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La Arcadia no existe

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Jorge Dioni

El titular es falso. La Arcadia existe. Es una región situada al norte de Grecia. Sus habitantes adquirieron fama de gente dura tras resistir el avance de Esparta y participar en las guerras contra los persas. En ese lugar, la mitología griega imaginó el reino del dios Pan, un lugar fuera de la ciudad donde la naturaleza aún no había sido dominada. Es decir, donde la civilización aún no había corrompido a los seres humanos y aún eran gente noble que no ambicionaba ni conspiraba. Hay que huir de la ciudad. Es el hilo eterno que mezcla la ignorancia con la honradez, como si cualquier forma de cultura fuera una máscara que oculta nuestro verdadero yo, como si las estructuras de convivencia impidiesen desarrollar algo que tenemos oculto y a lo que no podemos acceder en compañía de otros. Estamos enfermos de romanticismo.

El mito de que hay un lugar feliz o de que existió una edad de oro recorre la historia de la humanidad. Como somos seres narrativos, echamos la vista atrás y percibimos un equilibrio que se vio alterado por algo. Había un mundo feliz y un pecado original lo rompió. Si desandamos el camino y reparamos la herida inicial, seremos capaces de regresar al equilibrio. Es un deseo inútil, pero comprensible. Es más tranquilizador situar las cosas en una estructura de causa y consecuencia, y pensar que existe una explicación sencilla a aceptar que la confusión actual no es nueva, sino el estado habitual del ser humano. Somos conflicto. No somos equilibrio, sino dialéctica. Esquivamos el estallido gracias a la capacidad de utilizar narraciones, como las leyes, para diseñar estructuras de convivencia estables más allá de la fuerza.

En ocasiones, el deseo lógico de huida, de detenerse un instante, se confunde con la desconexión total, desentenderse de ese mundo ruidoso cuya velocidad nos agota. Imaginamos una Arcadia que situamos en el pasado o en algún lugar un poco escondido, donde podemos realizar el silogismo del buen salvaje: la felicidad está vinculada a la pureza y esta, a la ignorancia. La inutilidad de los intentos de huida aparece de forma descarnada en el cuadro de Nicolas Poussin Et in Arcadia Ego. Los pastores felices rodean una tumba. También estoy en la Arcadia, dice la muerte. Podemos intentar desconectar de la actualidad. Incluso, de la realidad, pero siempre aparecerá el cuerpo para recordarnos que somos espacio y tiempo, y ambos son finitos. Vivimos aquí y, cuando despertemos, todo seguirá ahí. No podemos desentendernos.

Ciudades perfectas, lugares escondidos

El poeta Virgilio tomó el mito griego para situar allí su pequeño paraíso, un lugar lleno de vegetación, donde la tierra produce sola, no hay que vigilar al ganado y todas las personas son tan felices que pueden dedicarse a leer y escribir. Los pastores ya no son rudos, pero siguen siendo puros porque mantienen su vinculación con la naturaleza y no tienen contacto con la ciudad. Virgilio la odiaba. Hijo de terratenientes, el futuro poeta había estudiado leyes, pero no había sido capaz de desarrollar la carrea pública por su terrible timidez. Balbuceaba. Además, Roma vivía una época de guerra civil entre los optimates y los populares. Era un lugar peligroso donde abundaban las conspiraciones, los asesinatos y las persecuciones. Mucho mejor el campo.

Se refugió en la casa de sus padres, donde estudió filosofía y comenzó a componer. Tomó como modelo los poemas pastoriles de Teócrito de Siracusa, que situaba su mundo feliz en Sicilia. Es el campo de los que nunca han visto el campo. Virgilio lo cambió por el reino de Pan, la Arcadia. Sus composiciones le hicieron entrar en contacto con Mecenas, a quien Octaviano, futuro Augusto, le había encargado crear una superestructura cultural que ocupase el vacío provocado por un siglo de guerra civil. Virgilio participó activamente. Creó un gran poema épico para justificar el triunfo de la familia Julia, La Eneida, y profundizó en la temática pastoril para promocionar la vida en el campo, una de las claves del programa político de Augusto. La nueva clase de pequeños propietarios rurales iba a proporcionar estabilidad al nuevo imperio. Todo ello, desde sus nuevos terrenos, cerca de Nápoles, ciudad que también prefería evitar.

El Renacimiento tomó el mito y lo amplió. Dante recuperó a Virgilio como el gran poeta y proliferaron poemas de pastores ociosos y enamorados situados en paisajes maravillosos. También se dibujaron ciudades perfectas, como la Utopía de Tomás Moro, la Ciudad del Sol, de Campanella, la Nueva Atlántida, de Francis Bacon o la Cristianópolis, de Johann Andreae. Todas son geométricas. La perfección urbana es perfección social. Muchas veces, detrás de la necesidad de poner orden al mundo está la sensación de que todo se escapa como arena entre los dedos. En especial, el tiempo. Gracias a la mejora de las comunicaciones, también se soñaron arcadias repartidas por el mundo, como El Dorado o el Reino del Preste Juan. De nuevo, la idea de que existe un lugar donde, como no ha llegado la civilización, no existe la ponzoña y las personas viven en armonía. Esto es, geometría social. De nuevo, la idea de que es posible un equilibrio, una situación ideal que solucionará la confusión y conflictividad que nos toca vivir.

