La mujer ante la guerra

Mario García de Castro

Desde que Emile Zola publicó el J’accuse…! en L´Aurore a finales del siglo diecinueve, el problema de la postura del intelectual en tiempos de guerra fue un debate característico desde el inicio del siglo que vivió dos guerras mundiales. Al estallar la primera guerra, el escritor francés Romain Rolland publicó «Au-dessus de la mêlée», un manifiesto pacifista en el Journal de Genève mientras colaboraba como voluntario en la Cruz Roja de Ginebra donde se había autoexiliado. Rolland propugnaba que el único camino correcto que debía tomar el escritor en tiempos de guerra era no participar en la destrucción sino colaborar en campañas de socorro y humanitarias. Así que en ese otoño de 1914 en el que la mayoría de los escritores lanzaban su odio contra el enemigo, el escritor francés —que después obtendría el premio Nobel— pedía justicia y humanidad. El manifiesto tuvo un gran efecto y consiguió lanzar el debate sobre la postura de los intelectuales en la guerra y el escritor austriaco Stefan Zweig le respondió en la misma línea desde el lado alemán. Durante todo el periodo de entreguerras, Romain Rolland fue la conciencia moral de Europa, escribió Zweig, y recordó cómo por entonces todavía la palabra tenía autoridad porque la propaganda y la mentira aún no habían minado su credibilidad como ocurriría después en la segunda guerra, mucho peor y más brutal, cuando se rompieron todas las comunicaciones entre los países y Hitler convertiría la mentira en algo natural. Pero nada se obtuvo de esas actitudes y la desconfianza y el principio imperialista entre naciones se impuso sobre la búsqueda del equilibrio de intereses con un saldo de millones de jóvenes muertos. Más bien al contrario, en las posguerras siempre se ha recriminado la neutralidad o la incompetencia de políticos, diplomáticos e intelectuales ante la inminencia de la guerra.

En el periodo de entreguerras, entre 1919 y 1939, tampoco se hizo mucho para impedir que estallara finalmente una segunda guerra mundial en Europa, aunque muchos intelectuales europeos ya consideraron el golpe militar franquista del 36 en España como el anticipo de la próxima guerra europea y los líderes políticos eran más que conscientes de la advertencia que suponía. Durante esos años previos casi todos los intelectuales notables, incluidos Freud y Einstein, participaron en un debate internacional sobre la manera de evitar una nueva escalada bélica. Ya se había producido el golpe de Franco a la República en España y faltaba poco para que Hitler se anexionara Austria en 1938. Ante esta inminencia del expansionismo del Tercer Reich, y reclamada su posición en reiteradas ocasiones, la escritora inglesa Virginia Woolf publicó un libro titulado Tres Guineas en el que trató de anticipar sus reflexiones sobre lo que ya le parecía una realidad: la Segunda Guerra Mundial.

A los hombres les gusta la guerra porque encuentran en la lucha alguna gloria, una necesidad de satisfacción que las mujeres no sienten ni disfrutan. Consideraba que la guerra era un juego de hombres y que esa máquina de matar tenía sexo y era masculino

Tras exponer al lector las imágenes que tenía ante su mesa, las fotos que el gobierno asediado de la república española remitía a la prensa internacional sobre las víctimas entre la población civil (imágenes de cuerpos de hombres y mujeres mutilados, niños muertos, edificios en ruinas, toda la masacre de los civiles por parte de los bombardeos del ejército franquista), la escritora inglesa afirmaba que solo cabía una respuesta, por diferente que fuera la educación o la tradición que nos preceda, la respuesta no podía ser más que la conmoción y la turbación personal. Virginia Wolf sostenía que la guerra produce a todos, hombres y mujeres, horror y repulsión, resulta abominable y es una barbaridad monstruosa, por lo que debía evitarse por todos los medios. Pero a continuación desarrollaba su tesis feminista: pero ahora son los hombres los que emprenden la guerra. A los hombres les gusta la guerra porque encuentran en la lucha alguna gloria, una necesidad de satisfacción que las mujeres no sienten ni disfrutan. Así que consideraba que la guerra era un juego de hombres y que esa máquina de matar tenía sexo y era masculino.

