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Qué es la escuela inclusiva y por qué hay tantas personas en contra

La educación como un hecho político hunde sus raíces en Platón. En su República, el filósofo griego dibujó la posibilidad de que el reparto del talento estuviese repartido independiente del origen o condición social, por lo que debía ser responsabilidad del Estado la búsqueda de su pleno desarrollo en todas las personas. 

De otro pensador clásico, Aristóteles, se entresaca la idea de que el ser humano es un “ser político”, un “animal político” (zoón politikón) porque vivía en la polis. Esto implicaba repensar nuevas formas de vida política, de organización, que todavía hoy, muchos siglos después, se siguen discutiendo. Uno de ellos es la escuela inclusiva

Fue también Platón quien defendió de manera premonitoria la posibilidad de que las mujeres tuvieran acceso al mismo tipo de educación que los hombres, y en idénticos espacios. Sin embargo, la escuela como mecanismo de segregación del actual modelo socioestructural sigue permitiendo que haya centros escolares en donde incluso aún se separa por sexos, siendo además estos los habituales hasta la segunda mitad del pasado siglo. 

La resistencia a la escuela inclusiva y la batalla por mantener los distintos mecanismos segregadores de la educación reglada son rémoras de otro tiempo. Estructuras detenidas en el tiempo, extraídas de una sociedad colonial, siguen hoy en día favoreciendo la separación o la división, en medio de la mayor fractura de la era actual: la de la conformación de nuestras mentalidades, contrarias ante la expansión de bulos y creencias a la cohesión social: el principal termómetro de la salud democrática de un país

Suspirar por “lo viejo” se ha convertido en la moda imperante, en una errónea concepción de la tradición que hunde sus raíces de forma selectiva no en lo que los grandes precursores de la pedagogía moderna idearon, sino en una especie de separatismo sociocultural. En este contexto se discute la posibilidad de diseñar un proyecto de escuela como un bien compartido, a semejanza de otras formas de organización social o humana que desde distintas disciplinas se han estudiado como posibles (recomiendo fervientemente el último libro de Kristen Ghodsee, Utopías cotidianas, para comprobarlo).

La resistencia a la construcción de una escuela inclusiva en la que cualquier niño o niña comparta tiempos y espacios educativos siempre adecuados a sus singularidades es parte de ese nihilismo moderno del que habla Clara Ramas en su ensayo El tiempo perdido. Sin embargo, la posibilidad de reinventar lo que hacemos y cómo lo hacemos para hacer de los centros escolares un bastión de cambio que remueve conciencias está ahí, y tiene que ser horizonte para cualquier forma de gobierno que se tache de progresista.

La convivencia con mayúsculas sólo es posible con la inclusión educativa y en una escuela intercultural. Se habla de ecología de la equidad para configurar un trazado académico en donde jóvenes con discapacidad, migrantes, familias en situación de pobreza o cualquier otro colectivo en riesgo de exclusión participen de la construcción de la revolución definitiva del concepto de diferencia, sin la cual los derechos humanos van a seguir siendo una efímera aspiración diseñada en despachos. 

Se puede argumentar que la inclusión “sale cara”, puesto que supone proporcionar todos los medios, apoyos y recursos para que toda la comunidad escolar participe de forma plena en cualquier actividad diseñada por la escuela. Sin embargo, el entramado que sostiene a una educación que separa, divide o segrega tiene un coste social infinitamente mayor, traducible también en términos económicos. En Desigualdad: Un análisis de la (in)felicidad colectiva (2009)​, Richard Wilkinson y Kate Pickett constatan con datos la relación directa entre la desigualdad y el aumento de las tasas de homicidios. Pocas cosas hay más costosas para una sociedad próspera que la inequidad y los desequilibrios. 

Una educación que separa, divide o segrega tiene un coste social infinitamente mayor, traducible también en términos económicos

Para analizar el grado de inclusión en un centro escolar, suelo fijarme en los consejos escolares, el principal órgano de gobierno de una institución educativa. Compuesto por representantes de todos los sectores, nunca he logrado ver a un alumno o alumna con discapacidad en los consejos escolares que me he topado en mis casi veinte años de profesión. Tampoco a ninguno de los etiquetados como de necesidades educativas, que cada vez son más en colegios e institutos. No es baladí: la representación de los colectivos más vulnerables en la vida social o comunitaria es reflejo de la salud inclusiva de una organización, grupo, organización o país. 

Cuando la niña afroamericana de seis años Ruby Bridges desafió los privilegios de una parte del planeta al comenzar a ir a una escuela para blancos en Luisiana (Estados Unidos), estableció un giro de guion; una salida de la senda marcada por esas rémoras de las que antes hablada. Al fin y al cabo, la exclusión educativa es como ese libro de texto que muchos profesores no dejan de seguir por temor a perderse o para reconocer de forma fácil el camino, como Hansel y Gretel en el cuento tradicional. Supone, también, cambiar nuestras prácticas. “Cíñete al libro de texto y no tendrás problemas”, se dice de manera simbólica en un momento de la película La profesora de literatura

Sin embargo, quemar las naves de una visión problematizadora de la educación, como diría Paulo Freire, supone mantener viva la llama de la esperanza: reorganizar espacios, inyectar recursos materiales y humanos de forma progresiva y reconfigurar nuestras prácticas para detectar qué posibles barreras hay en nuestra clase o en nuestro colegio, y de qué manera podemos solventarlas. Es posible: hay experiencias inclusivas de éxito en muchos puntos del planeta. Lo anacrónico, hoy, es resistirse. 

Se trata de entender por qué hay tantas personas en contra; comprender a qué nos conduce el mar en calma que supone que todo siga igual y de qué forma podríamos salir de la caverna, si regresamos a otro mito de Platón, el filósofo con el que abro y cierro este texto y que hace más de dos mil años ya hizo un primer mapa imaginario de la inclusión. Aquello que la humanidad, en términos de prosperidad y bienestar colectivo, precisa alcanzar. 

Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog

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