Estados Unidos es otro continente, no solamente geográfico, sino mental: aquí las apariencias mueven las elecciones presidenciales que se resuelven desde hace tiempo no con datos objetivos, sino con campañas de comunicación y montaje eficaces que apelan a las emociones y no a las razones de los votantes, en gran medida desmotivados por el escaso impacto de sus voluntades. Ante las pulsiones que genera el consumismo capitalista, en 1968 las izquierdas creyeron poder desconstruirlas tras el lema de tomar los deseos por realidad: luego recocido en las aulas estadounidenses con recetas del postestructuralismo a favor de la defensa de la fluidez y las identidades –Max Aub calificó anticipatoriamente de turbión metafísico aquel existencialismo exacerbado–. Así, tras políticas de imaginarios diversos de compleja suma, algunos advierten las trampas del modelo neoliberal globalizado que tapa las diferencias sociales de los deplorables precariados, denigrados por Hillary Clinton en 2016, y ahora por Joe Biden, lo cual hace las delicias de las nuevas derechas digitalizadas que difaman sin red a sus enemigos.
Muchos de estos excluidos vuelven a votar azuzados por la guerra sensorial de las redes y por este expresidente Innombrable, el cual, velis-nolis, les canta verdades del barquero ya que no se han beneficiado de los privilegios de la globalización: cosmopolitismo, cultura, educación superior, poder adquisitivo, seguridad habitacional, laboral y/o sanitaria. Y así podemos recordar la eficaz pregunta de Ronald Reagan en 1979 sobre si los norteamericanos vivían mejor cuatro años después de Jimmy Carter, el aliterado I Like Ike de 1952, o el Yes We Can de Obama en 2008. Palabras en apariencia plenas, discursos y promesas que han ido vaciándose. Hoy, mayormente, la cofradía de la fe en el clavo ardiendo ….
Reclamos eficaces, sobre todo desde que este país se apropió de la utopía de la Atlántida moderna, la meca de la meca del éxito y del capitalismo, con “monedas en enjambres furiosos, [que] taladran y devoran abandonados, niños”, escribió Federico García Lorca tras la crisis de 1929. Gracias al imaginario cinematográfico, Hollywood nos enseñó a mirar para otro lado, a excusar las faltas del sistema, al apuntar hacia la teórica excepcionalidad de la libertad, que rodeaba al individuo y que presidía la bahía del Hudson, a la entrada del puerto de Nueva York. En la brillante película de Charles Chaplin El inmigrante, a su estereotipado vagabundo con bombín, rápidamente le enseñaban cuál era la línea divisoria entre buenos y malos, entre escogidos y abandonados, entre los de casa y los de fuera, que tenían que probarse, aunque al final, también encontrara todavía el solaz del amor, una vez dentro del territorio de los libres. Aquel británico, nunca estadounidense, que llegó a ser acusado de comunista por el macartismo, cuando había firmado una de las películas más brillantes sobre cualquier totalitarismo, entendió que el poder del capital se sustentaba sobre la explotación de los débiles, gracias al control autoritario de los uniformados que perseguían la frágil imagen del otro…
No perdamos de vista los fundamentos sobre los que se asentó esta nación, a partir de 1776: una república, esclavista, que no una democracia, fundada sobre la separación de poderes y el control de la ciudadanía y del voto, como el censitario de la elección presidencial, decidido por el grotesco Comité de Cuestiones Inacabadas del Congreso Constitucional de 1787, por y para élites blancas y masculinas. Algo de esto puede explicar parte de lo aparentemente inexplicable con el posible regreso al poder ejecutivo de ese individuo Innombrable para tantos, pero que muchos más nombran continuamente por la enormidad de sus declaraciones y actos. Porque si Hollywood ya supo vender el espectáculo y el éxtasis de sus películas con finales rosas, donde todas las utopías eran posibles, cómo no iba a tener este Innombrable, que se cree el más guapo de los matones del barrio, su sitio en la cúspide de la arena política narcisista de película B en bucle. Y si Hollywood patentó el regreso a la pantalla de títulos de éxito, como la saga de El Padrino, Parménides nos habló de la permanencia del todo, y Nietzsche del eterno retorno, Marx, a través de Engels, nos señaló que la tragedia se podía repetir como farsa. Así, este país ya eligió por dos veces a un irrelevante actor con el nombre de Ronald Reagan, y lo volvió a hacer, con peor gusto, con uno de la telebasura en 2016. Edgar Alan Poe, en su monumental poema del yo romántico, The Raven, no cesó de invocar el “Nevermore”, o lo que Antonio Machado tradujo poéticamente como “Hoy es siempre todavía”. Para expresarlo con la precisión gráfica de esos carteles de los pasos a nivel de los ferrocarriles franceses, el Ángel de la catástrofe del progreso de Walter Benjamin parece empeñado en regresar: “¡Cuidado, un tren puede esconder otro!”
