Los cambios en la Ley de Memoria permiten recuperar los nombres de más de 50 víctimas 'olvidadas'
El Gobierno asume que las violaciones de derechos humanos se prolongaron más allá de la entrada en vigor de la Constitución. A fin de salvar la nueva Ley de Memoria Democrática, los partidos que forman parte del Ejecutivo han dado el visto bueno a abrir ligeramente el marco temporal alrededor del cual gira la norma. Así, frente a un proyecto inicial limitado al periodo comprendido entre el golpe de Estado y la promulgación de la Ley Fundamental, los diferentes grupos políticos han acordado ahora abrir una vía alternativa en el texto para que se pueda analizar el lustro que separa la Carta Magna del primer año de Felipe González en la Moncloa. Un movimiento que permitiría ampliar el foco a más de medio centenar de muertos a manos de la extrema derecha o las fuerzas del orden que con la redacción inicial habían caído en el olvido.
El paso se ha dado al calor de una enmienda impulsada por el grupo parlamentario EH Bildu. La modificación en cuestión ha consistido en la introducción en la Ley de Memoria de una nueva disposición adicional que obliga al Gobierno a poner en marcha en un año una "comisión técnica" que elabore "un estudio sobre los supuestos de vulneración de derechos humanos" entre la entrada en vigor de la Constitución y el 31 de diciembre de 1983. El objetivo es señalar "posibles vías de reconocimiento y reparación" de todas aquellas víctimas que sufrieron estas vulneraciones "por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos". Dicha comisión, según explican fuentes gubernamentales, estará formada por historiadores y especialistas.
Las modificaciones en ningún caso abren la puerta a investigación alguna. Al fin y al cabo, la competencia del nuevo fiscal de sala sigue acabando en 1978. Sin embargo, sí que sacan del olvido, aunque sea de un modo más simbólico, a un buen número de víctimas que habían quedado totalmente apartadas de la redacción inicial del texto. Según los datos recopilados por el investigador y periodista Mariano Sánchez Soler en su obra La Transición sangrienta (Península), solo entre 1979 y 1983 se registraron 61 muertos y 316 heridos como consecuencia de lo que el escritor denomina "violencia institucional": ataques procedentes de grupos de extrema derecha, guerra sucia contraterrorista, represión en la calle por parte de las Fuerzas de Orden Público o malos tratos y torturas bajo custodia policial.
Muertes en protestas y huelgas
La entrada en vigor el 29 de diciembre de 1978 de la Ley Fundamental no apaciguó los ánimos en las calles. Las protestas seguían siendo una constante. Y la represión de las mismas se hacía con violencia. A comienzos de marzo, Ursino Gallego, un muchacho de solo catorce años, moría por el impacto de una bola de goma cuando participaba en una manifestación contra la escasez de agua en la localidad madrileña de Parla. Y un par de meses después, perdía la vida la joven Gladys de Estal durante la Jornada Internacional contra la Energía Nuclear en Tudela (Navarra). Murió por un disparo de la Guardia Civil cuando participaba en una sentada que se organizó tras una primera carga de las Fuerzas de Seguridad.
El caso de la militante ecologista llegó a los tribunales, donde solo se condenó al guardia civil a año y medio de cárcel. La sentencia habló de "acción de omisión negligente no maliciosa", resaltando que el "arma se disparó" tras un movimiento brusco de la joven cuando estaba siendo empujada y golpeada con el subfusil, una versión que nadie ratificó. Se intentó que se aceptara la tesis del dolo y alevosía, pero el Alto Tribunal la rechazó: "Estos supuestos no permiten imputar la conducta del recurrente a título de dolo, tanto directo como eventual, y mucho menos engendran los elementos que la alevosía requiere para su apreciación". A pesar de estos hechos, el guardia civil fue posteriormente condecorado. Al menos, en dos ocasiones. Una durante el Gobierno de José Calvo Sotelo. La otra, con Felipe González.
Pocas semanas después de lo sucedido en Tudela, se registraba una huelga legal en el Mercado Central de Valencia. Y allí, con solo veinte años, Valentín González, un afiliado a la CNT, perdía la vida tras el impacto de una bala de goma a corta distancia, algo por lo que nadie llegó a asumir responsabilidades. También falleció como consecuencia de un disparo de la Guardia Civil cuando participaba en un piquete el transportista Valeriano Martínez. Y varios meses más tarde moría María Asensio Morales. Era marzo de 1981 y la joven participaba en una manifestación en Huércal-Overa (Almería) contra la intención de una empresa comercial de extraer agua de los pozos de la zona para regar unas fincas cercanas, algo que impedía a los agricultores locales seguir con el cultivo de naranjales y limoneros.
