A menudo cunde el equívoco de que el gobernante puede hacer su voluntad sólo por ocupar el poder. Pero no es así. Ni es tanto su poder, ni su voluntad es ejecutiva. Detrás de los grandes anuncios y compromisos políticos, presentados bajo deslumbrantes neones, se suele esconder una trastienda de dificultades para llevarlos a cabo. El Gobierno que preside el socialista Pedro Sánchez ha anunciado la activación de los trámites para sacar Francisco Franco de la basílica del Valle de los Caídos, donde permanece como símbolo exaltador de la victoria del bando sublevado contra la República democrática, para solaz de nostálgicos de la dictadura y el nacionalcatolicismo. Sánchez se apoya en una resolución aprobada en mayo de 2017 por el Congreso, no vinculante pero expresiva de la voluntad de la mayoría parlamentaria, que instaba al Gobierno, entonces del PP, a exhumar los restos del dictador. Bien, si el poder legislativo así lo demanda y el poder ejecutivo así lo desea, hágase cuanto antes, ¿no? No es tan fácil. Y no sólo porque el PSOE desee buscar una solución de consenso tanto con el resto de partidos como con la Iglesia, custodia de los restos, sino porque existe una significativa traba legal: los Acuerdos de 1976-1979 entre España y la Santa Sede.
Es una constante. Cada vez que hay una tentativa de limitar, matizar o cuestionar los privilegios de la Iglesia católica en España, aparecen los acuerdos. En esta ocasión, el apartado 1.5 de su apartado jurídico, que establece la "inviolabilidad" de "lugares de culto". El Gobierno parte con la ventaja de que el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, se muestra abierto a la exhumación. Los acuerdos no implican que los restos de Franco no puedan ser exhumados, sino que la última palabra la tendrá la Iglesia. Las opciones para evitar a la Iglesia si ésta se opusiera serían, o bien los tribunales, o bien la derogación del pacto internacional España-Vaticano. De hecho, Sánchez podría decir que tiene un mandato para su derogación: si el presidente invoca para sacar los restos de Franco que lo pidió el Congreso, lo mismo valdría para la denuncia de los acuerdos del 79, reclamada por la Comisión de Educación de la cámara en una resolución en febrero con el apoyo del PSOE y recogida en el programa socialista y en las resoluciones del 39º congreso.
Pero la denuncia de los acuerdos, sostén del privilegiado estatus económico-fiscal, jurídico, simbólico y educativo de la Iglesia católica, es harina de otro costal. Es algo definitivamente más fácil de prometer que de hacer. Un candado difícil de romper. "Pacta sunt servanda", resume Alejandro Torres, profesor de Derecho Eclesiástico de la Universidad de Navarra, que se cuenta entre los más exhaustivos conocedores de las relaciones entre Estado e Iglesia en España. Traducido de la locución latina, "lo pactado obliga". "Ahora mismo hay firmado un acuerdo internacional entre dos Estados. Si el Gobierno no lo quiere, lo tiene que denunciar. Es decir, el Congreso tiene que aprobar su denuncia y el Gobierno comunicarla por vía diplomática a la Santa Sede", explica. En efecto, la derogación de los acuerdos internacionales debe ser autorizada por los Cortes, como establece el artículo 96 de la Constitución. "Esto es una cuestión de matemáticas, sin más. El problema es otro, las consecuencias políticas, un conflicto con la Santa Sede o a lo mejor la ruptura de las relaciones diplomáticas. Porque la denuncia tiene un claro significado político de hostilidad", añade Torres.
Una simbiosis histórica
España, "martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio", como la describió para la historia Marcelino Menéndez Pelayo, acumula una trayectoria secular de hermanamiento entre el Estado y la Iglesia, que desde su origen fue soporte de una ideología conservadora en el orden social. No ha habido poder más longevo ni más contundente, ni más útil para las élites políticas y económicas. Administradora de la salvación, tutora de la conducta, confesora e inquisidora, garantía de jerarquía clasista, dique contra vientos liberales y socialistas, cuando se han producido excepciones en la relación de simbiosis con el Estado, la más reseñable la Segunda República, la Iglesia se ha aplicado sin concesiones a su destrucción.
