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157 niños asesinados al día

Joan del Alcázar

La ONG Save the Children ha difundido la cifra de muertos en edad infantil durante las tres semanas posteriores al ataque de Hamás a Israel, el 7 de octubre pasado. Son 3.402 niños y niñas, en su inmensa mayoría en Gaza: 3.340. El resto, 33 en Cisjordania y 29 en Israel. 

Un sencillo cálculo aritmético nos dice que han muerto más de 1.100 niños y niñas a la semana; es decir 157 seres absolutamente inocentes al día.

¿En qué mundo vivimos en el que los dirigentes de las grandes potencias no pueden ponerse de acuerdo ni para detener una matanza de críos?

¿En qué mundo estamos viviendo que nada ni nadie es capaz de detener esa masacre? ¿Eso es una guerra, o es otra cosa? ¿En qué mundo vivimos en el que los dirigentes de las grandes potencias no pueden ponerse de acuerdo ni para detener una matanza de críos

¿Tan inhumanos son? 

Israel fue atacado de una forma cruel y sanguinaria, propia de los terroristas que pertenecen a Hamás. Doscientos rehenes fueron secuestrados por los agresores, además, tras irrumpir a sangre y fuego contra población civil, unos de fiesta y otros en su casa o en el trabajo, o en la compra, o paseando.

Terrible y despreciable.

Pero, ¿Cómo está siendo la respuesta? ¿Se puede aceptar que esta consista en una matanza indiscriminada de inocentes que no pueden siquiera huir de las bombas?

Se entienden la rabia y el dolor de los israelíes, y también de su Gobierno, así como la de los militares. Incluso se puede entender una voluntad primaria de venganza, comprensible en los primeros momentos, en caliente. Pero un gobierno que se dice democrático no es un ente que se deja arrastrar por la furia y una sed de venganza insaciable.

Debe ser, necesariamente, un organismo plural contenido por la racionalidad y por la proporcionalidad; y regido y limitado por el ordenamiento jurídico nacional e internacional. Un gobierno democrático no puede olvidar ni el derecho humanitario ni que hasta en las guerras hay límites que no se pueden traspasar.

Sea cual sea la causa, la respuesta del gobierno de Israel no es ni racional, ni proporcional, ni legal; no lo es matar a 157 niños al día durante tres semanas [y las que vendrán]. Es una barbaridad propia de infames que consideran aceptable utilizar la violencia más despiadada y ajena a cualquier limitación completamente al margen de todo condicionante ético o moral.

Parece, dicen, que ha habido unos escalofriantes e imperdonables errores de seguridad por parte de Israel, confiado en cómo se sentían sus fuerzas de defensa en su indiscutible superioridad tecnológica respecto de sus enemigos. Tan superiores son en tecnología militar de todo tipo, tan convencidos de que los servicios de inteligencia ejercían un control absoluto de los movimientos de los potenciales atacantes, tanto que los terroristas de Hamás los golpearon con una mezcla de audacia y temeridad alimentada por el odio acumulado durante años, y utilizando medios analógicos invisibles para la tecnología israelí.

Se ha escrito mucho sobre la semejanza del ataque con el atentado de las Torres Gemelas de 2001 en Nueva York.

Los ciudadanos y el Gobierno de los Estados Unidos pensaban antes del 11-S en una especie de Guerra de las Galaxias como única amenaza posible, y el complejo industrial militar había gestionado unos presupuestos colosales para hacer frente a un desafío de esas características. El impacto emocional del destrozo provocado por los aviones estrellados contra las Torres Gemelas fue brutal. Llegó a decirse que los Estados Unidos habían sido violados.

Nadie podía haber imaginado que unos terroristas suicidas, que habían tomado unas pocas clases de vuelo, armados con unas rudimentarias navajas, pudieran ocasionar aquella catástrofe monumental. Tampoco los servicios de inteligencia norteamericanos, tan sofisticados y tecnológicamente dotados como hemos visto en cientos de películas, detectaron unos aspirantes a piloto que no tenían interés en saber cómo aterrizar una nave, que sólo querían conocer los rudimentos más básicos de la navegación aérea.

La primera respuesta de la ciudadanía, del gobierno de G. Bush, de los militares, de la CIA, del Pentágono, fue buscar a un culpable al que atacar como respuesta inmediata. Identificar al enemigo responsable para golpearlo en sus objetivos más valiosos, para bombardearlo, para hacerle pagar por el crimen cometido, para vengarse, para matar a los responsables allí donde estuvieran. 

Hubo un clamor internacional que compaginó la condena a los atentados, el pésame y la solidaridad a los estadounidenses con un llamamiento a la calma y a la mesura, a no responder desde la urgencia y bajo los efectos más belicosos del impacto del atentado. Y esa reacción que todos esperábamos tardó un cierto tiempo en producirse, y se justificó con la amenaza de las inexistentes armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. 

En estos días, contrariamente, en Oriente Medio no ha habido tiempo para nada. La respuesta de Tel Aviv fue casi instantánea, y la condena generalizada al ataque de Hamás y la empatía por las víctimas directas quedaron pronto sepultadas por el horror continuado, perseverante, vengativo en grado superlativo de la respuesta.

¿Cómo se pueden lanzar bombas, y bombas, y bombas sobre un territorio de altísima densidad poblacional sin evacuar primero a los civiles? ¿Cómo cortarles el agua, los alimentos, las medicinas, el combustible, a hombres, mujeres y niños que no pueden moverse de esa inmensa jaula que es Gaza? ¿Cómo exigirles que evacuen los hospitales sin destino establecido y en medio de una lluvia de bombas?

Si en un secuestro con rehenes un terrorista se parapetara tras una mujer con un niño en los brazos, ¿aceptaríamos que la policía matara a la mujer y al niño para poder abatir al criminal? Pues así está actuando el gobierno de Benjamín Netanyahu. Los tribunales lo decidirán, pero parece que estamos ante una actuación criminal tipificada como Terrorismo de Estado. 

Esto es lo que está pasando con Israel y Palestina. En síntesis: están matando a 157 niños al día, llevan así tres semanas y no van a parar; y nadie es capaz de detener esa barbarie.

Me pregunto si puedo hacer algo más que escribir unas pocas líneas en el diario; unas cuantas frases cargadas de impotencia y, también, ciertamente, de rabia. Al tiempo, me pregunto, horrorizado, qué haría yo si estuvieran matando a mis hijos o a mis nietos a bombazos; o de sed, o de hambre, o de miedo. ¿Qué haría?

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Joan del Alcàzar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de València.

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