Cuando Alberto Núñez Feijóo se decidió a liderar la revuelta de los barones, que hace ahora dos años puso fin al proyecto político de Pablo Casado, solo puso una condición: que nadie más le disputase el poder. Tenía que ser por aclamación o no sería. Sus aliados, en aquel momento encabezados por el presidente andaluz, Juanma Moreno, se lo concedieron.
Suyo fue en aquel momento el reto de reconstruir la unidad de un partido dañado por la división y los enfrentamientos internos, angustiado por el auge de Vox y acosado por un calendario electoral que comenzaría poco después en Andalucía y que culminaría al año siguiente con la celebración de elecciones autonómicas, municipales y generales.
Dos años después, la unidad, con el permiso de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, parece restablecida. La amenaza de Vox, en cambio, a pesar de que el PP avanzó las generales y los ultras retrocedieron, sigue existiendo. El mayor éxito siguen siendo las elecciones municipales y autonómicas, que, precisamente con la ayuda de la extrema derecha, han otorgado al PP una enorme cuota de poder. El mayor fracaso, en cambio, es enteramente suyo: no logró la mayoría que buscaba para llegar a la Moncloa.
¿Qué ha cambiado en el PP desde que Feijóo ocupó el sillón de Casado?
En primer lugar, la noción del expresidente de la Xunta como un político moderado. Ya casi nadie recuerda los tiempos en los que combatía a Vox y se refería a esta formación como la extrema derecha. Ni de cuando criticaba la falta de colaboración entre fuerzas políticas y la agresividad como norma en la dialéctica política nacional. Feijóo confirmó muy pronto que, pese a sus declaraciones iniciales, no se mudó a Madrid para rebajar los decibelios de su predecesor, sino para profundizar en el ruido y el combate feroz en las trincheras del poder.
El abrazo con Vox
Sobre Vox, la verdad se impuso muy temprano. Aún no había llegado Feijóo a Génova cuando dio su bendición a la decisión de Alfonso Fernández Mañueco, el presidente de Castilla y León, de meter por primera vez a los ultras en un ejecutivo autonómico. Aquí el actual líder del PP sí se distinguió de su predecesor. Pablo Casado marcó una frontera nítida con los de Santiago Abascal en la primera moción de censura que los ultras presentaron contra Pedro Sánchez, en el otoño de 2020, votando ‘no’ y mostrándose extremadamente crítico con ellos. Justo al revés que Feijóo, impulsor de una relación mucho más complaciente, que ordenó a su grupo parlamentario abstenerse en la segunda, votada en marzo de 2023, en la que los ultras presentaron como candidato al economista Ramón Tamames.
Feijóo, a diferencia de Casado, mantuvo transitables todos los puentes con Vox. Hasta el punto de que no dudó en transformarlos en sólidas alianzas después de las elecciones autonómicas y municipales de mayo con tal de asegurarse una inmensa cuota de poder que alcanza más de un centenar de ayuntamientos además de los gobiernos autonómicos de la Comunitat Valenciana, Balears, Murcia, Aragón y Extremadura.
Nunca sabremos cómo le hubiera ido al PP si hubiese mantenido el rumbo trazado por Casado tratando de competir por el mismo espacio político. Lo que sí sabemos es que la estrategia de Feijóo, al menos por el momento, no ha logrado la ansiada reunificación de los votantes de la derecha. Es verdad que en las elecciones de julio consiguió crecer a costa, en parte, del retroceso de los ultras, pero las encuestas indican que los de Santiago Abascal conservan un importante suelo de votantes.
De hecho, la fortaleza de Vox sigue siendo un quebradero de cabeza para Génova, que teme se convierta en un problema mayor en las elecciones generales, que Feijóo desea convertir en una demostración de fuerza del PP, en solitario, frente a Sánchez. Su prioridad es llegar a las próximas generales, se celebren cuando se celebren, con las manos libres para llegar a acuerdos sin necesidad de Vox, con la vista puesta sobre todo en el PNV.