La moderna sucesión de alianzas se abre con los concordatos de 1737 y 1753. Sigue con el Estatuto de Bayona de 1808, que establece: "La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra". El artículo 12 de la Constitución de Cádiz, teóricamente liberal, señalaba: "La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohibe el ejercicio de cualquiera otra". He aquí una particular característica de la política española desde hace 200 años: el infradesarrollo de una idea política liberal emancipada de la sotana. "El liberalismo español [del siglo XIX] rechazó la idea de un Estado laico y prefirió continuar con la tradición regalista de controlar los asuntos eclesiásticos para conseguir una mayor estabilidad política y social", escribe Ángel Luis López Villaverde en El poder de la Iglesia en la España contemporánea.
El ideal católico, la noción de que España es católica, "pueblo de Dios", impregna el constitucionalismo del siglo XIX, en un contexto de coalición de intereses entre el Estado oligárquico y la Iglesia. De las leyes supremas de 1837 y 1845 al Concordato de 1851, que puso punto y final a los tímidos impulsos reformistas, el Estado moderno se fue construyendo sobre la base del blindaje de un elevado estatus de protección de los bienes eclesiales y de su primacía en el orden simbólico y en el ámbito educativo. Eran breves las interrupciones de este hilo histórico, como la Constitución de 1869, nacida tras la revolución que acabó con el destronamiento y exilio de Isabel II, dando pie al Sexenio Democrático, y que hacía un primer amago de libertad religiosa. No duró. La Constitución de 1876 de Antonio Cánovas del Castillo volvió a dejar fuera de la ley el culto público de cualquier religión no católica. Posteriormente el papado de León XIII (1878-1903), de profundo calado en España, identificó ya al socialismo, y hasta cierto punto a la democracia pluripartidista, como enemiga de la Iglesia, bastión contrarreformista.
Del sobresalto republicano al paraíso franquista
"España será católica o no será", dejó dicho Isidro Gomá, cardenal primado de España durante la Guerra Civil, resumiendo la posición de la Iglesia durante la experiencia republicana. La tricolor fue la última constitución que pretendió extirpar a la Iglesia del Estado. Así decía el artículo 3: "El Estado español no tiene religión oficial". Y el 26: "El Estado, las regiones, las provincias y los municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas". El mismo artículo estableció a las órdenes religiosas la "prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza", así como "la sumisión a todas las leyes tributarias del país" y la "obligación de rendir anualmente cuentas al Estado". Para la jerarquía católica fue una declaración de guerra. El sobresalto terminó con la victoria de Franco, saludada así por el papa Pío XII en un telegramo al Caudillo victorioso: "Levantamos nuestro corazón al señor y agradecemos la deseada victoria católica en España".
El franquismo reintegró con creces a la Iglesia todos sus privilegios. Lo hizo primero con un acuerdo provisional entre la Santa Sede y el Gobierno, de junio de 1941, que volvía a conectar a la Iglesia a la sala de máquinas del Estado. Le devolvió todo el protagonismo en las aulas con la ley educativa del 45. Le entregó las llaves del registro –origen del escándalo de las inmatriculaciones– con la ley Hipotecaria del 46. Garantizó su presencia en el ejército con otro acuerdo de 1950. Y tres años después remató la tarea con el Concordato: "La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico". Este texto, que recoge un amplio catálogo de privilegios en todos los órdenes y supuso junto a los Pactos de Madrid el indulto a España en el concierto internacional, es el antecedente inmediato de los acuerdos del 79. El Estado se convirtió en sostén económico de la Iglesia y lo sigue siendo. Carrero Blanco, siendo vicepresidente del Gobierno, declaró el 7 de diciembre de 1972, y así lo recogió al día siguiente el diario Pueblo: "Desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y de enseñanza, sostenimiento del culto, etcétera".
