Los peligros políticos del limbo
En estos tiempos en que la política se reduce al diseño de relatos, la inclinación de algunos dirigentes y exdirigentes por creerse sus propios personajes es una tentación. El problema está en que, como todo escritor sabe, construir buenos personajes no es fácil. Hay personajes complejos, cargados de contradicciones, que evolucionan durante la historia y a los que descubrimos nuevos matices cada vez que releemos. Y hay personajes planos, estereotipados, arquetípicos, incapaces de sorprendernos porque ya sabemos lo que dan de sí desde su primera aparición.
En el caso de la novelística política española, la tendencia de estos personajes a transformarse en caricaturescos está tan arraigada que es una de las claves del género. Sobre todo cuando la historia les arrebata la condición de protagonistas para relegarlos a papeles secundarios. Ahí están para demostrarlo Felipe González o José María Aznar, incapaces de asumir su patetismo cuando tratan de ejercer un tutelaje sobre sus sucesores que, a menudo, no deja de ser la súplica de un minuto de gloria póstuma. Y ese parece ser el destino asumido por Pablo Iglesias. El proceso siempre es el mismo. El personaje se sitúa más allá del bien y del mal y desde allí ejerce su pontificio. El problema es que quien se refugia en esos espacios nebulosos acaba flotando sin los pies en la tierra. En esto Iglesias no es diferente: de aspirar a conquistar los cielos ha terminado conformándose con vivir en el limbo.
Todo ello carecería de importancia si los universos paralelos existieran. Por desgracia no es así y, como ya nos advirtió Paul Éluard, todos esos otros mundos, al final, están en este. Así que las posiciones defendidas desde esos espacios ectoplásmicos acaban impactando en un aquí y ahora que tienen poco de idílico y demasiado de inhóspito. Un riesgo especialmente para una izquierda en la que nunca faltan sectores dispuestos a atrincherarse en inmateriales territorios de pureza.
Acusar a Díaz de menosprecio a Podemos resulta un ejercicio de patetismo por muchas adhesiones indignadas que logre en las redes
Esto viene a cuento de los dardos lanzados por Pablo Iglesia contra Yolanda Díaz y Sumar. Sin duda ha sorprendido su virulencia contra la persona que más esperanza y apoyos suscita en ese juego tectónico siempre predispuesto al choque sísmico que es la izquierda a la izquierda del PSOE. Tildar de “estúpida” la estrategia de la persona que el propio Iglesias designó unilateralmente como candidata, sin consultar a esas bases de Podemos que hoy se apresura a defender a ultranza, resulta cuanto menos chocante. A no ser, claro, que aquella decisión estuviera más cerca de la tradición del “dedazo” y el “destapado” del viejo PRI mexicano para elegir candidatos, que de la búsqueda de nuevas hegemonías defendida por Laclau. De hecho, con su salida de tono lo que parece transmitir es su nerviosismo a quedar olvidado en el rincón felipista de los jarrones chinos.
La sensación que queda es que Iglesias hace de ese nerviosismo el elemento de conexión emocional con buena parte de las bases de Podemos que ven con incertidumbre el futuro. Solo así se explica ese “respeto” reclamado hacia el partido, como una trasnochada muestra de honor mancillado. En cierto modo, la exigencia evoca esa otra expresión arcaica del “¡usted no sabe con quién está hablando!”, frase paradójica que escenifica a la vez un ejercicio de poder y la frustración de aquel que detenta una autoridad tan insignificante que ni siquiera es (re)conocida por su interlocutor.
Si el nerviosismo de Iglesias es psicológicamente comprensible, el de Podemos no lo es menos en el plano político. En estos tiempos vertiginosos el espíritu del 15M queda cada vez más lejos, el proyecto ha sufrido graves escisiones en Madrid o Andalucía y su implantación territorial no deja de ser raquítica: en Catalunya su espacio lo ocupa Comuns, mientras que en Euskadi o el País Valenciano compite en desventaja con Bildu o Compromís. La caída de votos es una constante y las expectativas ante las próximas citas electorales son preocupantes. Esto es lo que hay. Culpar de ello a Ferreras o a Villarejo no deja de ser una huida hacia adelante para evitar la autocrítica. ¿Cuándo el sistema ha tratado bien a las fuerzas disidentes? ¿Cuando Iglesias iba a los platós de la Sexta, Cuatro o Intereconomía? ¿Ahora que va a los estudios de la Ser? Acusar a Díaz de menosprecio a Podemos resulta un ejercicio de patetismo por muchas adhesiones indignadas que logre en las redes. Mal va un proyecto cuando la única indignación que hoy logra capitalizar es el ruido en Twitter.
A ello se añade otro fenómeno. El vacío que caracteriza a los espacios más allá del bien y del mal parece succionar la memoria de quienes lo habitan. Ello explica la amnesia respecto a lo que se decía ayer con la misma virulencia que lo que se afirma hoy. El resultado es una incoherencia que tira por tierra el mejor argumento. Un personaje contradictorio puede enriquecer un relato; uno incoherente acaba arruinándolo. Algo de esto le está pasando a Iglesias, que podría replicarse a sí mismo con solo echar la vista atrás. Basta recordar sus palabras en 2015 cuando arremetía contra la “vieja guardia” que exigía respeto a la marca de Izquierda Unida, a la que acusaba de no querer “caminar ni construir el futuro”. Entonces invitaba a los jóvenes de IU a “quitarse una mochila que no les corresponde”; de lo contrario, les advertía, “se ahogarán en el río”.
Bien haría Iglesias y sus incondicionales en no olvidar aquellas palabras. Y también en recordar las viejas enseñanzas de Heráclito: nadie se mete dos veces en el mismo río. Hoy el río ha cambiado y sus aguas bajan más turbias y turbulentas. Adentrarse en ellas cargando pesadas mochilas resulta más peligroso que ayer. Porque los torrentes de realidad, esos sí, no respetan nada ni a nadie.
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José Manuel Rambla es periodista.