Golpeado por el odio: reflexiones tras un ataque homofóbico en Madrid

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Alan

La madrugada del 29 de septiembre, mientras el mundo parecía seguir su curso y las luces del Teatro Barceló brillaban con indiferencia, viví algo que jamás debió suceder. Algo que, en pleno siglo XXI, sigue ocurriendo a pesar de las apariencias de equidad. Quisimos salir de ese infame club de Madrid, cuando un guardia de seguridad nos atacó. Me lanzó al piso, nos insultó. Ahí, en el suelo, entre golpes y gritos de "maricón" y "te apesta la boca a semen", la homofobia, cruda y violenta, mostró el cobre de una ciudad que se pinta de arcoíris cada verano, pero que aún se mancha con algunos tonos de odio.

A la mañana siguiente, el agua de la ducha se tiñó de rojo. La sangre seca que escurría y el dolor no eran solo físicos, sino también el reflejo de la vergüenza que me atravesaba, del silencio que me envolvía. No les dije nada a mis padres, que estaban acá de visita, ni a mis amigos. Aparenté que nada había pasado, como si al esconder la herida, desapareciese.

La vergüenza tóxica sombreó cada rincón de mi alma, ese soliloquio interno, ese martilleo silencioso que nos consume por dentro. "Estas cosas pasan. Quizás fue nuestra culpa. Mejor dejarlo así", me susurraba, envolviéndome en la aceptación de lo sucedido y atrapándome entre la confusión y la culpa, la sumisión y la resignación, como si mereciera el maltrato por ser quien soy y amar como amo, como si la violencia fuera el precio que pagar por vivir fuera de la heteronorma.

Esa misma vergüenza se manifestó también en el silencio de quienes presenciaron sin intervenir; en las palabras de quienes insinuaron que alzar la voz me perjudicaría más; en las miradas que, sin pronunciarse, me gritaban que algo hice mal. Esa vergüenza no solo me amordazaba, sino que buscaba persuadirme de que fui artífice de mi propio sufrimiento.

Una semana después, una conversación con una querida amiga en Londres me sacudió del letargo. Ella, una exitosa abogada luxemburguesa y negra, me contó que no había sido aceptada por una plataforma de citas que presume de tener una "membresía selecta". La razón aparente: racismo. Porque, aunque el algoritmo no lo diga, la discriminación salpica los criterios, excluyendo sistemáticamente a quienes parecen no encajar. Reflejado en su frustración, quise compartirle lo que me había pasado en Madrid. Al verbalizarlo, sentí la rabia estallar dentro de mí, y entendí que el silencio no nos protege, sino que perpetúa la violencia.

"Levantar la voz te traerá represalias, van a intentar desacreditarte o, peor aún, manchar tu reputación", me advirtió mi círculo cercano. Pero me pregunté: ¿dónde estaríamos si quienes lucharon antes que yo hubieran guardado silencio?

En un país que proclama la equidad estos recursos deben ser de conocimiento general; nadie debería sentirse desamparado ante la persistente LGBTfobia

Decidí denunciar, y descubrí una red de apoyo: la Comisaría de Gestión de la Diversidad de Madrid, que persigue crímenes de odio, y Arcópoli, organización que brinda apoyo legal y emocional a quienes somos violentados por ser y por estar. En un país que proclama la equidad estos recursos deben ser de conocimiento general; nadie debería sentirse desamparado ante la persistente LGBTfobia.

Compartí mi historia, y descubrí una comunidad: cientos de mensajes inundaron mi bandeja de entrada. Mensajes de empatía, palabras de aliento, y relatos de discriminación y abuso, muchos de ellos —demasiados— en el propio Teatro Barceló. Me dieron ánimos, pero también me llenaron de inquietud y me hicieron reflexionar: ¿quién permite, solapa, y se colude para que continúe el negocio mientras el odio sigue vivo, mientras se sigue violentando a mujeres, y a miembros del colectivo LGBTQ+, en un sitio supuestamente seguro?

La homofobia y la violencia no existen en aislamiento, son problemas sociales que solo pueden combatirse colectivamente. No hace falta haberlas experimentado en carne propia —y tampoco ser homosexual— para reconocerlas, señalarlas, e impedirlas. Es un deber compartido, responsabilidad de todos.

Recordemos el verdadero significado de la Marcha del Orgullo en Madrid y en todas partes: conmemorar los disturbios de Stonewall, que, muy lejos de ser una fiesta, fueron una lucha. Los derechos que hoy disfrutamos no son fruto de la buena voluntad de partidos políticos ni un regalo de parlamentarios que acomodan su voto según les conviene en las urnas; han sido arrancados con esfuerzo y sacrificio, el legado de quienes se dejaron el pellejo y se partieron la cara. Mientras haya una persona que sufra por su identidad, callar nunca es opción, porque al callar, otorgamos.

Alzo mi voz para que esto no se repita, y para que, si vuelve a suceder, las víctimas sepan que no están solas, que hay recursos y que deben atreverse a denunciar. Alzo mi voz, también, por quienes, atrapados en el complejo entramado de sus circunstancias, aún no encuentran la forma de alzar la suya.

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Alan denuncia que ha sufrido una agresión LGTBIfóbica en Madrid.

La madrugada del 29 de septiembre, mientras el mundo parecía seguir su curso y las luces del Teatro Barceló brillaban con indiferencia, viví algo que jamás debió suceder. Algo que, en pleno siglo XXI, sigue ocurriendo a pesar de las apariencias de equidad. Quisimos salir de ese infame club de Madrid, cuando un guardia de seguridad nos atacó. Me lanzó al piso, nos insultó. Ahí, en el suelo, entre golpes y gritos de "maricón" y "te apesta la boca a semen", la homofobia, cruda y violenta, mostró el cobre de una ciudad que se pinta de arcoíris cada verano, pero que aún se mancha con algunos tonos de odio.

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