El primer confinamiento nos dejó tal poso de amargura que caer en otro sin una respuesta política ordenada representaría un factor desestabilizante de nuestra convivencia. Pondría en jaque la legitimidad de la esfera pública. Y provocaría una desmoralización colectiva que aumentaría la tensión social.
Pero para lograr una buena respuesta política es necesario poner freno a uno de los factores que —junto al colapso del sistema sanitario— más ha contribuido a deprimir a la opinión: la conflictiva y calamitosa relación entre política y ciencia.
Es cierto que la relación entre políticos y científicos ha sido tradicionalmente de ignorancia mutua. Pero recientemente se ha convertido en un desencuentro permanente, que ha creado una enorme confusión en una esfera pública en la que los medios de comunicación no han logrado ejercer el papel de moderación que se necesitaba. ¿Cómo ha podido suceder esto en pleno siglo XXI y precisamente en el contexto de una sociedad que se llama a sí misma científica y de la información?
Las responsabilidades están compartidas. En primer lugar, pese a que algunos responsables políticos han invocado razonablemente criterios científicos, han sido muchos los que —como Trump, Bolsonaro, Obrador, etc.— han ignorado sistemáticamente las recomendaciones de los expertos. Por su parte, el sistema científico ha sido, en general, tímido, reactivo y vacilante en sus pronunciamientos: vulnerable a la presión política, no ha podido salir al paso a tiempo de la multitud de bulos, gurús y falsos profetas que han proliferado. Finalmente, un ecosistema mediático dominado por las redes sociales no ha logrado —salvo excepciones— contrarrestar la confusión reinante. Incluso la ha exacerbado, a veces, a base de sobredosis de emocionalidad y sensacionalismo. No ha conseguido, en general, dar con el tono sosegado, paciente y explicativo que requería la situación.
Así —sin referencias, confundida e irritada—, la opinión pública se ha movido entre la desconfianza, el escepticismo y el nihilismo. Lo que ha dado lugar al resurgir de teorías conspiranoicas, del pensamiento mágico e incluso de un cierto neo-autoritarismo. Factores todos que podrían deteriorar indeleblemente nuestras democracias. Por eso, cuando el Parlamento español ha aprobado un plan para la reconstrucción, y la UE está dando pasos adelante en materia de protección social, uno de nuestros primeros objetivos debería ser asegurar un diálogo constructivo y sosegado entre científicos, y hacerlo con la ayuda de los medios de comunicación.
Para ello, dos tareas son inaplazables. La primera, promover y consolidar una cultura científica básica entre la ciudadanía. Y la segunda, instalar una cultura mediática que esté a la altura de nuestro tiempo. Es aquí donde urgen reformas inmediatas.
Ha llegado el momento de pasar a la acción. Se trata, por un lado, de reforzar el sistema científico y convertirlo en un agente activo en el debate social. Para ello, es necesaria una nueva política científica que mejore tanto nuestros sistemas de producción de saber —laboratorios, centros de investigación, universidades, escuelas, museos, etcétera— como los sistemas de comunicación de la ciencia —universidades, escuelas, museos, medios especializados, etcétera. Pero, sobre todo, se trata de conseguir una completa alfabetización científica de la mayoría de la población. Con ella, cualquier ciudadano podría comprender cómo funciona el método científico, en qué consiste la investigación y qué confianza y cautelas se pueden adoptar en relación a sus avances.
Por otro lado, se trata de sostener e impulsar un nuevo ecosistema mediático capaz de asegurar la información veraz, el pluralismo, la independencia profesional. Esto urge precisamente ahora cuando —según el último informe del Media Pluralism Monitor— la independencia y el pluralismo parecen estar languideciendo en todos los países de la UE. En todo caso, también aquí la prioridad sería conseguir que la ciudadanía se empodere con la alfabetización mediática y disponga, así, de suficiente capacidad crítica para asegurar el derecho a la información.
El camino para alcanzar estos objetivos y reformas está, en buena parte, trazado por la UE. En materia científica, como respuesta al coronavirus, la CE supo lanzar en su día un ambicioso plan de acción de corto y medio alcance, pero ya disponía de una estrategia global. Una estrategia que se planteaba, entre otros temas, alcanzar una política de apertura completa de los datos de investigación que incluía a todos los ciudadanos. O sea, lograr un sistema científico menos esotérico, y más comprensible y abierto a la participación de los ciudadanos. También en materia de medios la UE tiene objetivos claros: luchar contra la desinformación y potenciar el periodismo de calidad; proteger la independencia y el pluralismo; reforzar los servicios públicos audiovisuales; conseguir órganos de regulación audiovisual independientes y afianzar nuevos derechos ciudadanos ligados a la digitalización y la Inteligencia Artificial; la protección de la infancia. Pero, sobre todo, la potenciación de una alfabetización mediática generalizada.
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Si estos objetivos se persiguen con constancia, y se acometen las transformaciones necesarias, seguramente habremos logrado vacunarnos pronto frente a una de las peores consecuencias de la pandemia: la desmoralización que provoca el frustrado diálogo entre ciencia y política.
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José Manuel Pérez Tornero es director de la Cátedra UNESCO de Alfabetización Mediática y Periodismo de Calidad
El primer confinamiento nos dejó tal poso de amargura que caer en otro sin una respuesta política ordenada representaría un factor desestabilizante de nuestra convivencia. Pondría en jaque la legitimidad de la esfera pública. Y provocaría una desmoralización colectiva que aumentaría la tensión social.