador en el Institute for Advanced Study de Princeton.

En noviembre de 2005, en una entrevista publicada en Corriere della Sera, Manuel Fraga Iribarne hacía una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen político, recordando a los italianos las excelencias del que fue durante tanto tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de gobierno ("ni fascista, ni totalitario") dejó a todos los españoles.

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