Presumir y carecer de calidad democrática

4

Ramon J. Moles Plaza

Hemos podido ver varias lecturas de las protestas por el caso Hasél. Una primera se centra en la protesta en contra de su encarcelamiento y en la defensa aquí y ahora de la libertad de expresión. Una segunda evidencia que una parte de la población —básicamente joven— se suma a las movilizaciones porque vive con un hastío creciente la falta de perspectivas que hipoteca su futuro. Una tercera lectura apunta a que la protesta se ve amplificada por otros elementos más o menos violentos que aprovechan la oportunidad para organizar alborotos y saqueos. No se prodiga tanto una cuarta lectura de lo que sucede: estos hechos evidencian problemas en la concepción de la libertad de expresión en este país que vienen de muy lejos y que permiten cuestionar seriamente nuestra calidad democrática a pesar de los reiterados llamamientos del Gobierno a recordar que “España es un Estado democrático”.

Además del caso Hasél —estrictamente el que se refiere a su libertad de expresión, porque parece que también afectan a este señor otras condenas por otros hechos que nada tienen que ver con ello, como amenazas o agresiones a periodistas—, ha habido en España —según la organización Freemuse otros 14 casos de condenas a personas que han hecho uso de su libertad de expresión en un ámbito artístico, lo que nos sitúa por delante de Irán o Turquía, por ejemplo. Si sumamos los casos tramitados que no han terminado en condena serían aún más.

Y es que en España es delito la opinión de uno cuando básicamente reviste las características de blasfemia, de injurias a la Corona o de enaltecimiento del terrorismo. Así se ha pretendido, por ejemplo, que blasfemaron Willy Toledo o Leo Bassi, (ambos absueltos), o que injurió a la Corona el semanario El Jueves en 2007 (fueron multados dos periodistas) con su portada de los entonces príncipes de Asturias sobre el cheque-bebé de Zapatero, o en 1981 cuando el director del semanario Punto y Hora fue condenado a un año de cárcel por criticar en un editorial la visita del monarca a Gernika, o Arnaldo Otegi, a un año de cárcel, al denunciar las torturas sufridas por el director de Egunkaria, llamando al monarca “rey de torturadores” —sentencia que fue desautorizada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos—. Ya en 2017, el presidente de Catalunya Acció fue multado con 7.200 euros por organizar en 2012 una pitada al himno de España y al monarca en la final de la Copa del Rey. También se ha pretendido delito de opinión por enaltecimiento del terrorismo en casos como el del grupo musical vasco Soziedad Alkoholika para quienes, allá por 2004, se solicitó año y medio de cárcel por diversas canciones. Entre 2012 y 2015, 23 personas fueron condenadas por mensajes publicados en redes sociales. También es el caso de Valtonyc, el rapero exiliado desde 2018 en Bélgica. Finalmente, en 2018 se impuso a los hechos la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que había condenado a España a indemnizar a dos ciudadanos españoles por considerar que el que quemaran imágenes del rey no suponía un peligro que justificase limitar su derecho a la libertad de expresión.

La blasfemia, aun pudiendo ser una falta de respeto o de educación, no debiera ser delito por cuanto la religión y sus ritos forman parte de la intimidad de las personas y la medida de la ofensa de lo íntimo es necesariamente subjetiva y no debiera ser objeto de reproche penal por parte de un Estado laico, sino, en todo caso, de una sociedad civil respetuosa con todas las creencias (subrayo “todas” —no debiera excluirse ninguna— y “creencias” —que quedan en el ámbito íntimo de la opinión, no de la acción—). En fin: si alguien se siente ofendido en sus creencias que reclame civilmente, pero que no involucre al Estado, que debe ser laico.

En cuanto a las injurias a la Corona o a las personas institucionalmente a ella vinculadas, consistentes en dañar su prestigio, no parece razonable asimilar la fama de la institución o el símbolo a la de las personas físicas que se vinculen a ella con objeto de castigar penalmente algunas opiniones. Ejemplos hay en la historia de instituciones prestigiadas (coronas y papados incluidos) ocupadas en algún momento por individuos e individuas que no lo han sido. Hacerlo —vincular la fama de persona e institución— es debilitar y hacer un flaco favor a la institución por cuanto es muy dudoso que la fama o estimación de esta deba depender fundamentalmente de que se atribuya un hecho o cualidad determinados a los sujetos a ella vinculados. Si este fuera el caso, la institución demostraría estar ya con anterioridad seriamente deteriorada. Dicho de otro modo: si se quiere hundir la monarquía, vinculemos la institución directamente a los hechos probados del monarca emérito. Si queremos preservarla, distingamos claramente institución y sujeto. En resumen, la Corona como institución no debe poder ser injuriada precisamente por eso: porque es una institución que no actúa humanamente. Otra cosa será que los sujetos que la ocupen quieran, deban o puedan defenderse de injurias o calumnias, defensa que deberían poder ejercer en igualdad de condiciones y por las mismas causas que el resto de los ciudadanos.

El enaltecimiento del terrorismo apareció como delito en el año 2000 mediante una reforma del Código Penal pactada por PP y PSOE que ampliaba el anterior delito de apología del terrorismo a supuestos que en la práctica eran simples opiniones, y que se vio alimentada también en su momento por una importante agitación mediática que, en lugar de imponer sosiego, suele alimentar los instintos más primarios. La lógica indica que, sin embargo, para que una opinión pueda suponer cuando menos incitación al terrorismo debe incitar directamente y de modo inminente a cometer un delito de terrorismo o al ejercicio de la violencia, mucho más allá de la simple manifestación de una opinión, aunque sea en formato musical, que es lo que, entre otros casos, ha venido sucediendo.

Como indicaba al inicio, la cosa —castigar penalmente la opinión de alguien— viene de lejos. Precisamente por ello, y porque aún no se ha resuelto, Constitución del 78 mediante, no es de recibo apelar a la “calidad democrática” del modelo político surgido de la Transición como se hace con asiduidad desde el Gobierno. Primero porque 43 años después seguimos igual —como en tantas otras cosas—; y después porque mal asunto es tener que presumir cada dos por tres de la calidad democrática de un país: suelen hacerlo quienes carecen de ella.

____________________

Ramon J. Moles Plaza es profesor de Derecho Administrativo.

Hemos podido ver varias lecturas de las protestas por el caso Hasél. Una primera se centra en la protesta en contra de su encarcelamiento y en la defensa aquí y ahora de la libertad de expresión. Una segunda evidencia que una parte de la población —básicamente joven— se suma a las movilizaciones porque vive con un hastío creciente la falta de perspectivas que hipoteca su futuro. Una tercera lectura apunta a que la protesta se ve amplificada por otros elementos más o menos violentos que aprovechan la oportunidad para organizar alborotos y saqueos. No se prodiga tanto una cuarta lectura de lo que sucede: estos hechos evidencian problemas en la concepción de la libertad de expresión en este país que vienen de muy lejos y que permiten cuestionar seriamente nuestra calidad democrática a pesar de los reiterados llamamientos del Gobierno a recordar que “España es un Estado democrático”.

Publicamos este artículo en abierto gracias a los socios y socias de infoLibre. Sin su apoyo, nuestro proyecto no existiría. Hazte con tu suscripción o regala una haciendo click

aquí. La información y el análisis que recibes dependen de ti.

Más sobre este tema
>