¡Europa, desentrumpa tus drághimas!

Pau Rausell Köster

El siglo XXI se nos está yendo de las manos. Se suponía que era el siglo del progreso, la ciencia, la razón, la justicia social, el Estado de bienestar consolidado, el ecologismo triunfante, la igualdad como bandera incuestionable. Pero, a la vista de los acontecimientos, se está convirtiendo en el siglo de los lamentos. Y con razón. Porque por primera vez en décadas, el retroceso ya no es solo un espasmo pasajero o un contratiempo puntual en el avance imparable de la modernidad, sino un cambio de tendencia preocupante. Hasta Steven Pinker y su evangelio optimista de la evidencia empírica parecen tambalearse ante el último quinquenio.

Desde que cierto personaje anaranjado con un talento especial para la demagogia se sentó en el Despacho Oval hace dos ciclos electorales, el mundo ha entrado en una deriva social y geopolítica que desmonta, sin demasiado esfuerzo, las certezas progresistas. El pensamiento ilustrado bienintencionado, cultivado pero desconectado de la realidad política, se encuentra atrapado en una espiral de sobresaltos ideológicos y crisis de identidad. Mientras tanto, los autoproclamados defensores de la libertad (económica, pero no individual), el patriotismo rancio y la percepción distorsionado avanzan sin complejos, con el arrojo de quienes creen estar recuperando un orden natural que nunca existió.

Lo que antes eran principios fundamentales, ahora son los "tabúes de los progres", las reliquias de una élite desconectada que merece ser humillada públicamente

Y así, mientras seguimos empuñando las palabras mayúsculas que nos confieren la superioridad moral —Razón, Verdad, Progreso, Tolerancia, Libertad, Derechos, Justicia, Consenso—, nos van arrebatando, una a una, las colinas que parecían inexpugnables en la batalla cultural. La libertad reproductiva, las herramientas democráticas, el buen Estado, el feminismo (quizá el feminismo resista), la cultura de la paz, el multilateralismo, la información veraz, el ecologismo, el arte comprometido, el laicismo, la integración, el consenso científico, la cooperación, la progresividad fiscal, la idea de "más Europa"… ya no son consignas siempre victoriosas en la arena de la opinión pública. Ahora, cualquier tertuliano de redes sociales o "periodista ciudadano", con la seguridad de quien no necesita matices, las convierte en dianas. Desde Trump hasta Milei, pasando por Ayuso o Meloni, el desprecio a estos valores se exhibe con orgullo. Lo que antes eran principios fundamentales, ahora son los "tabúes de los progres", las reliquias de una élite desconectada que merece ser humillada públicamente.

Pero perder batallas diarias no significa haber perdido la guerra. La Historia no avanza en línea recta, y por mucho que la reacción se vista de nuevo discurso, sigue siendo lo que siempre ha sido: un intento de restaurar privilegios bajo la coartada de la libertad. En este punto, la lucha por Europa es la verdadera clave. No solo la Europa geográfica, sino la idea de Europa: un proyecto ilustrado, nacido del convencimiento de que el progreso no es solo una abstracción, sino un compromiso real con la justicia social y la equidad.

El Estado de bienestar no es un regalo, ni un lujo, ni una concesión condescendiente de los gobiernos. Es la estructura que permite que una sociedad funcione sin que sus ciudadanos vivan con el miedo constante a la indigencia. No nació de la nada ni es el resultado espontáneo del progreso, sino el producto de un esfuerzo deliberado, un invento europeo con raíces en la Alemania de Bismarck, refinado por el New Deal estadounidense y consolidado con la pátina keynesiana que garantizó estabilidad y prosperidad tras la Segunda Guerra Mundial. No es un adorno del sistema, es su columna vertebral.

Y, sin embargo, nos lo están desmontando. No porque sea insostenible, sino porque molesta. Porque demuestra que otro modelo es posible, uno en el que la riqueza no se justifica por la miseria ajena. Y así, mientras las hordas reaccionarias nos distraen con su guerra cultural de saldo, la ofensiva real ocurre ante nuestros ojos: el desmantelamiento meticuloso del único modelo de sociedad que ha demostrado ofrecer libertad real a través de la seguridad material.

Por mucho que nos esforcemos en el pesimismo, los datos son incontestables: Europa sigue albergando los países más prósperos, felices, igualitarios, saludables, innovadores, competitivos, democráticos, educados y eficaces del planeta

Porque, por mucho que nos esforcemos en el pesimismo, los datos son incontestables: Europa sigue albergando los países más prósperos, felices, igualitarios, saludables, innovadores, competitivos, democráticos, educados y eficaces del planeta. En cada uno de esos rankings que miden la calidad de vida. Y aunque no siempre estén todos los países de la UE, todos aspiran a estarlo. Porque Europa no es solo un lugar, es una idea, una referencia. Un modelo que, con todas sus imperfecciones, sigue marcando el estándar de lo que debería ser una civilización que se tome en serio la dignidad humana. Naturalmente que hay que deshacerse de los tics colonialistas y compartir poder con el mundo multipolar que emerge, y pedir muchas disculpas por nuestro pasado.

Pero hay que admitir, sin complejos que nuestra Unión Europea sigue siendo el horizonte factible más civilizado. Cuando dentro de 60 o 70 años el mundo, con sus 9.000 millones de habitantes, se decida a organizarse con un gobierno global, tendrá que mirar hacia Europa de finales del XX. No a China, no a Estados Unidos, no a los delirios autárquicos del nacionalismo del siglo XXI. Será Europa la que marque el camino, la referencia de cómo sociedades diversas, con historias de conflicto, aprendieron a integrarse bajo un sistema de cooperación, bienestar y derechos. Y cuando eso ocurra, el trumpismo se recordará por lo que realmente es: una rabieta reaccionaria, un revival cutre de la nostalgia por soluciones simples e imposibles en un mundo complejo. Los frívolos años 20 de Trump.

La nueva “Brújula de la Competitividad” no propone recetas milagrosas ni reformas esotéricas Simplificar, integrar mercados, mejorar los mecanismos de financiación para la competitividad, potenciar las habilidades de la fuerza de trabajo, coordinar mejor las políticas públicas. No es utopía, no son dogmas. Es, simplemente, sentido común y evidencia el enorme espacio de mejora que aún nos queda por recorrer. Mientras tanto, China como USA exploran los límites de sus propios modelos. Los problemas que han diagnosticado los informes de Draghi y Letta no son fatalidades ineludibles ni castigos divinos, y Trump es el revulsivo oportuno para sorberse los mocos de la autocompasión y moverse en la dirección del sueño europeo. Que sigue siendo el sueño de la razón ilustrada y los monstruos, a pesar de Goya, nacen en otros lados.

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Pau Rausell Köster es economista y profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València.

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