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La izquierda en busca del tiempo perdido

José Manuel Rambla

La noche del 28 de julio de 1830, en un París inmerso en la revolución, grupos de insurgentes disparaban contra los relojes de los campanarios. La escena inspiró unos versos a Auguste Barthelemy y Joseph Mery que un siglo más tarde incorporará Walter Benjamin en sus reflexiones sobre la historia: "iQuién lo creería! Se dice que, irritados contra la hora, /nuevos Josués, al pie de cada torre, /disparaban sobre los cuadrantes, para detener el tiempo".

Detener un tiempo impuesto y opresor para construir un nuevo tiempo: libre, surgido del pueblo, revolucionario. La fuerza simbólica de aquellos hechos marcará el diálogo que la izquierda mantendrá con el tiempo. Con Marx el futuro se presentaba diáfano. El socialismo, la emancipación, era una meta refrendada por la ley de la historia. Pero no solo el futuro era incuestionable y seguro. También el pasado, con sus luchas y derrotas. Y sus símbolos. El 25 de enero de 1848 se izaba por vez primera, en el Hôtel de Ville de París, la bandera roja. Volvería a hacerlo veintitrés años más tarde durante La Comuna, para convertirse a partir de entonces en el emblema que fusionaba el pasado, el presente y el futuro de la revolución. Una memoria acumulada con banda sonora compartida: La Marsellesa, compuesta en abril de 1792 por Joseph Rouget de L’Isle. O aquella letra escrita por Eugène Pottier en la derrotada Comuna que, décadas más tarde, el compositor Pierre Degeyter convertiría en himno épico: La Internacional.

Durante más de un siglo, la revolución era percibida como esa “locomotora de la historia” que arrastraba el tren colectivo hacia la estación final del paraíso en la tierra. Es cierto que no faltaban voces como Rosa Luxemburgo que alertaban de la posibilidad de que ese destino no fuera un edén laico sino la barbarie. Pero las certezas parecían demasiado sólidas. Hasta que un día, como destaca el historiador Enzo Traverso, descubrimos que las vías del ferrocarril finalizaban en Auschwitz. O en el Gulag. Luego llegaría el desmoronamiento del socialismo realmente existente y se desvaneció el espejismo de considerar sus injusticias un precio cruel pero digno de pagar por la felicidad futura. El futuro se desvaneció del horizonte mientras Margaret Thatcher repetía su mantra TINA que nos negaba las alternativas y Francis Fukuyama decretaba el fin de la historia.

La izquierda ha pasado de sentirse empujada por los vientos de la historia a afrontar una acción política contrarreloj marcada por el avance neoliberal y ultraconservador. O la próxima cita electoral. O el último tuit

La orfandad de futuro podía ser, pese a todo, una ventaja. Con ella, la izquierda podría liberarse de esa mirada mesiánica que tan a menudo le llevó al dogmatismo y a la obsesión por los herejes. Por eso, lo más grave no fue tanto la pérdida del futuro como la pérdida del pasado. Es difícil saber adónde vas si se ignora de dónde vienes. El fenómeno no es nuevo. La filósofa húngara Agnes Heller ya destacaba a finales de los años 80 el distanciamiento que las nuevas rebeldías, como el movimiento antinuclear de aquellos años o, especialmente, el movimiento feminista, mantenían frente a las viejas rebeldías. La tendencia, con todo, se acentuó con el cambio de siglo y, como subraya Traverso, alcanzó su máxima expresión en movimientos como el Ocuppy Wall Sreet o el 15M. Para el historiador italiano, esta peculiaridad ha constituido su mayor fortaleza, ya que “no son prisioneros de modelos heredados del pasado”, pero también su mayor debilidad, al quedar “despojados de memoria”.

De este modo, la izquierda ha pasado de sentirse empujada por los vientos de la historia a afrontar una acción política contrarreloj marcada por el avance neoliberal y ultraconservador. O la próxima cita electoral. O el último tuit. Y además condenados, según Traverso, a “reinventarse por sí mismos” tras decidir hacer tabula rasa del pasado. Ese estado permanente de emergencia frente a lo inmediato, la ausencia de memoria compartida y la necesidad de reinventarse sin referentes, explican en buena medida la controversia y la angustia en que se halla actualmente la izquierda española con vocación alternativa.

Es curioso comprobar cómo hoy Podemos busca superar esa orfandad de memoria reivindicándose a sí mismo como historia. El partido que defiende con vehemencia Pablo Iglesias, por indicación de Ione Belarra, estaría así legitimado por la historia como motor de la izquierda. Eso sí, por una historia de patas cortas que comenzó a andar el 15 de mayo de 2011 en la Puerta del Sol. Esto les permite presentar a su organización y sus líderes, atacados todos estos años desde las cloacas del Estado y los medios de comunicación, como los “más perseguidos de la historia”. ¿Más que Julián Grimau? ¿Más que Ferrer i Guardia? ¿Más que los miles de militantes fusilados, encarcelados y torturados a lo largo del tiempo en este país? Tal vez, para superar esa amnesia, Yolanda Díaz optó por enlazar el proyecto Sumar con una tradición que en su discurso del Magariños entroncó con un amplio movimiento progresista que arrancaba con las revoluciones liberales del siglo XIX. Una conciencia histórica que, sin embargo, entraba en contradicción con el lema del acto donde se plantaba: “Hoy empieza todo”. La tabula rasa volvía a colarse en la “reinvención” de la izquierda.

Sin duda, son muchos los retos que la izquierda tiene por delante. Recuperar el tiempo perdido, reencontrarse con una memoria compartida de las viejas luchas y de las frecuentes derrotas, es uno de ellos, clave para recuperar el futuro. También para acumular críticamente las experiencias que la mantengan a salvo de los mesianismos dogmáticos de antaño y de las tentaciones de usar el ayer, incluso el ayer más inmediato, para legitimar el inmovilismo. Políticos, analistas sociales y periodistas nos vienen hablando desde hace mucho de la importancia de la transversalidad para entender los nuevos movimientos sociales. Y sin duda esa transversalidad, que no eluda las realidades de clase, será crucial para construir un amplio proyecto progresista. Pero también es imprescindible abordar una transversalidad temporal que nos entronque al pasado para evitar, si no las derrotas, al menos que nuestros intentos no se limiten a meras burbujas condenadas a explotar tarde o temprano en un estéril eterno retorno al punto de partida. Asumir, en suma, nuestro vínculo con la historia, sin mayúsculas. Conscientes del tiempo. Y con los pies en la tierra, como aquellos revolucionarios que apuntaban sus armas contra los relojes de París.

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José Manuel Rambla es periodista.

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