“Lo que tienen que hacer los países del sur es rebelarse”

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Juanma Romero

"Parece que muchos ciudadanos han empezado a entender también que el vínculo representativo se está deshaciendo: de ahí la profunda insatisfacción democrática que se observa en la mayoría de los países de la Unión Europea. La crisis política es, ante todo, resultado de la impotencia de los gobiernos". Es la sugerente tesis que defiende el profesor de Ciencia Política Ignacio Sánchez-Cuenca (Valencia, 1966) en su último libro, titulado expresivamente La impotencia democrática. Sobre la crisis política de España (Catarata, 2014). Para salir de la crisis no bastaría (sólo) con regenerar a fondo el Estado, con darle la vuelta, como aplicarse a cambiar el sistema electoral o el reparto autonómico de poder. Hace falta, recuerda, "elevar la vista más allá de nuestras fronteras", darse cuenta de que buena parte de los problemas es achacable al diseño institucional de la Unión Europea, cuyos nodos de poder –caso del Banco Central Europeo (BCE)– imponen políticas al margen de la voluntad de los ciudadanos y sin que quepa demasiado margen de maniobra. 

Sánchez-Cuenca, director del Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid, articulista habitual de infoLibre y coordinador de la sección Luces Rojas, pone el dedo sobre una realidad de la que no nos damos cuenta: países como Grecia, Irlanda, Portugal, Italia o España han sufrido embates similares –altos déficits, altas deudas, altas primas de riesgo– pese a que sus realidades nacionales y trayectorias históricas e institucionales sean diferentes. "Sería absurdo concluir que cada país tiene sus propias causas de la crisis política cuando resulta que esta se da en todos estos países a la vez, casi en perfecta sincronía", alega. Por eso desconfía de las soluciones mágicas, regeneracionistas. Sabe que su visión es más "pesimista", pero a la vez quiere abrir los márgenes del debate público. Lo explica en una entrevista a este diario, como lo hará en la presentación de su libro, hoy martes a las 13 horas, en el centro cultural Blanquerna de Madrid, en la que intervendrán Jesús Maraña, director editorial de infoLibre, y El Gran Wyoming, presentador de El intermedio

PREGUNTA: Usted concluye que "los pueblos europeos tendrán que contentarse con las libertades y el Estado de derecho, pero no podrán aspirar al autogobierno democrático". Es demoledor.

RESPUESTA: Es un panorama desolador, sí, pero es el que nos hemos impuesto a nosotros mismos. Para mí, una de las grandes preguntas es por qué todos los partidos y la ciudadanía hemos aceptado meternos en esta especie de jaula de la que no vemos la salida.

P.: Se la hago yo a usted: ¿por qué? ¿Por qué hemos sacrificado la democracia en Europa?

R.: Yo creo que todo el mundo ha asumido como algo propio que la UE necesitaba actuar como un actor con peso global. En aras de ese peso económico de la UE como actor global, se han sacrificado muchas cosas, y no estoy seguro de que los políticos hayan sido plenamente conscientes. A finales de los ochenta, los políticos delegaron el diseño de la unión monetaria en los gobernadores de los bancos centrales, y eso es un mal punto de partida. Desde el primer momento hubo un sesgo muy tecnocrático en la construcción de la unión monetaria. Y eso lo estamos pagando ahora.

P.: ¿La UE merece tanto la pena? ¿Vale tanto como para que esté costando esos sacrificios? 

R.: Esa es la pregunta que intento que se haga el lector en su cabeza. Es difícil de responder. Yo tiendo a pensar que no vale la pena en los términos en los que está planteada la UE. Pero en España hay una especie de unanimidad en las élites españolas. Desde su inicio, la UE tiene una asimetría entre la integración negativa (la desregulación) y la positiva (que se puedan corregir las consecuencias negativas de los mercados y se pueda redistribuir). En la integración positiva apenas se ha avanzado nada. Ahora estamos pagando las consecuencias durante la crisis. A mí me lleva a plantearme si vale la pena seguir con el statu quo actual o es mejor romper la baraja. Creo que la única forma de conseguir reformar las cosas en la UE pasa por que los países del sur de Europa no tengan esa actitud tan sumisa. Lo que tienen que hacer es rebelarse, exigir que se cambien las cosas. Mientras las asuman de forma acrítica, el sistema se mantendrá igual.

