Es tarde y quiero dormir,
pero la noche está llena de muertos.
Carmen Castellote
La guerra y yo
Los veranos son la rotura del tiempo. Una pausa vocinglera entre las alergias de abril y los ojos de sueño con que miramos la llegada de septiembre. Un tiempo muerto, aunque suene a toda mecha la música de los festivales y las que llenan los recintos feriales de los pueblos en las fiestas de agosto. "Vivir sólo se vive en los veranos", escribía Caballero Bonald. Y sin embargo es como si esa vida fuera una vida envuelta en la retórica de la falsificación. Un baile de disfraces. La máscara veneciana lejos de los rigores del invierno. "Yo es otro", decía Rimbaud. Así en los veranos. Un tiempo para no calentarnos la cabeza. Relax total. Ya vendrá lo que tenga que venir cuando llegue el otoño. Mientras tanto, vivir a tope los días sin ningún desasosiego. Pongamos en punto muerto lo que somos. También los sitios de donde venimos. En los veranos no pasa nada, son como esos no lugares que se inventó Marc Augé hace unos años: no somos nada, nadie, en medio de la multitud. Seres anónimos que se extravían en las playas o por las sendas de los montes. Pero hay veranos en que pasan cosas, en que la vida se convierte en una emboscada, en que la sombra es el camino que te pone de espaldas a un muro y lo que queda es un reguero de cuerpos abatidos bajo los fusiles de los asesinos.
El 5 de agosto de 1939 esos fusiles acabaron con las vidas de cincuenta y seis personas. Todas muy jóvenes. Casi niños y niñas algunas de ellas. Cuarenta y tres hombres y trece mujeres. En la memoria colectiva, en la historia del horror fascista, quedan sus nombres. Sobre todo, por su juventud, las trece mujeres que recordamos como Las Trece Rosas. Era verano y la vida era otra cosa muy distinta a la tranquilidad que anunciaba el cinismo de los vencedores de la guerra. En abril de 1939 no empezaba en España la paz sino la victoria, como le dice Agustín González a un adolescente Gabino Diego en Las bicicletas son para el verano. Se ha escrito mucho sobre esos días de agosto. Entre la ciénaga vergonzosa del olvido la memoria de esas jóvenes siempre estuvo aquí. Era como el testimonio extremo del terror que el ejército rebelde ya anunciaba en los primeros días del golpe de Estado contra la República. Exterminar a quienes no piensen como nosotros: Mola, Queipo, Yagüe, Franco… y los ricos y la Iglesia y las derechas de entonces.
En la memoria de las derechas, tantos años después de aquellos crímenes, sólo habitan sus muertos. Los demás -los míos, los de muchos de ustedes- no cuentan
Hoy se repite la historia: los mismos ricos, la misma Iglesia, las mismas derechas diciendo que vivimos en una dictadura y que el franquismo fue una balsa de aceite y un tiempo de progreso. En realidad lo que quieren está muy claro: cargarse la democracia aprovechándose de las ventajas que ofrece a sus turbios intereses la propia democracia. En su memoria, en su cruelísima memoria, no caben las Trece Rosas, ni quienes cayeron bajo los tiros falangistas en las tapias de los cementerios, ni los huesos que se amontonan en las fosas como si no llevara dentro cada uno de ellos una historia, como canta mi querido Pedro Guerra en una de sus más terriblemente hermosas canciones. En la memoria de las derechas, tantos años después de aquellos crímenes, sólo habitan sus muertos. Por eso la hoy proclamada Ley de Concordia es un homenaje -otro más- a esos muertos. Los demás -los míos, los de muchos de ustedes- no cuentan. Apestan los nombres que cayeron defendiendo la República. Los borran del mapa de la historia, como en Madrid hizo hace nada ese alcalde al que los versos de Miguel Hernández le provoca sarpullidos.
Los veranos son un tiempo casi vacío bajo los toldos de las terrazas y las sombrillas de la playa. Nunca pasa nada. Eso dicen. Pero un 4 de agosto de 1939 cincuenta y seis jóvenes antifascistas, la mayoría de las Juventudes Socialistas Unificadas, fueron acusados de todas las maldades que cabían en la enfermiza vocación de exterminio que enardecía al fascismo. Entre las sentencias estaban las de esas chicas jovencísimas que en unas horas, junto a otros y otras de sus camaradas, fueron juzgadas y condenadas a muerte en uno más de los juicios sumarísimos cuyas conclusiones ya estaban dictadas de antemano. Hay ficciones y documentos históricos que cuentan sus vidas. Los camiones que las llevaban a la muerte. La mirada que no se humillaba al paso marcado por sus asesinos. La nobleza del miedo porque el miedo es algo que nadie nos puede arrebatar pues, como decía Benedetti, el miedo es una forma de coraje, y yo diría que también es una forma de orgullo por creer radicalmente en lo que nos hace profundamente humanos. Las palabras tan bellas y tan repetidas de Julia Conesa, que tenía 20 años aquel 5 de agosto de 1939: “Que mi nombre no se borre de la historia”. Cuando pienso en aquellos camiones renqueando hacia el cementerio del Este, cargados con las vidas de aquellas mujeres comprometidas con la República, me llegan los versos de Carmen Castellote: “y es como volver a ser niña, / entrar en un sótano oscuro / que es un coro y milagro de luz”.
Y por cierto: las Trece Rosas no fueron “fusiladas” el 5 de agosto de 1939. A ver si de una vez usamos las palabras como toca: fueron asesinadas, ¿vale? ¡Asesinadas! Pues eso.
Es tarde y quiero dormir,