La Iglesia tras Francisco: ¿abrazar la incertidumbre?

Pareciera que el azar que rige el devenir de las sociedades se hubiera cebado con nuestras aspiraciones de futuro a lo largo de los últimos años. Sin ánimo de exhaustividad ni de retrotraernos al pasado más distante, baste señalar que la continuidad de la invasión rusa de Ucrania, el constante hostigamiento de Israel sobre la población gazatí o la guerra comercial desatada por Donald Trump en su regreso a la Casa Blanca dibujan un escenario internacional cuyo equilibrio se antoja cada vez más frágil y fragmentario. En otras palabras: vivimos en un muelle cuyos pilones se ven carcomidos por un oleaje inquieto, peligroso y traicionero.

En este convulso contexto, el fallecimiento del Papa Francisco es un factor adicional de inestabilidad. Tras la repentina retirada de Benedicto XVI, su llegada al Palacio Apostólico en marzo de 2013 dio lugar a una cierta reconciliación de la Iglesia con sus valores fundacionales, que nada tienen que ver con el posterior oscurantismo medieval prolongado en el caso de España por el nacionalcatolicismo franquista. Sin embargo, por mucho que Bergoglio se pronunciara a menudo en favor de los desamparados, de los migrantes e incluso de los homosexuales –llegando a autorizar la bendición de parejas del mismo sexo–, su legado resulta más estético que político, más teórico que práctico.

Operar en una institución que se dice intermediaria entre lo humano y lo divino, entre el aquí y el ahora y el más allá, no es tarea fácil para un simple mortal, más aún en sociedades crecientemente secularizadas donde la religión, con notables excepciones (acabamos de cerrar una multitudinaria Semana Santa), ha quedado relegada al ámbito privado. En efecto, la Iglesia no es lo que era y la muerte de un pontífice ya no marca valores tan altos en la escala Richter, si bien es cierto que la sacudida, dado el panorama internacional, podría ser esta vez mayor de lo esperado. Con más de 1.400 millones de fieles repartidos por el mundo, la Santa Sede sigue siendo una terminal de poder ineludible en cualquier pronóstico geopolítico de calidad.

Aunque el cardenal filipino Luis Antonio Tagle suena con fuerza en todas las quinielas, su juventud parece jugar a la contra

¿Qué esperar, por tanto, del sucesor de Francisco? Aunque el cardenal filipino Luis Antonio Tagle suena con fuerza en todas las quinielas, su juventud parece jugar a la contra (67 años no son suficientes para saludar desde el balcón de la Basílica de San Pedro), lo que apunta a un posible duelo entre el guineano Robert Sarah y el estadounidense Raymond Leo Burke. Es muy probable que este último, antiguo patrono de la Orden de Malta, cuente con el respaldo de las facciones más conservadoras, además de con el beneplácito de la Administración Trump, con la que ya coincidió en el cuestionamiento de las vacunas durante la pandemia del coronavirus. Su elección sería, además, un síntoma más de la progresiva derechización del mundo occidental, asediado desde hace un tiempo por una serie de crisis que la ultraderecha, en sus distintas variantes, ha sabido canalizar mejor que la izquierda para lograr sus objetivos. Sarah, no obstante, también encajaría en este perfil, pero la gran cantidad de cardenales electores designados por Francisco durante su papado podrían decantar la balanza del lado reformista (eso de “progresista” en la Iglesia suena a palabro impostado).

Elucubraciones aparte, lo que el próximo cónclave habrá de dilucidar es si el Vaticano decide profundizar en el replanteamiento de algunos elementos de la doctrina eclesiástica o sumarse al saturado carro de la reacción, haciendo compañía a líderes como Javier Milei, que describió a Bergoglio como “el representante del Maligno en la Tierra”. La primera opción, por supuesto, implica muchos más riesgos que la segunda, conduciendo inevitablemente a una suerte de redefinición del papel de la Iglesia Católica no solo como institución, sino también como comunidad religiosa comprometida con la justicia social. La segunda, por el contrario, conduce al catolicismo a anquilosarse en un pensamiento tan rígido que, privado de cualquier clase de movimiento o reflexión, acabará perdiendo tal condición, dando la razón a quienes caricaturizan la Iglesia como un oscuro nido de hipócritas con sotana, cuando en realidad es mucho más.

Las circunstancias han querido que la muerte del papa Francisco se haya producido escasos meses después del estreno en cines de Cónclave, la última película del cineasta alemán Edward Berger. En ella, el ficticio cardenal Lawrence, interpretado por el genial Ralph Fiennes, alerta a sus compañeros de que la certidumbre es la enemiga de la unidad, pues sin ella no habría misterio ni fe. De eso se trata, de abrazar la incertidumbre de una realidad cambiante, imprevisible y humana o de intentar someterla a viejas ideas que se han demostrado estériles y demasiado herméticas.

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Marcos Caballero de Mingo es politólogo y colaborador de la Fundación Alternativas.

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