P.: El problema del órdago es la diversidad de color político y de intereses de los países del sur. ¿No es algo utópico?

R.: Hay intereses distintos y gobiernos de distinto signo político, pero les une que están todos en una posición muy débil en la UE. Son todos países deudores. En la medida en están necesitados de ayuda de la Comisión Europea y del BCE, una y el otro imponen planes de ajuste que no son razonables. No tienen voz para protestar. Pero en la medida en que ese interés lo tienen todos, hay una base para que se pueda construir una coalición, sobre todo si viene exigida por la ciudadanía de estos países. Pero hasta ahora, todos trataban de distinguirse, diciendo que España no es Grecia. Todos intentaban huir de la comparación y no se ha creado ningún frente común. De hecho, Francia está en una posición muy mala y pierde posiciones en la UE. No es disparatado pensar que Francia se pudiera unir a esa coalición de intereses frente a la germanización de Europa. El modelo alemán es insostenible si se intenta generalizar a todos los países, porque no todos pueden exportar. Tendrá que surgir algún foco de resistencia en algún momento.

P.: Las elecciones europeas del 25 de mayo se están planteando más sobre el eje izquierda-derecha. La socialdemocracia postula además a Martin Schulz como presidente de la Comisión Europea, igual que los conservadores promueven a Jean-Claude Juncker. ¿Van a cambiar algo las cosas?promueven a Jean-Claude Juncker

R.: No creo que vaya a cambiar mucho las cosas por el hecho de que presida la Comisión un socialdemócrata o un conservador. Otra cosa es si saliera un Alexis Tsipras [candidato de la izquierda alternativa], porque es el único que plantea abiertamente la necesidad de llegar a un acuerdo sobre la deuda. Pero Schulz y Juncker no están por la labor de abrir ese debate sobre una quita generalizada o no.

P.: ¿La izquierda y la derecha comparten discurso? O dicho de otro modo: ¿la izquierda ha comprado el discurso de la derecha?

R.: Es un poco fuerte afirmarlo así. Más bien creo que en la situación de crisis actual la izquierda socialdemócrata se ha quedado sin su discurso propio. La socialdemocracia redistribuía más, pero en el momento en que la crisis tiene unas características sistémicas, se ha encontrado sin mensaje propio, no tiene una política clara. Están divididos los socialdemócratas del norte y del sur en torno a si tiene que haber eurobonos, cambiar el estatuto del BCE…

P.: ¿Qué le ha pasado a la socialdemocracia para llegar a este punto?

R.:

[Se lo piensa largamente] Es una historia muy larga. La socialdemocracia no ha sido consciente del aumento de poder del capital durante los años de crecimiento de esta última etapa. A medida en que se ha profundizado en la globalización, el capital se ha ido haciendo más fuerte respecto a trabajadores y sindicatos. La socialdemocracia no ha sabido responder a eso. Ha pensado que con las políticas tradicionales iba a ser capaz de mantener el statu quo donde la igualdad estaba más o menos controlada. Pero se ha producido una ruptura en el equilibrio de poder de capital y trabajo y la socialdemocracia no ha sabido verlo, no lo ha visto a tiempo.

P.: Y ahora es tarde…

R.: Efectivamente, porque está todo muy avanzado y la unión monetaria es difícilmente reformable desde dentro.

P.: ¿Y es creíble que la socialdemocracia hiciera ese giro?

R.: Eso creo que es más fácilmente reversible. Hay un problema de credibilidad muy extendido, pero eso se puede corregir si los socialdemócratas corrigen su discurso y sus prioridades. 