Herencia del Concordato, no de la Constitución
Hay que deshacer dos equívocos. El Concordato, en contra de la creencia popular, nunca fue formalmente derogado, sino reformado por los acuerdos. Y, más importante, dichos acuerdos, que suelen anclarse cronológicamente en el 79, lo cual les hace aparentar un carácter postconstitucional, en realidad son del 76-79. Los acuerdos emanan del Concordato del 53, no de la Constitución del 78. Los primeros movimientos para la modificación del Concordato comenzaron de hecho a finales de los 60, antes de cualquier hipótesis constitucionalista, en el contexto de unos desajustes en la relación entre el régimen y las autoridades eclesiásticas y por la certeza de que su sola mención era recordatorio del carácter radicalmente obsoleto del franquismo en una Europa ya democrática.
El primero de los acuerdos, firmado en julio de 1976, menos de cuatro meses antes de la aprobación por parte de las Cortes franquistas de la Ley para de Reforma Política, es un "Instrumento de Ratificación de España al Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado Español" que obedece al "profundo proceso de transformación que la sociedad española ha experimentado en estos últimos años". Con España inmersa en un imparable proceso de apertura, había que borrar las huellas nacionalcatólicas y cambiar el acuerdo sin tocar lo esencial. De este acuerdo marco cuelgan cuatro convenios en "materias de interés común" que se firman en 1979: 1) jurídico; 2) sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas; 3) educativo y cultural; 4) económico.
Sostén de privilegios
En ellos está garantizado el grueso de los privilegios eclesiales. Ninguna otra confesión goza de un estatus siquiera mínimamente parecido. Aunque hay dudas sobre si es un tratado internacional sólo de facto o también de iure, lo esencial es que el Estado español reconoce la religión como una suerte de derecho que está obligado a garantizar, pero no sólo como una libertad de los creyentes, sino como una obligación del propio Estado. Obligación, claro está, que implicará una financiación pública. La sobrerrepresentación simbólica del catolicismo en la esfera oficial, las masivas exenciones fiscales, el uso privativo de los templos, la discrecionalidad en la administración de sus bienes y de sus cuentas, la incrustación en el sistema educativo público en paralelo a las facilidades para el desarrollo de una amplia red concertada, la financiación con cargo al Estado de la estructura de la Iglesia y de sus pastores en escuelas, cárceles, cuarteles... Todo está atado o encauzado por estos acuerdos, con los que la simbiosis Iglesia-Estado revalida su carta de naturaleza jurídica, al mismo tiempo que la Constitución, con su mención expresa a la "cooperación" con la "Iglesia católica", genera un incierto marco donde a la postre han cabido infinidad de beneficios.
El texto ha planteado serias dudas sobre su constitucionalidad, como detalla el catedrático Dionisio Llamazares, director de la Cátedra Fernando de los Ríos sobre Laicidad y Libertades Públicas, en Los Acuerdos del Estado español con la Santa Sede. Los vicios sobre los que más han alertado los juristas afectan al artículo 16 de la Constitución: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal". Es cierto que el artículo está redactado de forma alambicada: no dice que el Estado sea aconfesional, mucho menos laico, una enunciación afirmativa que hubiera ofrecido menos margen a la interpretación legal. No obstante, con esta redacción ya es dudosa la constitucionalidad de no pocos preceptos de los acuerdos: Por ejemplo: 1) "La educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana"; 2) ""El Estado se compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico". También es dudoso que las atribuciones sobre contratación y despido de profesores por parte de los obispos, que pueden largar si les place a una madre soltera o a un homosexual si considera que su modo de vida va en contra de los "valores cristianos", encaje con el artículo 16.2 de la Constitución: "Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias".