La escritora estadounidense Susan Sontag lo recuerda en su último libro publicado antes de morir Ante el dolor de los demás, en el que escribe sobre la fotografía de la que partía Woolf como testimonio y apunta a la guerra española como la primera en la que se atestigua en sentido moderno (es decir por los fotógrafos profesionales que se sitúan en las trincheras y ante las víctimas civiles y cuya labor fue contemplada por primera vez en periódicos y revistas). En ese texto, su autora recuerda cómo fue precisamente la de Virginia Wolf la contribución más original de aquel debate para argumentar que la guerra no se podía evitar mientras se siguieran cultivando el modelo masculino de acumulación capitalista, vulgar competencia y abuso de poder patriarcal. Sontag también recuerda en su libro cómo la filósofa francesa Simone Weil, tras vivir los horrores de la guerra española en la que fue testigo de “la fuerza que mata”, de las matanzas y los cuerpos insepultos, y mientras trabaja clandestinamente de jornalera en Marsella por la persecución nazi, se dedicó a leer por las noches La Ilíada y tras esa concienzuda lectura escribió un ensayo sublime sobre la guerra basado en la leyenda primigenia de Homero. Allí sentencia que la violencia cosifica a quien está sujeto a ella, aplasta a los que toca y somete a vencedores y vencidos por igual. Weil se alejó por entonces definitivamente del concepto de clase social como clave histórica y concibió la barbarie como característica permanente de la naturaleza humana. Afirmaba que la guerra no la hacen hombres que reflexionan sino hombres que atacan y tiemblan como animales.

También la escritora judeoalemana Hanna Arendt reflexionó sobre la verdad como primera víctima de la guerra. Refugiada del nazismo en Estados Unidos, coincidió con Weil en estudiar La Ilíada para demostrar que la noción o concepto de la verdad en la historia del pensamiento se remonta a esta obra en la que Homero, la figura mítica del poeta de la antigua Grecia, decide exaltar la gloria del enemigo troyano derrotado y contemplar con la misma mirada a uno y otro bando en contienda. Arendt destacó la leyenda del poeta ciego, Homero, que por primera vez se exigió la vocación de imparcialidad para convertirse en narrador.

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Mario García de Castro es periodista y profesor titular de Información Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

Desde que Emile Zola publicó el J’accuse…! en L´Aurore a finales del siglo diecinueve, el problema de la postura del intelectual en tiempos de guerra fue un debate característico desde el inicio del siglo que vivió dos guerras mundiales. Al estallar la primera guerra, el escritor francés Romain Rolland publicó «Au-dessus de la mêlée», un manifiesto pacifista en el Journal de Genève mientras colaboraba como voluntario en la Cruz Roja de Ginebra donde se había autoexiliado. Rolland propugnaba que el único camino correcto que debía tomar el escritor en tiempos de guerra era no participar en la destrucción sino colaborar en campañas de socorro y humanitarias. Así que en ese otoño de 1914 en el que la mayoría de los escritores lanzaban su odio contra el enemigo, el escritor francés —que después obtendría el premio Nobel— pedía justicia y humanidad. El manifiesto tuvo un gran efecto y consiguió lanzar el debate sobre la postura de los intelectuales en la guerra y el escritor austriaco Stefan Zweig le respondió en la misma línea desde el lado alemán. Durante todo el periodo de entreguerras, Romain Rolland fue la conciencia moral de Europa, escribió Zweig, y recordó cómo por entonces todavía la palabra tenía autoridad porque la propaganda y la mentira aún no habían minado su credibilidad como ocurriría después en la segunda guerra, mucho peor y más brutal, cuando se rompieron todas las comunicaciones entre los países y Hitler convertiría la mentira en algo natural. Pero nada se obtuvo de esas actitudes y la desconfianza y el principio imperialista entre naciones se impuso sobre la búsqueda del equilibrio de intereses con un saldo de millones de jóvenes muertos. Más bien al contrario, en las posguerras siempre se ha recriminado la neutralidad o la incompetencia de políticos, diplomáticos e intelectuales ante la inminencia de la guerra.

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