P.: Comentaba antes la idea de que las élites no critican el euro. ¿A qué se debe? ¿Nos convendría salir del euro?

R.: España siempre ha sido muy europeísta, de forma monolítica, a diferencia de otros países como Portugal. Hasta el PCE estaba a favor. Ahora, durante la crisis, se ha roto la sintonía entre las élites y la ciudadanía, porque la ciudadanía es muy crítica y las élites, muy proeuropeas. Esa extraña unanimidad de las élites españolas se debe a la desconfianza que tienen en su propio país y en su ciudadanía. Me sorprende mucho que muchos economistas piensen que España debería haber sido intervenida por la troika, que es la mejor solución. ¿Debemos salir del euro? Me falta conocimiento económico y no puedo saberlo, pero sí creo imprescindible que haya un debate, para que se oigan muchas voces y la ciudadanía se pueda formar un criterio al respecto.

P.: Usted mismo dice en el libro que no hay precedentes. 

R.: Exacto. A veces se cita el caso de Argentina, cuando rompió con el dólar en 2001, pero la situación es muy distinta. No sabemos qué pasaría. La única forma posible para convencer a los países europeos de que hace falta una reforma institucional del euro es que algunos lleguen al convencimiento de que si las cosas siguen como están es mejor marcharse.

P.: Carga en su libro contra la pléyade de propuestas regeneracionistas que plantean arreglar los problemas políticos del país como vía para salir de la crisis. Cree que pecan de un cierto provincianismo. 

R.: Si nuestras instituciones funcionaran mejor, el país iría mejor, sería más fácil salir de la crisis. Pero aunque mejorara mucho la estructura territorial del Estado, aunque cambiara la ley electoral, aunque mejorara la educación, a corto plazo sería difícil ver las consecuencias económicas de todo ello. Estoy muy a favor de mejorar el sistema institucional español, pero no hay que confundir a los ciudadanos cuando se les dice que esa reforma institucional es una condición previa para salir de la crisis. Son cosas independientes. Los partidos ya funcionaban mal antes y el país crecía con mucha fuerza. Hay que tener cuidado, porque hay una cierta tendencia a mezclar problemas políticos con problemas económicos, haciendo ver que si se resuelven los primeros se resolverán los segundos, y me temo que eso no es así.

P.: Sostiene que esas propuestas pretenden sacar rédito de la crisis para implantar una serie de reformas.

R.: Todo el mundo intenta aprovecharse de la crisis.

P.: ¿Nadie es ingenuo, ni la izquierda ni la derecha?

R.: Cuando un país está en una situación de crisis, cada uno intenta empujarlo en una dirección determinada. Me parece legítimo, siempre que no se confunda a la gente. Hay una cierta relación entre problemas políticos y económicos, pero no es verdad que para salir de la crisis haya que cambiar el sistema electoral o la ley de partidos o la estructura territorial. Son cosas que no tienen nada que ver.

P.: Una de las críticas de la oposición es que el PP aprovecha la crisis para hacer las reformas siempre quiso hacer. aprovecha la crisis para hacer las reformas siempre quiso hacer

R.: En una situación de crisis, la ciudadanía está más debilitada. Está con mayores miedos y ansiedades, y hay menor resistencia por parte de la sociedad y la derecha aprovecha para hacer cosas que no tienen que ver con la crisis pero sí con su agenda ideológica, o que tienen que ver con la crisis y lleva más allá. Asistimos a un desmantelamiento de los servicios públicos y de las relaciones laborales que amenazan con que España tenga una desigualdad mucho mayor y esto será difícil corregir en el medio plazo.

P.: Y a largo plazo incluso, porque la troika ha impuesto esas reformas.

R.: Una vez que un país se hace más desigual, es más difícil volver a políticas redistributivas. Y cuanto más desigual es un país, menos redistribución hay entre ricos y pobres, porque al ser las diferencias mayores, la redistribución implica un mayor sacrificio para los más poderosos. En sociedades igualitarias es más fácil redistribuir. Ahora estamos a la cabeza de Europa en desigualdad, y va a ser más difícil en el futuro que se puedan aprobar políticas redistributivas.