Hay que huir de la ciudad. Es el hilo eterno que mezcla la ignorancia con la honradez, como si cualquier forma de cultura fuera una máscara que oculta nuestro verdadero yo.

La Ilustración también acudió a esta idea con el mito del buen salvaje de Rousseau o la idea de Montaigne de que existía una “candidez original” frente al “amaneramiento del espíritu humano”. Hay algo puro que debemos recuperar. ¿Dónde está?, ¿en la naturaleza?, ¿en un lugar menos avanzado?, ¿en el mundo de ayer? El Romanticismo pudo explorar y explorarse, ya que la evidencia de que cada vez había menos espacios por conocer hizo aparecer un nuevo lugar por descubrir: el yo. Fui a los bosques para extraer todo el jugo a la vida, sostenía Thoreau, cuya cabaña estaba a pocos kilómetros de Concord, donde compraba comida y llevaba la ropa a lavar.

El único patrimonio visible de la Prehistoria

España fue la Arcadia del norte de Europa. Los aristócratas británicos viajaban por el continente tras sus estudios para tener contacto con la cultura clásica. Era el Grand Tour, de donde viene el concepto de turismo. España formaba parte de una periferia de gente ruda, sencilla, noble y apasionada que había creado un enorme imperio que no había logrado mantener, un lugar atrasado y religioso, un país de cármenes y toreros, donde la muerte y el sexo tenían una presencia constante. De nuevo, la idea del buen salvaje, la bondad natural del hombre primitivo. La cultura elimina esta pureza e induce una infelicidad que podemos atenuar en esos espacios de liberación donde apenas hay normas.

La progresiva industrialización provocó una insistencia en la mirada hacia el pasado. Los entornos no industrializados se idealizaron y las utopías del cambio de siglo promovían un regreso a la tierra y a los oficios tradicionales. España era un lugar donde aún había algo parecido, además de fiesta, alcohol y buen sexo. La alemana Margot Schwarz escribió en una guía de viajes en los 50: “El pueblo español es el único patrimonio visible que ha quedado de la era prehistórica”. Incluso, el régimen franquista aprovechó tanto esa visión poética del buen salvaje como la visión idílica de la diversión para la promoción turística. Además de elementos atractivos publicitariamente, este carácter nacional excluía la división por clase, renta o ganadores-perdedores.

Seguimos buscando una Arcadia. La nueva revolución industrial ha provocado una idealización y sentimentalización de la antigua estructura económica similar a la que se desarrolló hace siglo y medio. Buscamos en el trabajo industrial una integridad perdida, una capacidad de sacrificio producto del trabajo duro que permitía la posibilidad de un orden que hoy se nos antoja imposible. También, en estructuras sociales debilitadas por el modelo económico, como la familia o las tradiciones u oficios vinculados al territorio. Como tantas veces, ansiamos orden y sencillez. Si desandamos el camino y reparamos la herida inicial, seremos capaces de regresar al equilibrio. Si eliminamos lo que no había y ahora hay, podemos volver. Este discurso tiene un enorme peligro porque afecta a todas las personas cuyos derechos se han visto reconocidos en las últimas décadas y que constituyen alrededor del 90% de la humanidad. Ansiamos orden y sencillez sin saber que son las promesas del pacto fáustico del autoritarismo.

El naufragio del alma europea

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La Arcadia no existe. No hay respuestas en el pasado ni en otros lugares en cuya pureza no contaminada tratamos de encontrar una fuente de energía a la manera de los turistas del XIX. Somos los que somos, en las condiciones que estamos y nuestra única fuerza es la capacidad de crear narraciones para encontrarnos. Podemos intentar alejarnos del ruido para descansar y tomar perspectiva, pero no podemos desconectarnos porque somos el ruido. Somos parte del problema del que tratamos de huir, que no es mayor ahora que en otros momentos de la historia. Amamos la geometría, la proporcionalidad y la armonía porque somos conflicto. No somos equilibrio, sino dialéctica, contradicción, confusión, aunque no hay nada más humano que intentar negarlo. Esquivamos el estallido gracias a la capacidad de utilizar narraciones, como las leyes, para diseñar estructuras de convivencia estables más allá de la fuerza. Y nos necesitan.

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*Jorge Dioni López (Zamora, 1974) es escritor y periodista, autor de ensayos como ‘La España de las piscinas’ o ‘El malestar de las ciudades’, ambas editadas por Arpa.

El titular es falso. La Arcadia existe. Es una región situada al norte de Grecia. Sus habitantes adquirieron fama de gente dura tras resistir el avance de Esparta y participar en las guerras contra los persas. En ese lugar, la mitología griega imaginó el reino del dios Pan, un lugar fuera de la ciudad donde la naturaleza aún no había sido dominada. Es decir, donde la civilización aún no había corrompido a los seres humanos y aún eran gente noble que no ambicionaba ni conspiraba. Hay que huir de la ciudad. Es el hilo eterno que mezcla la ignorancia con la honradez, como si cualquier forma de cultura fuera una máscara que oculta nuestro verdadero yo, como si las estructuras de convivencia impidiesen desarrollar algo que tenemos oculto y a lo que no podemos acceder en compañía de otros. Estamos enfermos de romanticismo.

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