Orbán, el 'putinismo' y la no intervención

Javier Pérez Bazo

Al cabo de casi una década he vuelto a Hungría. De aquel tiempo en el que residí en Budapest a esta parte, el país ha sufrido transformaciones de envergadura, debidas esencialmente a la gobernanza de la nación bajo el yugo autocrático de Viktor Orbán. Se recordará que su liderazgo del FIDESZ (Alianza de Jóvenes Demócratas, apellidada luego Unión Cívica Húngara), le condujo en 1998 al sillón de primer ministro de la República. Después de dos legislaturas socialistas, revalidó el cargo en otras tres ocasiones consecutivas. Hoy ejerce un cesarismo ultranacionalista no exento de políticas xenófobas, racistas y de declarada homofobia, apuntalando un régimen estigmatizado por la corrupción y el déficit de convicciones democráticas. Su sintonía ideológica con Vladimir Putin y los líderes de la ultraderecha europea es evidente.

Durante los cuatro años de mi estancia en la capital húngara tuve ocasión de saludar a Orbán un par de veces. La primera en octubre de 2010, tras la ruptura de una balsa que contenía residuos de aluminio, próxima a Kolontár y Devecser, localidades al noroeste de Hungría, con el peligro de contaminar el Danubio. Se le expuso la voluntad española de colaborar solidariamente ante la desgracia, pero de su gabinete nunca más se supo. Recuerdo que en el segundo encuentro, dos años después, reparé en su mirada recelosa, de descarado observador rayano con lo procaz; se mostraba arrogante, aunque esforzado por parecer afable; disimulaba con tópicos y poca gracia su escaso conocimiento de Andalucía, donde István Tiborcz, marido de una de sus hijas y conocido por lucrarse con contratas del alumbrado público —la misma especialidad, por cierto, que el hermano comisionista de Isabel Díaz Ayuso—, en la actualidad posee un negocio hotelero.

Viktor Orbán ha convertido Hungría en su predio personal. Si con instinto de conservación auspició su ingreso a la OTAN en 1999, en verdad no ha dejado de mirar de reojo a Putin y de aprender algunas lecciones básicas del putinismo. Cambió la Constitución, promulgó leyes electorales a su conveniencia y otras tendentes al control del poder judicial. Ha impuesto una especie de censura autogestionada, pues empresarios afines suyos han comprado la mayoría de los medios de comunicación. En ellos, al más puro estilo de los regímenes totalitarios, no cabe la crítica gubernamental y menos la disidencia; sí, en cambio, la desinformación y la reverencia propagandística. En su estrategia, hasta supo hallar el enemigo en quien descargar todos los males del país: el multimillonario y altruista americano, húngaro de nacimiento, George Soros.

De la asfixia y el cierre de empresas y negocios por vía de una legislación ad hoc se han aprovechado empresarios de la órbita del FIDESZ. Se ha estatuido la corrupción blindándola mediante argucias legales y consiguientemente impune. Al igual que el presidente ruso, Orbán se rodea de una camarilla de amigos y familiares cuyo interés no es otro que servirse de la exención de impuestos sobre el patrimonio y enriquecerse al margen de toda sospecha de prevaricación y de cualquier ética. El caso del yerno del primer ministro es apenas una punta de la cordillera de icebergs corruptos.

Los fondos de la UE han facilitado la inversión pública, pero también adjudicaciones codiciosas y nepotistas. El paisaje de Budapest ha cambiado a golpe de reformas urbanísticas, muy abundantes sin duda, pero por lo general llevadas a término con un coste muy superior al inicialmente presupuestado. Las obras surgen por doquier, desde la céntrica plaza Jokai al páramo embaldosado del Parlamento. Que proliferen las renovaciones se explica en parte porque la principal empresa suministradora de hormigón y piedra pertenece al padre de Orbán. Más impúdica, si cabe, fue la construcción en Felcsút, localidad de mil quinientos habitantes, de un estadio de fútbol con un aforo para cuatro mil personas; el contratista fue el alcalde, amigo de infancia del primer ministro y ahora dueño de más de un centenar de empresas. Los casos de corrupción son múltiples y no pocos los despropósitos. 

Advertido esto, sería injusto no destacar algunos trabajos de rehabilitación efectuados durante los últimos años: la del castillo de Buda con el Várket Bazar a sus pies es paradigmática; la muy lograda de la Ópera, e incluso la faraónica renovación del mismo Puente de las cadenas. Añádase a este haber el avanzado Proyekt Liget, próximo a la Plaza de los Héroes, sin duda la mayor iniciativa cultural y museística de Europa.