P.: En su libro, prevé que España pueda convertirse en un país más anglosajón e individualista.

R.: Muchas reformas que están haciéndose están en esa dirección, pero sin incorporar las ventajas del mundo anglosajón. Esas reformas incorporan una parte del paquete sólo. Porque en los países anglosajones la sociedad civil es más fuerte y articulada que en el sur de Europa, pero esa es la parte que no estamos incorporando. Lo que estamos haciendo es importar sus políticas económicas y laborales, y eso es muy peligroso, porque puede tener consecuencias que nadie está previendo, como una precarización enorme de amplias capas de la población que no está en los países anglosajones. 

P.: ¿Por qué siempre se pone el foco en las deficiencias que tiene España y no se eleva la vista a lo que sucede en Europa? Es más cómodo fijarse en los rotos de España?

R.: Todavía no existe una esfera pública europea donde se aborden estas cuestiones macro. Los debates siguen siendo fundamentalmente nacionales, y es más fácil de entender la propuesta de reforma autonómica o la ley electoral que los entresijos del euro o el papel poderosísimo del BCE. Hay una cierta pereza intelectual por parte de las élites que centran el debate en España como si fuera no pasaran cosas similares con instituciones distintas a las nuestras. También es verdad que España ha entrado en una fase introspectiva, de preguntarse qué ha hecho mal, como pasó en 1898, y eso favorece el surgimiento de estos debates que creo que están en general mal planteados.

P.: Y que plantean todos los partidos, en mayor o menor medida… Todos plantean reformas en el Estado.

R.: Hay mucho que reformar en España. El problema es que se intente vender que eso es condición para salir de la crisis. Muchas de estas reformas se tendrían que haber hecho hace años. Todos somos conscientes de que hay cosas que funcionan mal en la educación o en el sistema autonómico, pero eso es otro debate. Hay que poner cada cosa en su sitio, y no generar falsas expectativas. Y hay un punto de ingenuidad en muchas de las propuestas, que piensan que el país es maleable. Que a golpe de BOE puedes cambiar la dirección de un país, y que España pueda funcionar como un país escandinavo de aquí a dos años, y eso es muy difícil, porque el funcionamiento de los países depende no sólo de las instituciones, sino también de la sociedad. Hay muchos impedimentos que no se corrigen en el corto plazo como para que España se transforme en un país eficiente totalmente en cuestiones políticas. Sabemos que hay fenómenos como el de la corrupción, con gran inercia, y muy difíciles de corregir. Hay una ingenuidad desde la izquierda que piensa que basta una asamblea constituyente que ponga el contador a cero, o desde la derecha, con reformas del despotismo ilustrado. El país no cambia de la noche a la mañana. Los cambios son más lentos, sobre todo en los países desarrollados.

P.: Y eso que en España todo ha cambiado desde la Transición.

R.: España ya ha cambiado muchísimo. Uno de los problemas que hay con estos postulados regeneracionistas es que no se reconoce lo mucho que ha avanzado España en muchos ámbitos. Es una actitud un tanto ingenua.

P.: Está en desacuerdo con la "teoría de las élites extractivas", de la que habla César Molinas, de la casta política. ¿Somos demasiado injustos con los políticos?teoría de las élites extractivas

R.: No creo que seamos excesivamente duros con los políticos, porque tienen una gran responsabilidad en lo que sucede en el país, pero somos excesivamente laxos con el resto de actores que tienen una cierta responsabilidad social. Me resulta incluso divertido ver cómo Molinas fustiga a los políticos, pero no tiene una sola palabra de reproche a los economistas, a los gobernadores de los bancos centrales o a las agencias de calificación, que también tienen algo que ver en este proceso. No digo que muchas de las críticas a los políticos no estén fundadas, lo que digo es que hay muchos otros actores que se salvan de la quema, y eso me parece injusto, porque hay responsabilidades compartidas y los economistas, con sus teorías y diagnósticos desde las instituciones económicas, han tenido una responsabilidad enorme, y las burbujas no las han creado sólo los políticos, también tiene que ver con las políticas del BCE y sus intereses bajos… Las responsabilidades tienen que estar más repartidas, y hay una tendencia a concentrar toda la crítica en los políticos, que actúan como los pararrayos sobre los que los ciudadanos descargan toda su indignación. Y eso me parece injusto.

