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Por una memoria histórica de la escuela

Hace falta actuar de una forma más firme sobre lo que yo llamo una memoria histórica escolar. Cada vez más, determinados círculos se envuelven de desesperanza ante un sistema educativo del que se cuenta que hoy en día las nuevas generaciones saben menos, que baja el nivel y que los adolescentes tienen más desinterés. 

La gramática me dice que me falta un segundo término de esta comparación si mantengo que algo está mejor o, en este caso, que la escuela está peor. ¿Peor que cuándo? ¿Peor que esos tiempos en los que a los diez años se terminaba la etapa obligatoria en la escuela, si es que se llegaba a esa edad?

Entre mis ascendientes y antepasados no tengo ningún maestro ni maestra que yo sepa. Es más, de mi familia fui el primero en acabar una carrera universitaria, en un tiempo en donde se nos daba a elegir entre estudiar o trabajar desde temprano. Muchos hacían ambas cosas incluso siendo muy pequeños. Pero que yo no cogiera la azada para trabajar los campos de mi familia, de entorno rural y agrícola, y prefiriese estudiar, no me convierte ni en mejor ni en mejor, como tampoco lo es la infancia que viví, no muy lejana en el tiempo. Sólo me hace superviviente de unos tiempos injustos. Unos tiempos llenos de desigualdades muy profundas.

La educación actual es compleja y convulsa, sí, pero también ha avanzado en el camino de ser más plural, democrática y diversa. Tal vez la única forma de que la escuela de este nuevo tiempo siga manteniendo la esperanza es trabajar firme por hacer visible su memoria histórica. En ello, las administraciones educativas y sociales tienen por delante un desafío clave, haciendo accesible a la sociedad todo ámbito de divulgación en papel, audiovisual y digital que contribuye a que el recuerdo del pasado siga latiendo. 

En el bello libro de Carlos Lomas La vida en las aulas (2002), el autor nos demuestra que la escuela tiene memoria y que la memoria, en muchos de sus rincones, se llena con retazos de escuela. De hecho, igual que podemos hablar de una “poética del recuerdo", podríamos hacerlo de una “poética de la escuela": un tapiz estético que nos ayude a recordar lo que fuimos y lo que somos. En una primera parte, a través de narraciones de Ignacio Aldecoa, Miguel Delibes y otros autores, Lomas nos dibuja un rompecabezas de experiencias en torno a la escuela, que se vuelve fantasioso por momentos y amargo cuando, pasados unos capítulos, llega a las semblanzas de Nicanor Parra en el Autorretrato de un profesor desgastado por el tiempo, o a la monotonía de las aulas plasmada en los versos de Antonio Machado o Vicente Aleixandre. 

Décadas de silencio nos llevan a seleccionar los recuerdos del pasado que guardamos con nostalgia. Por eso, sobreviven más en nuestra memoria las imágenes de aquellas maestras que nos dejaron huellas entrañables. En el poema “Fonema”, de Manuel Rivas, se habla de tiempos de la lección repetida al compás del maestro. En otro texto del mismo autor, el relato versionado al cine La lengua de las mariposas, se revisa con añoranza la relación de un niño con su maestro. En él se ve hasta dónde puede llegar la tragedia de una verdad sepultada, y lo que la escuela republicana aportó a los niños de aquel tiempo. Todo ello, junto a nuestros ecos singulares, puede formar parte de esa memoria de la escuela tan necesaria. 

Hay tantas escuelas como experiencias guardamos en los entresijos de nuestro recuerdo individual. En la memoria de unos, los gritos por llegar tarde; en la de otros, la rutina de aquellos madrugones en donde salíamos de la cama con las sábanas pegadas. En algunos, los que tuvimos la combinación justa de suerte y empeño, una historia de éxito; en esos otros que nunca llegaron, la repetida lección de desaprovechar la oportunidad o de dejarse llevar por quien no debían. Porque la memoria de la escuela es también la memoria de una eterna justificación, una especie de excusa permanente para que todo vuelva a ordenarse en nuestras cabezas y recobre sentido.

En un momento donde ya no hay que hablar de la necesidad de acabar con el analfabetismo como ocurría décadas atrás, la educación reglada debe mantener, en su presente, viva su memoria pasada

Yo me acuerdo de Don Tomás, el maestro de mi pueblo que nos enseñó a escribir, y que no dejaba que sacáramos las manos de encima del pupitre cuando cogíamos el lápiz. Recuerdo a Doña Clara, que siempre preñaba de dicha los oídos de mis padres cuando hablaba de mí, aunque luego tuviese mis baches en mi etapa de instituto. Pero también me acuerdo de que los excluidos simbólicamente para siempre, que son más o menos los que ahora van y vienen en el goteo eterno de esas expulsiones que nunca solucionan nada. En las memorias de estos chicos, la escuela tiene lagunas. En algunos incluso la escuela se borró de su recuerdo. Porque también hay una escuela sin memoria que hemos querido olvidar, y una memoria sin escuela.

La memoria democrática necesita de la memoria educativa. De una escuela oscura que no era de triunfos, pero en la que los niños ondeaban banderas cuando tocaba fotografía escolar de la promoción, muchas veces al lado de imaginería ideológica heredada de un pasado asfixiante que no podemos olvidar. Porque esa escuela también existió: una escuela inmortalizada en fotos en las que faltaban muchas veces las niñas, sobre todo a partir de que fuera abolido en 1939 el modelo coeducativo implantado en la Segunda República por ser contrario a los principios del Movimiento Nacional. 

La escuela con afán universalizador de hoy incorpora en sus temarios la existencia de una memoria democrática, hecho ninguneado para quienes con su equidistancia promueven la amnesia social. En un momento donde ya no hay que hablar de la necesidad de acabar con el analfabetismo como ocurría décadas atrás, la educación reglada, esa de la que todos formamos parte, debe mantener, en su presente, viva su memoria pasada. Nunca olvidemos que en nuestro planeta actualmente sabe leer y escribir el 86% de la población mundial, cuando hace sólo cuarenta años apenas se alcanzaba un 68%, según datos de la ONU.

La memoria histórica de la escuela debe permanecer férrea, ya que permite avanzar en los retos de esta era actual donde los escasos avances en educación inclusiva y segregación estructural siguen lastrando el progreso de las minorías. Porque, en el fondo, las escuelas se asemejan a lo que Jorge Luis Borges veía en los libros: una extensión de la imaginación y la memoria, individual y colectiva. Memoria, para no olvidar las páginas de ese pasado que acorralaba derechos sin cesar a golpe de represión. Imaginación, porque hemos sido y somos capaces de cambiar la historia, sin olvidar nuestra fragilidad y siempre creando futuros más democráticos, más vivibles y más humanos.  

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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info

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