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Mafiosos a sueldo del Estado

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Dime con quién andas y te diré go home

Mario Benedetti

Los veo en la tele y es como si sus mascarillas, más que para no escupir las bolitas del bicho, sirvieran para esconder sus risas. Porque ellos se ríen, aunque aparenten una seriedad que al paso alegre de su paz ya no cuela: es la seriedad insana del cinismo. Las mascarillas dejan al descubierto ese aleteo de la nariz que presagia, como en un morse pactado entre los miembros de la banda, una amenaza. La respiración, pausada a ratos y otros violenta, nos asegura que no van a pestañear cuando intenten convencernos de que la tierra es plana y el sol sigue teniendo la cara iluminada de José María Aznar.

Cuando el delfín Pablo Casado dice que va a sacar toda la basura escondida en esa sucursal del franquismo que es su partido, lo que está diciendo en realidad es que tururú. Nunca, ni él ni sus incondicionales, van a abrir las ventanas para que salga el aire tóxico y entre el que pueda purificar sus almas más negras que las de los personajes de Dostoievski, pero sin el peso moral de la culpa que encorva muchas veces la espalda de aquellos personajes. La cueva de Ali Babá seguirá cerrada a cal y canto para que los discos duros de una ideología anclada en el autoritarismo y el desprecio a quienes piensan diferente no puedan sufrir alteraciones de ninguna manera y por ningún medio, como hicieron con los de Bárcenas fantasmas de curas y guardaespaldas de desagüe a sueldo del Estado. Para ellos, las cloacas somos los otros, quienes no somos como ellos porque no resulta fácil andar todo el día cavilando cómo convertir la vida de la gente en una emboscada.

“Cada cual acarrea su biografía / bajo el brazo”, escribe ese prodigio de escritor que es Harkaitz Cano en uno de sus enormes poemas. Y me sale una sonrisa -sin que sirva de consuelo ni de excepción a regla alguna- cuando pienso que Casado y sus colegas llevan su turbia biografía marcada bajo la mascarilla. Y la pasean sin rubor por todas las televisiones de esa España a la que dicen querer tanto, aunque sea el suyo un amor directamente relacionado con el dinero que, como unos sacamantecas de parodia bufa, son capaces de sacarle a las cuentas públicas para beneficio propio y de sus simpatizantes. Escucho cómo dice que va a tirar de la manta, caiga quien caiga de los suyos, y cómo añade enseguida que no sólo se trata de tirar de su manta sino de la manta de todos los demás. Y es ahí donde surge la risa del cinismo. Porque sabe que no va a tirar de la manta de su partido (si no lo obliga la justicia) y sí que no parará de tirar de esa otra manta que, si no existe, ya se la inventarán los de FAES y la prensa amiga (casi toda) para dejar bien claro que el único partido limpio del polvo y la paja de la corrupción es el PP.

En un país normal, ese PP sería un partido ilegal. Hasta, en algún momento, ellos mismos han pensado en refundarse y cambiar de siglas para que no huelan las nuevas a agua estancada y chatarrería de desguace. Sin embargo ahí están, ese partido y sus más públicos representantes, dándonos a todas horas lecciones de moral. Les da igual que la crispación política que expanden sin descanso sea una de las razones por las que el país europeo con más incidencia de la Covid sea España, su querida España, como cantaba Cecilia. Ellos tienen claro su objetivo: destruir al Gobierno de coalición sea como sea, con las mentiras de siempre, con los favores a veces de la justicia, con un apoyo mediático que hunde al periodismo en los barrizales de la vergüenza. Para desviar la atención del gravísimo caso Kitchen caso Kitchenhan decidido montar una guerra contra el Gobierno por la gestión de la crisis del coronavirus. Les importa un pito decir hoy una cosa y mañana su contraria. La única coherencia que mantienen es la de la lealtad a sus principios fundacionales: a la izquierda ni agua, a desalojarla como sea de ese poder que, por ley natural, sólo a la derecha pertenece.

Al final ya verán ustedes la conclusión: los Kitchen somos nosotros. Como si esa turba de mafiosos a sueldo de las cloacas del Estado fueran hermanitas de la caridad, al final resultará que somos nosotros quienes hemos vaciado la caja común y no ellos. Sus brunetes mediáticas no tienen empacho alguno en instigar y propagar el odio a esa verdad que nos incumbe a todos, en todos los órdenes de nuestra vida pública y, si mucho me apuran, también de la privada porque es muy difícil que la una y la otra no estén muchas veces estrechamente conectadas.

Veo la televisión muy poco, casi nada. No me sienta bien. Y no sólo porque todo el día y toda la noche estén dando la murga con el puñetero pangolín, sino porque ver en la pantalla a Pablo Casado riéndose bajo la mascarilla me provoca un gluglú de estridencias en las tripas. No puedo con ese tipo. De verdad que no puedo: y mira que era difícil superar la marca indigesta de Mariano Rajoy. Pero ya ven ustedes: hubo quienes pensaban que echar de su lado a Cayetana Álvarez de Toledo suponía un signo de cambio político e ideológico por parte del delfín de José María Aznar. Seguro que lo que usaban esos opinadores para sus predicciones no era el rigor analítico, ni siquiera el sentido común, sino sencilla y llanamente las cartas del Tarot. En fin…

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Alfons Cervera es escritor. Su última novela: Claudio, mira, editada por Piel de Zapa.

Dime con quién andas y te diré go home

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