El Cabanyal, el símbolo de la caída de Rita Barberá

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Sergi Tarín

Ya no tirarán la casa, podéis descansar en paz”. La voz de las hermanas Pepa y María Villora se rompe junto a la lápida de sus padres, Josefa y Faustí, en el cementerio del Cabanyal.

Es lunes 26 de mayo, apenas unas horas después de una noche electoral que ha dejado fuera del Ayuntamiento de Valencia a Rita Barberá y su obsesión por derribar El Cabanyal, antiguo barrio de pescadores de Valencia, para prolongar la avenida de Blasco Ibáñez hasta al mar. Han sido 17 años (el plan se aprobó en 1998) de maltrato sistemático que han dejado un paisaje de congoja y enfrentamiento. “Ahora sabréis lo que es degradación”, llegó a decir Rita Barberá tras una de las primeras victorias judiciales de Salvem el Cabanyal, plataforma vecinal contraria a los derribos. El resultado del asedio es un gran lienzo a la vista de todos: solares, casas abandonadas, suciedad y permisividad con la venta de droga.

Y dolor, mucho dolor. A Pepa Villora le cuesta nombrar a la “innombrable”. A ella le culpa de los nefastos últimos años de vida de sus padres, que se empeñaron, por dignidad, en morir en su cama y en su casa. Y así fue. La madre siempre salía a la calle con la foto de la fachada en el bolsillo, como si fuera la imagen del primer nieto. Un día se encontró con Miguel Domínguez, entonces concejal de Urbanismo. “Mi casa se libró de las bombas de la guerra y de la riada de 1957. ¿Ahora usted, porque ha dibujado una línea con un lápiz, me la va a tirar?”, recuerda Pepa cómo su madre habló a Domínguez, quien huyó al coche oficial “rojo de vergüenza”.

A pesar de los 94 años que vivió Josefa, su hija cree que Barberá le recortó alguno más. “Se deprimió y un día ya no quiso salir de la cama. Se despertaba agitada preguntando si estaba en su casa”. Faustí, pastelero de la calle San Pedro, falleció el 2 de noviembre de 2010. Acababa de cumplir 100 años. A los ochos días le siguió Josefa.

Miedo y alegría

Son recuerdos, papeles raídos y un orgullo sencillo lo que también rumia Pepica Martí desde el tercer piso de su vivienda en la señorial calle de la Reina. En el segundo vivía la mediana, Antonia. Y en el primero la mayor, la inagotable tía Lola, quien escribía cartas al presidente de Consell Valencià de Cultura, Santiago Grisolía para pedirle que protegiera El Cabanyal, aunque jamás le hizo caso.

La instantánea de las tres hermanas Martí, de luto, golpeando paellas bajo el balcón del ayuntamiento es uno de los iconos de la resistencia. Pepica, aunque las piernas casi no le dejan caminar, es una mujer incombustible a la melancolía: “Estoy contentísima, es una lotería lo que nos ha tocado”. Pero con ciertas dosis de precaución. “Le tengo miedo a Rita, ¿sabe?”Rita. Y continúa: “Es que es muy mala. ¿No se meterá en otro sitio y seguirá atacándonos? ¿Seguro? ¿Me lo promete?”.

A Baberá le ha escocido especialmente la derrota en El Cabanyal, donde su mayoría absoluta se derrumbó estrepitosamente la noche del 24 de mayo tras pasar del 52,6% al 23,2% de los votos, una caída de 2.789 papeletas que le relegó al segundo puesto en beneficio de Compromís.

La negativa de una pescadera a darle la mano durante su visita en campaña al mercado del Cabanyal se convirtió en el símbolo de una revuelta silenciosa. Fue la constatación gráfica del fin de ciclo. Y en la rueda de prensa de renuncia al acta de concejal del pasado viernes, rehuyó referirse al Cabanyal. Quizá para no hacer balance de las 500 casas compradas cuatro veces por debajo del precio de mercado para abandonarlas y tapiarlas. O los solares llenos de charcas e inmundicia. O las numerosas bolsas de pobreza administradas como un veneno para la convivencia. En definitiva, familias sin recursos, ni luz ni agua, peones de la miseria en favor del plan de derribo. Una degradación de doble filo: patrimonial y humana. Y una herida difícil de suturar.

“Ha existido saña y rabia hacia nosotros”, opina Maribel Domènech, portavoz de Salvem el Cabanyal, a quien se le anegaron los ojos este sábado cuando la urna desgajó los 17 votos de la mayoría absoluta de Joan Ribó como alcalde. “Es un tiempo nuevo, se respira en el ambiente”. Domènech, vivaz catedrática de Bellas Artes, detecta en la calle una cierta levedad en los cuerpos y una sincera efusividad en el abrazo de gente que solo conocía de vista. “Nos hemos liberado, pero nos queda un trabajo inmenso por sanar lo dañado”, advierte.

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¿Alguna prioridad? “El reconocimiento a la gente mayor. Han sido nuestros héroes”, exclama Domènech, a quien no le resulta difícil el recuento con nombres y apellidos. Por ejemplo Joan Vicent Cuenca, muy enfermo en el hospital, quien lloró como un niño cuando el médico le prohibió levantarse para votar. O Cirila Lacasa, con nueve operaciones de cáncer y a quien el ex concejal e imputado en Nóos, Alfonso Grau, amenazó con llevarla a los tribunales “por desearle lo mismo que a mí y mi marido, quien se hundió el día que llegó la carta de expropiación y murió al poco tiempo”. Y muestra la foto de un hombre de piel tornasolada, un emigrante manchego que se desfiguró el rostro transportando barras de hielo al hombro. “Toda la vida trabajando para pagar el piso y que esta señora nos lo quisiera tirar. ¡Ni pensarlo!”, aún se enoja Cirila.

De hecho, aunque El Cabanyal respira un gozo prudente, resulta inevitable palparse la cicatriz. La de Angelita Danza es su marcha, hace cuatro años, del hogar donde nació, en la calle de la Reina, porque ya no podía subir las escaleras y no quiso hipotecarse en un ascensor. “Para qué, si igual me tiran la casa”. Y a pesar que desde su exilio en el cercano barrio de Ruzafa asegura “tener ya su vida resuelta” no ha podido evitar, en las últimas semanas, arreglar el balcón y pintar las rejas de puertas y ventanas, “que es lo que hacíamos cuando llegaba la Semana Santa Marinera”.

Un impulso de celebración y renovación es lo que ansía el vecindario. Y también a la reconciliación de un lugar con fuerte identidad de pescadores, pescaderas y cigarreras; pobre y marinero; de barcas con nombre de mujer pintadas de verde, blanco y azul, el color de los azulejos incrustados sobre las fachadas modernistas. Un espacio entre dos abismos, el pasado y el futuro, que desea por unas días o breves eternidades dedicarse a la tarea del recuerdo, la evocación y la certidumbre.

Ya no tirarán la casa, podéis descansar en paz”. La voz de las hermanas Pepa y María Villora se rompe junto a la lápida de sus padres, Josefa y Faustí, en el cementerio del Cabanyal.

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