P.: Pero ellos son los más expuestos...

R.: ... Y son los que tienen la responsabilidad última. Pero me parece un poco injusto el reparto de críticas.

P.: ¿Su libro no disculpa a los políticos?

R.: No. Además, hay un asunto preocupante cuando se lleva a cabo una crítica tan desaforada a los políticos. ¿Qué alternativa queda? O la populista o la tecnocrática. La tecnocrática es la que está extendida entre nuestras élites. Expertos que dirijan el país al margen de la voluntad de los ciudadanos, porque ellos tienen la visión de lo que necesita el país. Eso es extremadamente peligroso.

P.: ¿La tecnocracia ya estaba aquí y no hemos sido conscientes de ella?

R.: No somos conscientes porque apenas hay debate de ello. El ejemplo que más me llama la atención es el del BCE, un órgano absolutamente tecnocrático y que se puede defender que es el soberano europeo, no la ciudadanía. Decide si un país cae o no, si se imponen o no los ajustes. Todo eso son decisiones que toman unos señores que no responden a la ciudadanía. Eso es una monstruosidad democrática, y es uno de los factores principales del desánimo ciudadano. La tecnocracia ya está aquí. Ya está de forma muy presente en estos organismos que toman decisiones claves para el futuro de Europa, pero algunos quieren agrandarlo, y someter el poder representativo a juicio de los expertos, y esto es un disparate. En España no es descartable que surja un movimiento populista. Pero lo que más tiene fuerza en el debate público son las propuestas regeneracionistas hechas por gente que cree que tiene la capacidad de cambiar el país sin consultar a la ciudadanía. Esto me parece una barbaridad desde el punto de vista democrático.

P.: ¿Los muros que separaban a izquierda y derecha han quebrado?

R.: Yo creo que siguen existiendo. Basta observar las encuestas. Otra cosa es que una vez que los representantes llegan al poder, se vean maniatados y no puedan poner en práctica los planes para los que fueron elegidos. Que hay diferencias, creo que sí. Aunque las encuestas no muestran un aumento de la polarización, sí hay un resurgir de posiciones cada vez más extremas. Sí se mantienen las diferencias, otra cosa es que no se puedan traducir en políticas concretas.

P.: ¿No es esa constatación en sí misma ya muy grave?

R.: En el momento en que estamos, es lo que estamos viendo, eso es así. Y cuando hubo rendijas por las que pudiera colarse un elemento de voluntad popular se cerraron rápidamente. El caso más sobrecogedor fue el del referéndum griego que intentó organizar Yorgos Papandreu. Al final cayó él y se abortó el plebiscito. La crisis hace que los países más débiles se vean sometidos a instancias y dictados supranacionales, pero no quiere decir que hayan desaparecido en absoluto las diferencias entre izquierda y derecha.

P.: Esos capítulos pasaron sin que la ciudadanía se rasgase las vestiduras. ¿La ciudadanía está comportándose como cabría esperar?

P.: No sé qué requerirían las circunstancias, pero creo que si los países fueran más pobres en una situación como la presente habría dado lugar a un golpe de Estado o una revuelta, pero en países desarrollados la irritación se canaliza en forma de desinterés, pesimismo muy profundo… no en formas de reacción violenta. Los países desarrollados son casi inmunes a las catástrofes, jamás se rompen. Las democracias ricas lo resisten prácticamente todo, porque su ciudadanía ya ha alcanzado mínimos de bienestar que la hace conservadora. Esta situación en los años 20 y 30 del siglo pasado desembocó en fascismos, dictaduras, quiebra de democracias, etc. Ahora es otra historia, y es iluso pensar que la gente vaya a reaccionar de forma violenta masivamente. Podrá haber focos concretos de explosión de ira, pero nadie tiene la percepción de amenaza revolucionaria.