Europa Laica y la coherencia
Dudas jurídicas aparte, lo cierto es que los acuerdos del 76-79, el Concordato Bis, siguen en pie nuevos y relucientes como el primer día. Teóricamente hoy se cierne una amenaza sobre ellos, porque ocupa La Moncloa un secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, que se ha comprometido de todas las formas posibles con su derogación. No obstante, el propio secretario de Laicidad del PSOE, el catedrático de Filosofía del Derecho José Manuel Rodríguez Uribes, autor del ensayo Elogio de la laicidad y profundo conocedor de la materia, admite que es un asunto que aún no tiene fecha. El movimiento laicista, que aplaudió la toma de posesión sin crucifijo ni Biblia del presidente y sus ministros, observa con expectación. Y exige. "La prioridad es denunciar los acuerdos. Y ojo, una denuncia sin nueva negociación, porque podemos acabar volviendo al punto de parida. Si consideramos que es un tratado internacional, cosa que no está clara, pues que autorice el Congreso la denuncia con la misma mayoría que aprobó la resolución. A partir ahí habrá que ponerse manos a la obra con las tareas pendientes, como dejar de pagar la formación religiosa y centrarse en la educación pública", señala Antonio Gómez Movellán, presidente de Europa Laica, que añade: "Conocemos lo que dice el programa del PSOE y lo que el PSOE ha apoyado en la oposición. Sería incoherente que no lo llevara a cabo".
El teólogo Juan José Tamayo, presidente de la Asociación Juan XXIII y referencia intelectual del ala reformista de la Iglesia, afirma: "Todavía quedan muchos restos de nacionalcatolicismo. Ahora mismo no sabría ni definir si el Estado español es confesional o no". Tamayo sitúa sus críticas no sólo en los acuerdos del 76-79, sino en la propia Constitución, que privilegia el lugar de la Iglesia, especialmente en el ámbito educativo. "Se deben denunciar los acuerdos con la Iglesia, así como con el resto de confesiones, porque refuerzan la concepción nacionalcatólica del Estado. No de la sociedad, que es de las más secularizadas de Europa, sino del Estado", subraya.
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Un "adolescente de 40 años"
Tamayo señala que incluso con los acuerdos vigentes podrían atacarse determinados privilegios, ¡debido al incumplimiento de los mismos por parte de la Iglesia! Un ejemplo. El acuerdo económico señala que "la Iglesia Católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades". Casi 40 años después, la autofinanciación sigue siendo una quimera. Alejandro Torres traza una metáfora para explicar la siempre pospuesta independencia económica de la Iglesia. "Es el eterno adolescente de 40 años que nunca se va de casa".
El teólogo Juan José Tamayo considera que "la transición que más retraso lleva en España" es precisamente la que lleva del Estado confesional al Estado neutral en materia religiosa. "España no es neutral. Da a la Iglesia beneficios fiscales, educativos e incluso militares. Es un escándalo y una incoherencia impresionante que haya un arzobispado castrense bendiciendo comportamientos armados, cuando el cristianismo primitivo excluía a los que ejercían funciones militares", señala.
A menudo cunde el equívoco de que el gobernante puede hacer su voluntad sólo por ocupar el poder. Pero no es así. Ni es tanto su poder, ni su voluntad es ejecutiva. Detrás de los grandes anuncios y compromisos políticos, presentados bajo deslumbrantes neones, se suele esconder una trastienda de dificultades para llevarlos a cabo. El Gobierno que preside el socialista Pedro Sánchez ha anunciado la activación de los trámites para sacar Francisco Franco de la basílica del Valle de los Caídos, donde permanece como símbolo exaltador de la victoria del bando sublevado contra la República democrática, para solaz de nostálgicos de la dictadura y el nacionalcatolicismo. Sánchez se apoya en una resolución aprobada en mayo de 2017 por el Congreso, no vinculante pero expresiva de la voluntad de la mayoría parlamentaria, que instaba al Gobierno, entonces del PP, a exhumar los restos del dictador. Bien, si el poder legislativo así lo demanda y el poder ejecutivo así lo desea, hágase cuanto antes, ¿no? No es tan fácil. Y no sólo porque el PSOE desee buscar una solución de consenso tanto con el resto de partidos como con la Iglesia, custodia de los restos, sino porque existe una significativa traba legal: los Acuerdos de 1976-1979 entre España y la Santa Sede.