Del 'caso Almería' a las torturas de Arregi
La comisión técnica también tendrá sobre su mesa, con toda probabilidad, el llamado caso Almería. Ocurrió en mayo de 1981. Tres jóvenes santanderinos –Luis Cobo, Luis Montero y Juan Mañas– son detenidos por un grupo de guardias civiles cuando van camino de una comunión en la localidad de Pechina. Los muchachos, confundidos con miembros de ETA, fueron trasladados a un cuartel abandonado y, allí, torturados y asesinados. Sus cuerpos aparecieron abrasados en el interior de un Ford Fiesta, el coche que alquilaron cuando llevaban medio viaje hecho. Por estos hechos fueron condenados el teniente coronel de la Guardia Civil Carlos Castillo Quero, el teniente Manuel Gómez y el agente Manuel Fernández. Más de tres lustros después de la sentencia, el diario El País desveló que los guardias del caso Almería cobraron de los fondos reservados tras su expulsión del cuerpo.
No son las únicas víctimas muertas bajo custodia de las Fuerzas de Seguridad. El 13 de febrero de 1981, Joxe Arregi falleció tras ser interrogado durante varios días en la Dirección General de Seguridad. El joven de 30 años fue detenido por su supuesta pertenencia a la banda terrorista ETA. Y murió poco después de su traslado al Hospital Penitenciario de Carabanchel, donde según aseguró a El País un alto cargo del Ministerio de Justicia llegó "destrozado". El informe forense sostuvo que “los hematomas superficiales” y las “erosiones” demostraban la existencia de “violencias físicas” en el cuerpo de Arregi, que murió como consecuencia de “un fallo respiratorio originado por proceso bronconeumónico con intenso edema pulmonar”.
El caso Arregi llegó finalmente a los tribunales. El juicio arrancó en noviembre de 1983 con dos procesados: los policías Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales, instructor y secretario, respectivamente, del atestado policial contra el presunto militante de ETA. Y sólo un mes tardó la Audiencia Provincial de Madrid en dar a conocer su veredicto: absolución de los dos inspectores. El Supremo anuló la sentencia. La Audiencia volvió a dictar otro fallo en el mismo sentido. Y el Alto Tribunal acabó zanjando el asunto en 1989, cuando condenó a los dos policías a cuatro y tres meses de arresto, y tres y dos años de suspensión, respectivamente, “como autores responsables de un delito de torturas” porque, “estando obligados a conocer lo que sucedía en la investigación”, permitieron “el empleo de violencia física" contra Arregi.
De Yolanda González a la fuga del asesino de Pajuelo
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La investigación de Sánchez Soler también recoge alrededor de una treintena de asesinatos por parte de grupos "incontrolados" de la extrema derecha entre comienzos de 1979 y finales de 1983. Entre ellos, destaca el de Yolanda González, la joven militante del Partido Socialista de los Trabajadores que fue secuestrada por un grupo de militantes vinculados a Fuerza Nueva en su piso del madrileño barrio de Aluche, llevada a un descampado y asesinada de dos tiros en la cabeza. Por el asesinato fueron condenados Emilio Hellín e Ignacio Abad, mientras que a los otros integrantes del grupo se les castigó por allanamiento de morada y detención ilegal. Sin embargo, se impidió investigar a fondo si las armas que se habían utilizado pertenecían a la Policía, la Guardia Civil o el Ejército.
Una semana después, fue asesinado el militante de CNT y trabajador de Telefunken Vicente Cuervo. Recibió un disparo a corta distancia cuando protestaba contra un acto de Fuerza Nueva en Vallecas. Hubo detenciones, pero el crimen quedó impune. Algo similar sucedió con el asesinato de Arturo Pajuelo un par de meses más tarde. Quien fuera fundador de la Asociación de Vecinos Guetaria fue apuñalado por un grupo de ultraderechistas el Primero de Mayo. Tres años después, se procesó por el crimen a Daniel Fernández de Landa y Roca, un joven falangista. Sin embargo, nunca se terminaría sentando en el banquillo. Por aquel entonces, se encontraba en paradero desconocido.
De hecho, el tipo ha sido un fantasma hasta el pasado mes de mayo, cuando El País le localizó en México. Allí también se oculta, desde hace décadas, Íñigo de Guinea. Este otro ultra fue procesado, junto a Fernández de Landa, en el ataque al bar San Bao cinco días después de la muerte de Pajuelo. En aquella ocasión, los falangistas, armados con pistolas, machetes y palos, acabaron con la vida del joven Juan Carlos García y dejaron un herido de bala y otros tantos con contusiones.