P.: Es escalofriante pensar igualmente que el aguante de los ciudadanos es extremo.

R.: No es ilimitado, pero es muy grande, la gente tiene sus propiedades, ahorros… y no quiere jugar con eso.

P.: ¿El capitalismo es incompatible con la democracia?

R.: Incompatible no. Hay democracia y capitalismo en muchos países. Lo que hay es una relación difícil. El capitalismo ha ido ganando terreno a la democracia, a través de la globalización como a través de la nueva arquitectura institucional de agencias independientes… Incompatible, no. Hay una relación muy complicada, y el capitalismo pone límites al autogobierno democrático, y este en sus mejores momentos ha puesto límites al capitalismo. Ahora el capitalismo va ganando posiciones claramente, pero no es incompatible, porque si lo aceptáramos diríamos que la democracia está condenada a desaparecer. 

P.: ¿Nos dirigimos hacia un autoritarismo blando?

R.: No. El autoritarismo supone una falta de libertad. Creo que vamos hacia un régimen liberal tecnocrático, a sociedades con muchísima libertad personal (de pensamiento, expresión, reunión…), pero que no serán capaces de cambiar la economía, de voltear nuestro destino. De eso no seremos capaces. Mantendremos libertades bajo un Estado de derecho y con formas de control de los políticos (cambiar a los ineptos por otros menos ineptos) pero no tendremos esta capacidad que asociamos a la democracia de autodeterminación, de autogobierno, de cambiar el statu quo colectivamente. Este ideal emancipatorio de la democracia se está perdiendo.

P.: ¿No están en peligro incluso libertades individuales con leyes como la de Seguridad Ciudadana o la reforma del aborto que prepara el Ejecutivo de Mariano Rajoy?

R.: Eso sí es reversible, y otro Gobierno lo cambiará. Ahí sí que veo un juego de derecha e izquierda. Pero nuestro estilo de vida y nuestras libertades, algo muy valioso, no van a cambiar.

P.: Los derechos sociales sí más difícilmente reversibles, ¿no?

R.: Sí, en eso estoy de acuerdo.

P.: Argumenta que la transparencia es "el único instrumento que queda a los votantes para controlar a sus políticos".

R.: Lo que sucede es que a medida que cunde la percepción de que no hay diferencias relevantes entre políticos en cuanto a las decisiones que van a tomar, lo único que le queda a la ciudadanía es poder fiscalizar a sus gobernantes, tenerlos controlados todo el tiempo y desconfiar de ellos. Es el último recurso que queda a la ciudadanía para tratar de mantener cierto nivel de control de los políticos.

P.: ¿Es más difícil subsanar este déficit democrático de las instituciones supranacionales que las estructuras del Estado?

R.: Sí, es más fácil de cambiar eso, la configuración de tu propio Estado que transformar la economía global, claro. Los socialdemócratas juegan con el señuelo de que si Europa llega a ser un actor global podrá gobernar la globalización, pero me temo que para que sea un actor global está asumiendo los postulados peores de la globalización que más chocan con el principio democrático, y eso es muy difícil de modificar.

P.: Corrupción. Usted dice que no basta con reformas institucionales. Que hacen falta cambios sociales. Lo relaciona con la baja lectura de periódicos que hay en España, con la escasa formación política. ¿Eso está cambiando?

