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Nuestro Macondo particular

Es una circunstancia paradójica el hecho de que en estos últimos meses se hayan estrenado casi a la vez nuevas versiones muy dignas en plataformas televisivas de éxito de tres novelas clave de la segunda mitad del siglo XX, si incluímos a la poética Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Este hecho puede suponer una oportunidad para recuperar la esencia deslumbrante de estos clásicos del llamado realismo mágico hispanoamericano. Pero, ¿son necesarias estas versiones desde un punto de vista de nuestro enriquecimiento cultural? Es decir, ¿es preciso que clásicos de esta envergadura sean llevados a la gran pantalla?

Con nuestra vena de intelectualismo melancólico, algunas voces en redes sociales y conversaciones se han pronunciado sobre el atrevimiento que supondría para ellos ver estas recientes adaptaciones en las plataformas que las emiten, sobre todo por la profunda decepción que les puede acarrear. 

Toda esta fenomenología no es nueva. Responde a la necesidad de reelaborar y reformular la noción de cultura, que ya planteaba Umberto Eco en Apocalípticos e integrados (1965). ¿Por qué cada vez que cambia el formato o la estructura de una obra perteneciente al canon se pone el grito en el cielo, incluso antes de haberla visto, leído o escuchado? 

La llamada cultura de masas permite un flujo de relaciones entre distintas revisiones del mismo hecho cultural que era impensable en el pasado, pero que es virtud del mundo moderno. Hubiese sido impensable en otros tiempos, por ejemplo, que el Quijote de Cervantes fuera versionado en un filme de la URSS en los años cincuenta del siglo pasado con el acento propio y genuino de la filmografía soviética de la época: ello es fruto de este flujo que amplía los límites del universo artístico, sobre todo desde el punto de vista de la recepción de las obras en distintos contextos.

Entonces, quienes disfrutamos, hace años y con menos experiencia, de la riqueza y complejidad de estas tres novelas hispanoamericanas, o quienes no lo hicieron del todo por el motivo que fuese, ¿acaso no pueden tener aquí la posibilidad de recuperar la esencia del mito y revisarlo con los ojos críticos de hoy, en otras formas actualizadas, donde quiera que se encuentren? Incluso puede ser que gracias a ellas se atrevan a leerse los libros por primera vez

Precisamente el vanguardismo de Pedro Páramo, Cien años de soledad y Como agua para chocolate valida aún más la tesis que vengo a defender: las obras de arte adaptadas tienen un nuevo valor situadas en un marco cultural amplio, más allá de sus versiones originarias y en relación con otras formas de entendimiento del mundo. Al final, representan un ejercicio de mestizaje artístico. Como mantiene Antonio Monegal en su ensayo Como el aire que respiramos (2022), toda producción simbólica “delimita un espacio de lo propio y ayuda al conocimiento del otro, favoreciendo no sólo la diferenciación sino también la interacción entre culturas”. 

Al igual que no podemos establecer comparaciones entre las creaciones Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y Laura Esquivel por encima de lo que nuestras limitaciones sociales y culturales nos permiten, no pueden ni deben ponerse al mismo nivel las obras originarias y las versiones al mundo del cine o televisión. No son comparables. A pesar de ello, producen en lectores y espectadores efectos estéticos complementarios según cómo las viven, y es ahí donde encierran su riqueza. 

Los que estamos al otro lado del océano tenemos nuestro particular Macondo en nuestro mundo cercano, y es en él donde podemos en todo caso proyectar la imagen que se trató de construir sobre los cimientos de este pueblo mítico

Los que estamos al otro lado del océano tenemos nuestro particular Macondo en nuestro mundo cercano, y es en él donde podemos en todo caso proyectar la imagen que se trató de construir sobre los cimientos de este pueblo mítico. Cada pueblo o cada ciudad donde crecimos será el más importante, nuestro Macondo particular. Creo que a ellos contribuyen estas versiones recientes, con sus luces y sus sombras.

Igual ocurre con el Comala de Rulfo: cuando Juan Preciado regresa, regresan nuestras obsesiones con él, nuestros miedos y, a veces, aquello que mezclamos con la irrealidad en un tiempo líquido que se plasma entre pantallas. Comala puede ser el pueblo de nuestros miedos, pero también el de los recuerdos de ese lugar donde crecimos y ahora, al volver, lo vemos devastado por la civilización, el cemento o la erosión del presente. Verlo recreado en imágenes hace que nuestra imaginación viaje por esos derroteros, o por cualesquiera que tengamos en mente.

El proyecto de llevar estos pueblos míticos a la imagen y la voz de personajes de carne y hueso en nuevos productos comerciales contribuye a sellar heridas abiertas en nuestra memoria, a contrastar y a revisar nuestro pasado con otros ojos. Un pasado que, como en muchas de nuestras vidas, también está marcado por la pérdida y la muerte de seres queridos, como en Pedro Páramo. O, simplemente, vivir amarrados a él, al igual que José Arcadio Buendía fue amarrado a un castaño en su periplo hacia la locura, proceso llevado a la serie con bastante brillantez.

Ese es el valor pedagógico de estas versiones que llegan a las pantallas para recrear lo real maravilloso. Una recreación cercana en lo posible a tal y como lo imaginaron Carpentier o Borges, sus artífices en el ámbito hispanoamericano, con respeto artístico a los elementos temporales y espaciales gestados décadas atrás, y eso es digno de destacar. Porque el arte es siempre búsqueda de nuevos derroteros expresivos, y aunque el universo simbólico no quepa en una pantalla con su detallismo o fidelidad, también puede estrecharse a los ojos del lector en la senda sinuosa de las páginas de un libro, al no encontrar, tal vez, ni el tiempo ni el lugar apropiado para acercarnos a él.

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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info

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