LA JUSTICIA POR DENTRO

El difícil equilibrio del fiscal general del Estado: entre la dependencia del Gobierno y la imparcialidad

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz

El Tribunal Supremo va a tener que tomar una decisión trascendente. Dirimir si admite a trámite una investigación contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. El jefe del Ministerio Público informó el pasado 14 de marzo a los medios de comunicación de la causa abierta contra Alberto González Amador, la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. González Amador, autor confeso de dos delitos fiscales, se querelló contra la fiscalía por descubrimiento y revelación de secretos por informar sobre su caso. Si el Supremo, el único tribunal que puede juzgar al fiscal general, acepta la causa contra él y lo declara investigado, se producirá una situación insólita en la historia de la justicia española: el máximo responsable de la política criminal del Estado, el encargado de perseguir los delitos, imputado por haber supuestamente cometido uno. Él ya ha dicho que no va a dimitir.

El de García Ortiz no es un caso aislado. Se trata del enésimo ataque contra este cargo. Sea nombrado a propuesta de gobiernos socialistas o del PP. Desde la llegada de la democracia, los sucesivos fiscales generales se han encontrado especialmente expuestos a la crítica política. A menudo se pide su dimisión y, en dos casos, han sido reprobados en el Parlamento. Casi ninguno se libra de los embates de la oposición cuando sus decisiones, a juicio de sus representantes, coinciden con los postulados del Gobierno que lo nombró. Pero tampoco de los del Ejecutivo si el elegido toma distancia y se agarra a la autonomía que le da la ley. Ser jefe del Ministerio Público es una profesión de riesgo. Su titular es una suerte de punching ball a la que pegan todos en función de su posición ante los casos más sonados. Alguien a quien sus propios subordinados pueden cuestionar legalmente antes de asumir sus órdenes. 

Detrás de la controversia que genera el cargo está su regulación constitucional. En la norma fundamental, aparece entre los órganos del Poder Judicial, pero lo nombra el Gobierno. Una vez designado, su misión es defender la imparcialidad del Ministerio Público, la legalidad y la independencia de los tribunales. “Eso que en la Constitución parece tan claro, no lo es en la práctica”, explica Cristina Dexeus, portavoz de la conservadora y mayoritaria Asociación de Fiscales. “Como su mandato coincide con el del Gobierno, cada vez que aparece un caso que afecta a este se desata la polémica y como tiene entre sus funciones defender la legalidad, siempre estará en el punto de mira de unos y otros”.

“Al nombrar el Gobierno al fiscal general, la figura siempre está tachada de una suerte de pecado original”, explica Jesús Arteaga, presidente de la minoritaria Unión Progresista de Fiscales (UPF). “Lo que se ve es que esa figura representa al Ejecutivo, pero no es así ni debería ser así”, añade. “Una vez nombrado, es autónomo, y es desde esa autonomía que debería ser juzgado, para bien y para mal”, prosigue Arteaga, que recuerda que la independencia en sus funciones fue reforzada en 2007, cuando se impidió que el Gobierno pudiera destituirlo una vez nombrado.

Ese difícil equilibrio entre el nombramiento gubernamental y la posterior autonomía que debe defender es lo que coloca al jefe del Ministerio Público en medio de todas las batallas. La anterior fiscala general, Dolores Delgado, fue muy criticada por acceder al cargo directamente desde el Ministerio de Justicia, lo que provocó que el PP la sometiera a un fuerte asedio hasta que se vio obligada a dejar el cargo por motivos de salud. El penúltimo fiscal general nombrado por el PP, José Manuel Maza, fue muy cuestionado por su intervencionismo en la Fiscalía Anticorrupción, al frente de la que puso a Manuel Moix, en un momento en el que ese partido estaba rodeado de tramas corruptas como Gürtel, Púnica o Lezo. Tanto Maza como el actual titular del cargo, Álvaro García Ortiz, han sido reprobados en el Parlamento.

A la antecesora de Delgado, María José Segarra (propuesta por el PSOE), las presiones le llegaron sin embargo del Gobierno que la nombró, al apartarse de la posición de este respecto al juicio del procés -acusar a Carles Puigdemont y demás dirigentes solo por sedición- para defender la de sus subordinados del Supremo, que acusaron también por rebelión. Y lo mismo le ocurrió a Eduardo Torres-Dulce, nombrado por uno de los Ejecutivos de Rajoy. Con él en el puesto, el Ministerio Público pidió prisión para el extesorero del PP, Luis Bárcenas, en el caso Gürtel, algo que no sentó muy bien en Moncloa. También criticó al exministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón por retirar la reforma procesal que daba a los fiscales la instrucción de los delitos o por la reforma penal que puso en marcha. Acabó dimitiendo

Las relaciones con el Gobierno

Autonomía y dependencia, esa es la contradicción. Pero lo cierto es que el Gobierno puede pedir al fiscal general que inicie un proceso “en orden a la defensa del interés público”, según el artículo 8 de la ley que regula su Estatuto. Son dos los miembros del Ejecutivo que pueden dirigirse al jefe del Ministerio Público, el ministro de Justicia y el presidente del Gobierno. El fiscal general deberá decidir sobre “la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas” tras escuchar a la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, aunque lo que diga ese órgano consultivo no es vinculante. Tras tomar la decisión, sea positiva o negativa, deberá argumentarla al cargo que le hizo esa solicitud, según ese mismo artículo. Además, el responsable del Ministerio Público tiene el deber de dar cuenta al Ejecutivo de cualquiera de los asuntos en los que intervenga cuando lo pida, con la única limitación de que “no exista obstáculo legal”. Incluso puede ser llamado a informar ante el Consejo de Ministros “en casos excepcionales”.

