Más allá del gran carnaval
Hay gente que piensa que la democracia es un mal necesario cuya función es legitimar al poder económico y que, por lo tanto, es susceptible de manipulación para que sus resultados electorales sean favorables al interés del mundo del dinero. De hecho, diría que hay mucha gente que piensa de esta forma en relación a la altura que ocupan sus despachos en los rascacielos que pueblan las zonas financieras y empresariales de las grandes ciudades. Pero no sólo. Esta manera de discurrir es la que se desprende de la conversación entre el comisario Villarejo y el periodista Antonio García Ferreras: dos personas con poder decidiendo que era menester turbar el juicio ciudadano respecto a un partido político, Podemos, porque les consideraban unos “bolivarianos” o unos “hijos de puta”. La gente es imbécil y necesita de pastores para no desmandarse, se deduce del episodio.
Algo funcionó muy mal en España la pasada década y no fue Podemos. Aquel partido fue un síntoma de la gigantesca crisis económica e institucional que azotó el país. Desigualdad y corrupción, paro y recortes, desconfianza y enfado. Ese fue el escenario de posibilidad para que Podemos pasara de la nada al todo, no misteriosos benefactores en países tropicales. Pero hubo algo más. Las televisiones habían perdido el favor de un público que buscaba respuestas a un malestar cotidiano que nadie le había explicado. Ferreras, director de La Sexta, entendió que su canal podría ocupar el espacio líder si atendía a ese malestar. Una programación donde siempre parecía que estaba a punto de suceder algo, añadiendo buenas dosis de espectáculo y dando voz a gente nueva. Iglesias y los suyos, que se habían abierto hueco en los canales de la ultraderecha, aprovecharon esa necesidad detectada por La Sexta de buscar legitimidad ante los ojos indignados de los telespectadores. Todos salieron ganando.
Hay gente que piensa que la democracia es un mal necesario cuya función es legitimar al poder económico y que, por lo tanto, es susceptible de manipulación para que sus resultados electorales sean favorables al interés del mundo del dinero
Cuando aquel grupo de profesores de la Complutense decidió dar el salto a lo electoral, muchos lo vieron con buenos ojos, no sólo en Lavapiés: un nuevo partido para dividir a la izquierda nunca viene mal. Cuando Podemos encabezaba las encuestas de intención de voto y llenaba Sol al grito de 'asaltar los cielos', enero de 2015, esos mismos vieron que la broma era muy seria y que había llegado demasiado lejos. Y actuaron. Auparon a un insignificante partido catalán que había coqueteado con la extrema derecha, Ciudadanos, a los altares y dieron a Rivera, un tipo que nunca fue más que un comercial listillo de banca, el título de regenerador de España. Y a Podemos, los mismos que lo habían alimentado como se alimenta a una curiosidad, empezaron a ponerlo de vuelta y media. Pero no fue suficiente. Y no lo fue, repetimos, porque si se hubieran empleado la mitad de las energías que se pusieron en escribir columnas contra el populismo bolivariano en arreglar el país, aunque hubiera sido un poco, Podemos hubiera bajado en las encuestas: la gente sólo confía en la aventura cuando siente que no tiene nada que perder.
Y ahí se empezaron a traspasar todas las líneas rojas. Una cosa es mantener una postura editorial contraria a las ideas de un partido, otra recurrir al insulto y la difamación, otra crear y dar pábulo a falsas acusaciones para hundirlo. Jorge Fernández Díaz, el ministro de Interior de Rajoy, impulsó la llamada “policía patriótica”, un grupo de mandos uniformados, para confabular contra sus enemigos políticos, Podemos y los independentistas, creando falsos delitos con los que acabar con su reputación. Observen el adjetivo, patriótica, porque quien decide alterar la democracia siempre dice hacerlo por un bien mayor, para restaurar un orden, por el interés de España: el ADN del 18 de julio está inserto en la derecha como el cuarzo al granito. El Gobierno de Rajoy, que siempre se dijo liberal y moderado, arrastra el mayor historial de infamias de nuestro periodo reciente, haciéndolas, Gürtel, y tapándolas, Kitchen, por poner tan sólo dos ejemplos.
Pero para que aquella espiral de la difamación funcionara se necesitaba la colaboración mediática. A veces se compraba directamente la basura que proporcionaban las cloacas regidas por el pocero mayor del reino, José Manuel Villarejo. No fue sólo Ferreras, fueron todos los grandes grupos de comunicación. Pero a menudo se necesitaban intermediarios para poner esa vieja excusa periodística de citar a un tercero para eximirse de la responsabilidad profesional, nada que no se inventara en los patios de vecindad: “yo no digo nada, pero la Chari dice que la Paqui hizo”. Y ahí tomaron relevancia los digitales de pandereta y escándalo, como el dirigido por Eduardo Inda, una herramienta necesaria para distribuir el veneno por las arterias de la opinión pública del país sin que los grandes se ensuciaran las manos. Tan sólo había que citar la mentira que Inda, u otros, compraban a Villarejo, tan sólo había que darle horas de focos y antena. Fue por la audiencia, por el negocio, pero no sólo. Fue sobre todo porque quien posee la mayoría del accionariado de las empresas del IBEX no deseaba ver a Podemos en el Gobierno.
Esto fue lo que pasó, no otra cosa. Al actual presidente, Pedro Sánchez, le costó la secretaría general del PSOE, a su partido casi la quiebra. A Podemos no sólo se le atacó, también se le sedujo: algunos nunca hubieran sacado el bardeo si no se les hubiera susurrado al oído que para ellos sí había un hueco en la mesa del poder. El periodismo quedó herido en su legitimidad: que los agitadores ultraderechistas, los antivacunas y, ahora, los voceros del apocalipsis tengan tal audiencia en las redes sociales es producto directo de esa sensación de no saber ya a quién creer. Mientras que con una mano se escribía sobre las Fake news de Trump, con la otra se daba salida a las que se fabricaban en España. El público, que es a lo que queda reducido el ciudadano cuando pasa de actor social a mero espectador, fue víctima, pero a menudo interesada, como con la especulación inmobiliaria, como con la corrupción. Muchas de aquellas informaciones eran mentiras evidentes, pero se compartían, como soldados disciplinados a toque de corneta, porque aseguraban el marco mental: contra el rojo vale todo.
Esto fue lo que pasó, no otra cosa, y fue extremadamente grave. No por Podemos o por Iglesias, sino porque el principal factor para el buen funcionamiento de una democracia es que el ciudadano pueda formarse un juicio justo sobre los acontecimientos esenciales de un país. No seamos pueriles, el quiosco siempre queda en el lado derecho de la calle, en España, en cualquier país capitalista. La diferencia es que hay momentos en los que algunos periodistas se saltan todas las reglas, emancipándose de su función, creyéndose con el derecho a pensar por el resto, a indicarnos no sólo qué nos conviene, sino a fabular y mentir para nublar nuestra razón. “Estoy en el camino y no me preocupa hacer tratos con un algún sheriff desalmado, y si tengo que aderezarlo con una maldición india y con una esposa desconsolada, tampoco me importa”, decía Chuck Tatum, el periodista interpretado por Kirk Douglas en la película El Gran carnaval de Billy Wilder. Al menos, Tatum, informador talentoso pero de ambición desmedida, manipulaba por su propio interés, no por el de otros, aquellos que casi nunca aparecen en las grabaciones, aquellos que se sientan en esos altos despachos, aquellos a los que el periodismo siempre debería vigilar.
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