R.: No lo sé, no tengo datos de estos últimos años. Pero sí veo una mayor conciencia de la ciudadanía de que es necesario fiscalizar y someter a los políticos a una vigilancia fuerte, pero los últimos resultados que tenemos es que no parece que haya castigo electoral en los municipios en los que los alcaldes están involucrados en casos de corrupción. No hay diferencias. Esa parte de la respuesta ciudadana no está aún clara. Ahora con la crisis probablemente el umbral de tolerancia de la gente haya disminuido.

P.: Pero sí es una preocupación ciudadana.

R.: Sí, pero otra cosa es que la gente esté atenta a lo que sucede en sus municipios y Gobiernos autonómicos y lo incorpore a sus decisiones de voto. Hace falta más transparencia por el lado institucional, pero por el lado social, hace falta una ciudadanía más activa y fiscalizadora.

P.: Y esos cambios son mucho más lentos. Algunos llevan más de un siglo, como usted recuerda.

R.: 

Sánchez-Cuenca presenta sus dos últimos ensayos en la librería Muga

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A veces hay tradiciones o inercias muy fuertes. Es un hallazgo muy popular de un equipo de investigadores de Gotemburgo [Eric M. Uslaner y Bo Rothstein], que demuestran una coincidencia bastante asombrosa de los niveles educativos que había en Europa hacia 1870 y los niveles de corrupción que hay ahora. En el siglo XIX había mayores niveles educativos en los países más igualitarios, con más confianza social, donde era más difícil que surgieran relaciones clientelares, y se ha mantenido hasta el día de hoy a pesar de las transformaciones de esas sociedades. Las sociedades no son infinitamente maleables y cambiarlas es un proceso costoso. La ingeniería social es una ciencia poco desarrollada. Las reformas tienen que aplicarse no sobre una tabla rasa, sino sobre sociedades configuradas y con características, y se producen efectos no deseados y no previstos. La reforma entonces se pervierte, se neutraliza y fracasa o en algunos pocos casos tiene éxito. No digo que España no pueda salir de su situación de corrupción. Me asombra que haya tanta gente con un recetario. Esto es una actitud ingenua.

P.: En su libro pinta un panorama sombrío... ¿Qué se puede hacer entonces para salir de esta ratonera?

R.: Sí, el libro es pesimista, pero el mensaje final es que algunos de los logros alcanzados como el Estado de derecho o las libertades no se van a perder... Yo soy persona más de diagnóstico que de proponer soluciones. Pero cuanto más se debata de estos temas, mejor. Creo que es necesario que la gente se convenza del valor del principio democrático y de que no podemos sacrificarlo así como así por supuestos efectos benéficos de la globalización. Creo muy importante replantear el debate público, discutir qué decisiones estamos tomando como país o como sociedad respecto a nuestro papel en la UE, y aquí sí tengo que hacer un fuerte reproche a las élites, porque ese debate apenas surge en España. Ante cualquier crítica, la respuesta automática de la izquierda y la derecha es “Más Europa, más Europa”. La pregunta es dónde queremos ir, dónde nos metemos. El debate tiene que estar ahí.

"Parece que muchos ciudadanos han empezado a entender también que el vínculo representativo se está deshaciendo: de ahí la profunda insatisfacción democrática que se observa en la mayoría de los países de la Unión Europea. La crisis política es, ante todo, resultado de la impotencia de los gobiernos". Es la sugerente tesis que defiende el profesor de Ciencia Política Ignacio Sánchez-Cuenca (Valencia, 1966) en su último libro, titulado expresivamente La impotencia democrática. Sobre la crisis política de España (Catarata, 2014). Para salir de la crisis no bastaría (sólo) con regenerar a fondo el Estado, con darle la vuelta, como aplicarse a cambiar el sistema electoral o el reparto autonómico de poder. Hace falta, recuerda, "elevar la vista más allá de nuestras fronteras", darse cuenta de que buena parte de los problemas es achacable al diseño institucional de la Unión Europea, cuyos nodos de poder –caso del Banco Central Europeo (BCE)– imponen políticas al margen de la voluntad de los ciudadanos y sin que quepa demasiado margen de maniobra. 

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