En unos Estados Unidos en blanco y negro, conviven agresivos banqueros y vaqueros triunfadores armados de dólares, frente a la suave imagen de la simpatía desde la redondez del rostro del ratón Mickey
Así, en unos Estados Unidos en blanco y negro, conviven agresivos banqueros y vaqueros triunfadores armados de dólares, frente a la suave imagen de la simpatía desde la redondez del rostro del ratón Mickey, la cordialidad de la trompa de Dumbo y la magia de sus orejas voladoras que nos llevaron a la luna, o la solidaridad de los dálmatas, a pesar de estar ubicados en la urbe londinense. La cara desagradable de la discriminación, de la violencia, de la esclavitud, del racismo, de la corrupción en el cine negro de gánsteres se obvian con la amabilidad y la sonrisa del rostro de bienvenida de la América decente de “Mr. Smith viene a Washington” de Frank Capra, de las hamburguesas de infarto de Ronald McDonald, o la gran manzana neoyorquina.
Algunos afirman que, cuando este Innombrable se refiere al enemigo interior, se basa en los peores ejemplos del franquismo, o hablan de sus rasgos y gestos fascistas. Hasta la palabra ha aparecido en los labios de su oponente, algo excepcional en la política estadounidense. Pero para tantos votantes, el término está desprovisto de su significado histórico, –¡se tildó de ello a Franklin Delano Roosevelt en los años 1930!–, por mucho que una muchedumbre, atildados algunos con camisetas celebratorias de Auschwitz, hubiera asaltado el Congreso el 6 de enero de 2021.
Quizás habría que evitar atribuirle a este individuo ególatra, narcisista, mentiroso compulsivo, felón declarado, hiper masculino, un coeficiente intelectual superior al que maneja su psicopatía de manual. No hace falta cruzar el charco para encontrar el lenguaje de dominación, de exclusión, de discriminación, de violencia, de machismo, que esgrime repetidamente. En particular, ya lo exhibió el que probablemente es su modelo histórico: el primer presidente populista de los Estados Unidos, el general Andrew Jackson y fundador del partido demócrata. El hombre que se proyectó como defensor del pueblo contra las élites de Washington, el que unió intereses particulares y favores políticos a sus amistades para que acrecentaran su riqueza, como lo hizo él mismo, excluyendo y arrebatando tierra a los indígenas y declarando sin ambages la superioridad de la civilización occidental, representada por el hombre blanco, frente al atraso estructural de indígenas deportados y esclavos africanos. Ese mismo Andrew Jackson cuya efigie preside los billetes de 20 dólares, los más comunes en el intercambio fiduciario estadounidense y que el Innombrable se negó a reemplazar durante su mandato.
O también encontramos el espejo de James Buchanan, el presidente que dejó a la nación en vías de la guerra civil en 1861, tras cabildear a favor de la autonomía de los estados para decidir la cuestión esclavista, de la misma forma que hoy se dirime el derecho al aborto como decisión estatal, borrado por el Tribunal Supremo como ley Federal. Y, como en aquellos tiempos, el teórico cinturón de seguridad que representaba la idea de un Tribunal Supremo capaz de erigirse por encima de los intereses ejecutivos y legislativos, se muestra servilmente favorable a sus élites en una república de minorías, sin voto mayoritario popular para decidir la suerte de la elección presidencial. Lo cual puede volver a beneficiar a este Innombrable como en 2016, o como ya lo hizo con George W. Bush, en el famoso recuento de 259 papeletas en el Estado de Florida en 2000.
Frente al federalista Abraham Lincoln y su liberación de los esclavos a pesar de su reticencia sobre el tema de la igualdad, el Innombrable también imita a Teddy Roosevelt y su egolatría denunciada por Mark Twain, o Harry Truman y su obsesión anticomunista a pesar de su buena opinión sobre Stalin, tan cercana a la buena relación actual con Putin, o los planes de paz ad hoc de su yerno entre Israel y varias satrapías musulmanas, como un Jimmy Carter que logró el acuerdo entre Israel y Egipto en 1979.
Ahora bien, no esperemos que las elecciones estadounidenses se vayan a decidir sobre temas de política exterior que no sean los comunes de la repetición del aura permanente del Destino Manifiesto, como ya lo predijo José Moñino tras la paz de Versalles: sello del tratado de independencia de la joven república en 1783. A tal efecto, el constitucionalista James Madison la prevenía ante el dominio del conocimiento por la ignorancia como “prólogo de una farsa o una tragedia, o quizás ambas”. ¿“Nevermore”?
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José María Naharro-Calderón es catedrático de Literatura española y Estudios del Exilio en la Universidad de Maryland (EEUU).
Estados Unidos es otro continente, no solamente geográfico, sino mental: aquí las apariencias mueven las elecciones presidenciales que se resuelven desde hace tiempo no con datos objetivos, sino con campañas de comunicación y montaje eficaces que apelan a las emociones y no a las razones de los votantes, en gran medida desmotivados por el escaso impacto de sus voluntades. Ante las pulsiones que genera el consumismo capitalista, en 1968 las izquierdas creyeron poder desconstruirlas tras el lema de tomar los deseos por realidad: luego recocido en las aulas estadounidenses con recetas del postestructuralismo a favor de la defensa de la fluidez y las identidades –Max Aub calificó anticipatoriamente de turbión metafísico aquel existencialismo exacerbado–. Así, tras políticas de imaginarios diversos de compleja suma, algunos advierten las trampas del modelo neoliberal globalizado que tapa las diferencias sociales de los deplorables precariados, denigrados por Hillary Clinton en 2016, y ahora por Joe Biden, lo cual hace las delicias de las nuevas derechas digitalizadas que difaman sin red a sus enemigos.