A ambas orillas del Danubio, Pest y Buda parecen perder el encanto por culpa del turismo masificado. A determinadas horas el Bastión de los pescadores se hace intransitable; los forasteros se apiñan en las termas de Széchenyi, vagan en grupo por los célebres locales “en ruinas” las madrugadas del fin de semana y comparten alquileres. El turismo ha contribuido a una subida de precios, ya poco o nada ventajosos respecto de otras ciudades europeas. Es la emigración temporal que miman Orbán y los suyos.

A dos semanas de las elecciones parlamentarias del 3 de abril, el mandatario húngaro y su corte creen haber hecho los deberes con suficiencia para ganarlas de nuevo. Sin embargo, estos comicios se presumen muy reñidos; pues el conservador católico Péter Márki-Zay acaso sea capaz de concitar el voto de la oposición. Por ahora lo único cierto es que el gobierno no está garantizando la transparencia, el pluralismo en igualdad y otros preceptos democráticos, según se advirtió recientemente en el Parlamento Europeo. Sirva como botón de muestra la adquisición sin reparo alguno de la mayor parte de los espacios reservados a la propaganda electoral. Además, la sesgada información institucional, la actuación de los medios y la alicortada libertad de prensa producen ciertamente inquietud, pero no más que los cambios en la normativa electoral. Más aún, al FIDESZ le sobran escrúpulos para “hacerse” con el imprescindible voto rural, baluarte de Orbán —me confiaba hace días el gran hispanista András Simor—, y el de los casi ochocientos mil gitanos.

Ante la próxima cita electoral, Viktor Orbán está evidenciando gran facilidad de reafirmación ideológica y de adaptación. Si en 2018 su credo político enarboló su xenofobia, demostrada en la crisis migratoria de Oriente Medio y Asia en 2015, y si han sido persistentes sus obstáculos al asilo, la invasión de Rusia a Ucrania y el subsecuente exilio masivo le ha puesto en situación comprometida. Se ha visto obligado a abrir las fronteras a los ucranianos tras el acuerdo de la UE y a otorgarles el estatus de refugiados legales. Si los primeros en llegar a la mítica estación Keletí parecían abandonados poco menos que a su suerte, pronto se tomaron medidas para proporcionarles servicios médicos y sanitarios, escolarización, ayuda para encontrar trabajo y alojamiento en hoteles, a los que a cambio se dispensa de algunos impuestos. La solidaridad del pueblo húngaro está siendo, como en otros países, ciertamente ejemplar.  

No puede privarse a sus habitantes del legítimo derecho a defenderse ante la invasión rusa, ni pretender que la OTAN desoiga la solicitud de ayuda armamentística

Durante los últimos días los medios españoles han alimentado el debate sobre la licitud de enviar armas a Ucrania. Desde luego, no puede privarse a sus habitantes del legítimo derecho a defenderse ante la invasión rusa, ni pretender que la OTAN desoiga la solicitud de ayuda armamentística. Tampoco puede argüirse la rendición como sola posibilidad de acabar con los horrores de la guerra. Quienes, pretextando la vía “diplomática” como alternativa para resolver el conflicto, rechazan la exportación de material de guerra a la resistencia ucraniana, parecen olvidar las gravísimas consecuencias que en agosto de 1936 tuvo para la República española el “acuerdo de no intervención”, suscrito por 27 países europeos y avalado por la Iglesia católica. El pacto prohibía exportar a España todo tipo de armamento bélico. El pacto pronto fue incumplido por Portugal, Italia y Alemania para favorecer a Franco con el resultado que conocemos. No extraña que Orbán, incapaz de contrariar a Putin, haya comunicado a través de su ministro de exteriores que Hungría no sólo se abstendrá de enviar toda clase de armas al gobierno de Kiev, sino que también ha prohibido el tránsito por el territorio húngaro de material bélico de países de la OTAN. Y ello, pese a la decisión de la UE de exportar armas letales al gobierno de Volodymyr Oleksandrovych Zelensky. El primer ministro húngaro sabe que tiene las elecciones a la vuelta de la esquina y, por tanto, que le conviene protegerse bajo una especie de pasividad consecuente o, lo que es igual, esconder la cabeza como el avestruz.

Mientras esto escribo, Rusia sigue asesinando mercenariamente. Con las muertes de ancianos, mujeres y niños, abominables crímenes de guerra y exterminio, Vladimir Putin pretende asolar, a modo de macabra metáfora genocida, la memoria de un país y el futuro de una Ucrania que defiende su tierra con uñas y dientes, guiada por sus lágrimas y la firmeza de arrancar la esperanza a la utopía.

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Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura, Universidad de Toulouse Jean Jaurès, fue director del Instituto Cervantes de Budapest (2008-2012).

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