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La degradación de los vínculos sociales

Pedro Díaz Cepero

Acostumbro leer con interés los comentarios que siguen a la publicación de mis artículos. Además de ejercitar la modestia, ayudan a situar el fiel de la balanza, si no de la opinión pública, si al menos de los que te leen. Te pueden iluminar rincones de interés que puedes o no haber percibido, pero que se han quedado fuera de campo por las limitaciones intrínsecas del género. Me refiero a los comentarios de “bidebi”(02/05/17) con los que coincido sobre mi artículo La realidad que nos atenaza.

“Esta falsa democracia, sin moral y valores, crea a su vez una ciudadanía no democrática, exenta de valores...”, y más adelante, “ … después de tanto tiempo viviendo en la mentira y desde la mentira, se retroalimentan la sociedad y la política...” –escribe “bidebi”–.

¿Alguien puede pensar que esta atmósfera viciada y persistente de corrupción no acaba por calar en el cuerpo social dejando señales claras de envilecimiento? ¿Se puede dudar del deterioro de la convivencia, tanto en la relación interpersonal más próxima, como en la comunicación diaria con terceros? Cada uno de nosotros podría mostrar pequeños  detalles de la vida cotidiana que transgreden la visión del hombre como animal civilizado y plenamente socializado. El egoísmo y el individualismo se desatan de forma salvaje en la más mínima intromisión de otros en nuestros derechos. Pero el sistema está interesado en minimizar estos comportamientos, incluso en disculparlos –el estrés, el trajín de la gran ciudad, un mal día...–,  propalando la falsa idea de un mundo feliz, habitado por héroes y por personas solidarias. Es una manipulación que oculta una realidad mucho más cruda, una forma de comprar nuestra inhibición. Y somos fáciles de contentar, nos conformamos con poco. Nos adormecemos para la protesta sólo con que nos dejen seguir comprando. La adicción consumista es funcional para el sistema, provoca desmovilización, y de eso se trata.

La lucha por la supervivencia diaria, el sálvese quien pueda instalado en la volatilidad de los compromisos, es un reservorio natural que fomenta las malas prácticas y la impostura. Especialmente en  momentos de crisis, el particularismo crece y las redes clientelares tejidas por las élites se fortalecen. Los peces gordos y pequeños están más interesados que nunca en sostener al poder que les da de comer, mantienen su adhesión sin reservas, mirando a otro lado si hay corrupción, bajo el hediondo mantra: “roban, pero son de los nuestros”. En la administración general del estado y en las autonomías, en  las instituciones y en las empresas financiadas en todo o en parte con dinero público, se encuentra una parte importante de la reserva espiritual del país, necesaria para que  la reproducción de la corruptela sea posible. Este es uno de los flancos de la degradación ética a la que venimos asistiendo, pero no el único, porque la desigualdad de oportunidades, los privilegios y abusos de algunos –en el ámbito laboral, por ejemplo– provocan también altos niveles de frustración e intolerancia que se manifiestan en la conducta.

El estilo de vida, el patrimonio, las relaciones de parentesco o los apellidos han venido marcando la diferenciación social, aunque muchos de los vicios se compartan. Se contagia similar tendencia al enchufe del familiar, al  trueque de favores, a la evasión de impuestos y a la corrupción, cada uno en su escala. Sin disculpar a ninguno, el apropiamiento de las élites, de mucha mayor envergadura, comprende el manejo y control en su provecho de los tres poderes del Estado, más el de los medios de comunicación. La deducción es sencilla: teniendo más poder se roba más y más impunemente.  Este es el legado infame que esta camada de políticos del PP, continuadora de la corrupción en el franquismo, está sembrando en la sociedad.

Para ilustrarlo, la ley laboral en vigor favorece la explotación del trabajador, insiste en su posición de vulnerabilidad y da alas al empresario sin escrúpulos para ahondar en ella con malas prácticas, difícilmente perseguibles con los medios actuales de la inspección de trabajo –hay un pozo sin fondo de fraude en la hostelería, por ejemplo–. Hablamos de sueldos por debajo del salario mínimo, de cobros en dinero negro, de horas extra no pagadas, de omisión del alta en la Seguridad Social o de alta por menos salario, o rebajando la categoría profesional, de horarios laborales abusivos, etc. Vamos a decirlo con claridad: el Gobierno del PP y sus propagandistas están utilizando la disminución de derechos laborales  para inducir de forma tramposa estadísticas favorables para el empleo, versus salida de la crisis. Está demostrado que éste no crece tal como muestran las cifras, sino que –salvo en momentos estacionales– se comparte, que descienden las rentas del trabajo en el reparto de la tarta.

En resumen, la corrupción está canibalizando todo el espectro de la escala social, es contagiosa y promueve la relajación muscular de la moral ciudadana, especialmente si ésta convive con una situación de precariedad. Se está creando una sociedad insana y tramposa que reza según la letra del conocido tango: “el que no roba es un gil”, que hace desconfiar al ciudadano de su vecino, y parece  que cada uno quisiera protegerse del engaño del otro. Esta es la emponzoñada herencia que dejamos a las nuevas generaciones.

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Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor.

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