Paz por territorios
Feijóo también ha triunfado, aparentemente, en las relaciones con los barones y, en particular, con Ayuso. Plantarle cara a la presidenta de Madrid, que exigía el control del PP en su comunidad, acabó costándole el puesto. Su sucesor, en cambio, optó por cederle todo el espacio en aplicación del acuerdo, más general, al que llegó con todos los barones: libertad para actuar en cada territorio a cambio de darle a él todo el poder en la dirección nacional.
Eso no significa que Ayuso haya renunciado definitivamente en la política nacional. Todo depende de que Feijóo no tire la toalla de aquí a las próximas elecciones y de que culmine con éxito su segundo intento de llegar a la Moncloa. En caso contrario, si se abre la sucesión, todos en el PP saben que Ayuso dará el paso al frente que espera una parte de la derecha mediática, el sector más radical del partido e incluso una buena parte de los seguidores de Vox.
Feijóo tampoco ha sido capaz de convertir la alianza de barones que le dio en un modelo político reconocible. Si existe el albertismo, nadie sabe todavía en qué consiste, más allá de una dirección en la que las decisiones las toma un grupo muy reducido de dirigentes que llegaron a Génova desde Galicia de la mano del propio Feijóo. Un grupo tan impermeable que muchos en el PP creen que el rasgo que mejor distingue el albertismo es la desconfianza.
Lo que Feijóo no ha cambiado es el desempeño electoral del PP. Al menos no lo ha demostrado todavía. Su antecesor en el cargo ya había puesto a su partido a la cabeza en las encuestas antes de que él llegara. A comienzos de 2022, la empresa GAD3 otorgaba al PP de Casado una ventaja de 3,4 puntos porcentuales en intención de voto sobre el PSOE, casi el doble de la diferencia que obtuvo Feijóo en las elecciones generales del año pasado (1,38 puntos).
El avance electoral en otros ámbitos, el municipal y el autonómico, es, como mínimo, compartido, y en algunos casos, como los de Andalucía y Madrid, claramente responsabilidad de los barones locales, Juanma Moreno e Isabel Díaz Ayuso. Feijóo, en realidad, ha fracasado en su intento de alcanzar la Moncloa, por más que se haya hecho con el control del Senado.
Al Gobierno, ni agua
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Donde la continuidad es total al frente del PP es en la tarea de oposición. A pesar de las expectativas que levantó su llegada a Génova, Feijóo ha dado una vuelta de tuerca a la estrategia, ya de por sí extrema, que Casado puso en marcha nada más comenzar la legislatura de la pandemia, negando al Gobierno la posibilidad de llegar a acuerdos tanto en materia de lucha contra el virus como en relación a asuntos clave, como la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), por citar sólo dos de los ejemplos más relevantes.
En el PP, la prioridad sigue siendo no dar a Pedro Sánchez ninguna victoria. Feijóo sigue negándose a renovar el Consejo, en funciones desde hace más de cinco años, e intenta por todos los medios torpedear en el Senado los presupuestos generales del Estado para 2024, aunque eso suponga poner en dificultades a sus propias comunidades autónomas, que de ese modo se verán obligadas a tener que cumplir objetivos más exigentes en materia de déficit público.
Feijóo también ha llevado mucho más allá la estrategia de la deslegitimación del Gobierno que puso en práctica su antecesor hace cuatro años. Acusa a Sánchez de haberse convertido en presidente a través de “un fraude” por estar impulsando una ley de amnistía que rechazaba antes de las elecciones y haberle negado a él la investidura pese a que el PP era el partido más votado. Para hacer imposible la legislatura, cuestiona además todas las instituciones que no controla, desde el Congreso al Tribunal Constitucional.
Cuando Alberto Núñez Feijóo se decidió a liderar la revuelta de los barones, que hace ahora dos años puso fin al proyecto político de Pablo Casado, solo puso una condición: que nadie más le disputase el poder. Tenía que ser por aclamación o no sería. Sus aliados, en aquel momento encabezados por el presidente andaluz, Juanma Moreno, se lo concedieron.