“El fiscal general no tiene por qué ser la correa de transmisión del Gobierno”, continúa Dexeus. “La posibilidad de que el Ejecutivo inste al fiscal a esas actuaciones tiene un límite muy claro, el interés público”, tal y como establece el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. “Además tiene el deber de consultar a la Junta de Fiscales de Sala, que es la que tiene que decidir si ese interés público existe o no”, añade. “En esos casos en los que interviene el Gobierno, la transparencia y la publicidad deberían ser máximas”, concluye la fiscal de la AF. Arteaga, de la UPF, considera que habría que reformar la formulación de ese artículo para mejorarlo. “La fiscalía desarrolla la política criminal que marca el Parlamento con las leyes. El Gobierno puede instar la actuación del fiscal general, pero este no tiene por qué hacerle caso necesariamente”.

La dependencia jerárquica de todos los fiscales del fiscal general nombrado por el Gobierno es otro de los motivos que da pie a cuestionamientos políticos de uno y otro lado. Por eso, el Estatuto de la Fiscalía establece un mecanismo para los casos en los que uno considera las órdenes de sus superiores contrarias a la ley o improcedentes. Es el famoso artículo 27 que invocaron los fiscales díscolos del procés al negarse a solicitar al Supremo que aplicara la ley de amnistía a los condenados y procesados por ese caso. El superior que haya dado la orden está obligado a debatir la cuestión en una junta de fiscales. Pero la decisión de este órgano consultivo no es vinculante y al final es el jefe el que tiene la última palabra. Y el jefe de todos, en última instancia, es el fiscal general.

Pero es que, además, la Fiscalía en su conjunto depende económica y funcionalmente del Ministerio de Justicia y de los gobiernos de las autonomías, lo que también incide en su percepción de parcialidad. Acabar con ello es una reivindicación histórica de sus miembros. “A diferencia de los jueces, que tienen el CGPJ, nuestra organización interna la lleva el Ejecutivo, lo que nos convierte en un órgano tutelado”, sostiene Dexeus. “Hasta los concursos o los expedientes disciplinarios los decide en última instancia el ministerio”, añade. “Necesitamos un presupuesto singularizado como el del CGPJ para que sea la Fiscalía y no el Gobierno el que decida sobre el personal y los gastos”, afirma la fiscal de la AF. Arteaga recuerda que esa dependencia tiene implicaciones prácticas. “La Fiscalía no puede gastar nada. Pero, por ejemplo, en una investigación secreta, tiene que pedir fondos al Gobierno o a la comunidad de turno”, explica. “No somos nostros los que decidimos si una fiscalía necesita más personal en función de su carga de trabajo. Es Justicia y Hacienda quiénes deciden”. 

Desvincular los mandatos

La Comisión Europea y el Grupo de Estados Contra la Corrupción del Consejo de Europa (Greco) creen que el sistema de elección del fiscal general y la vinculación de su mandato al del Gobierno que lo nombra puede afectar a la percepción de independencia de la institución. La Comisión, en su Informe sobre el Estado de Derecho de 2022, ha recomendado que se elimine esta previsión legal de tal manera que el Ejecutivo se vea obligado a heredar un fiscal nombrado por el anterior. Además de esa medida, el Greco ha recomendado a España reformar el sistema de selección del jefe de la Fiscalía, lo que implicaría una reforma constitucional. Pero, hasta el momento, no se han producido avances en ese sentido.

Dexeus se muestra favorable a que el fiscal general tenga un mandato de cinco años, lo que le obligaría a ejercer sus funciones con gobiernos de distinto signo. “No es lo mismo actuar sabiendo que le debes tu cargo a un partido que hacerlo cuando sabes que puedes tener que actuar ante un Ejecutivo de otro signo político. Sería muy sano”, señala. Para Arteaga, sin embargo, desvincular el mandato del jefe de los fiscales del Gobierno daría una imagen más autónoma, pero plantearía una serie de problemas. “Cada Ejecutivo elige a un fiscal general que, a priori, sea compatible con las políticas que pretende llevar a cabo”. Por eso se muestra escéptico con que se pueda poner en marcha una reforma de ese tipo. “Ningún Gobierno va a querer a un fiscal con una sensibilidad ideológica distinta”. El presidente de la UPF considera que la reforma del 2007 que impidió que el Ejecutivo lo pueda destituir hace que su autonomía “sea más real”.

Solo reforzando la apariencia de autonomía e imparcialidad se podrá poner en marcha una de las reivindicaciones más extendidas entre los fiscales. Que sean ellos los que lleven la investigación de las causas penales y no un juez, como hasta ahora. Tanto el último Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero como el primero de Mariano Rajoy y el de Pedro Sánchez han tratado de impulsar esa reforma legal, pero los dos primeros proyectos decayeron. "Los fiscales estamos más cualificados que los jueces para investigar delitos, pero para hacerlo nos tienen que dejar hacerlo bien", opina Dexeus. "Si de verdad hay un interés en que nosotros llevemos la instrucción es algo que se puede hacer perfectamente", argumenta, por su parte Arteaga. Para ello, "hay que mejorar y pulir la autonomía de la fiscalía y dotarla del personal y los medios necesarios para poder hacerlo", concluye. Según el líder de la UPF la imparcialidad actual los fiscales está fuera de dudas y siempre existirá la posibilidad de recurrir sus decisiones a un juez. Y recuerda: "Los casos mediáticos en los que pueda haber presiones políticas ni siquiera llegan al 1%".

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