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La canción del pirata
¿Y si el australiano Julian Assange fuera el pirata más grandioso de lo que llevamos de siglo XXI, el capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera? Lo digo, que conste, como un elogio. Me identifico con los versos que Robert Louis Stevenson escribió al comienzo de La Isla del Tesoro: “Ojalá yo pueda dormir el sueño eterno con todos mis piratas. Junto a la tumba donde se pudren ellos y sus quimeras”.
Assange no trabaja para ningún partido o gobierno, para ningún cuerpo policial o servicio de espionaje, para ningún tipo de institución de los Estados reconocidos por eso que se ha dado en llamar la comunidad internacional. Tampoco lo hace para ningún medio de comunicación de los que se consideran respetables o para ninguna de las empresas registradas en Wall Street, Bruselas o Hong Kong. Él va por libre, tanto que, perseguido por las autoridades de Suecia, Reino Unido y Estados Unidos, tan solo encontró refugio en ¡la embajada de Ecuador en Londres! Y eso, ya lo sabemos, de modo francamente precario y temporal, al albur del posible cambio de criterio del que terminara sucediendo a Rafael Correa en la presidencia ecuatoriana.
Assange no roba doblones, joyas o lingotes de oro, no saquea los cofres de los buques fletados por los Estados o las compañías de Indias de este tercer milenio de la era cristiana. Lo que él les roba es uno de los mayores tesoros de nuestro tiempo, si no el mayor: la información privilegiada y confidencial depositada bajo siete llaves en sus sistemas informáticos. Les birla sus secretos más inconfesables, y, en un gesto emparentado con el de los bandidos románticos que desplumaban a los ricos para repartir entre los pobres, regala su botín a todo el mundo, para que nadie pueda decir que ignora cómo se las gastan los amos del universo y sus leales capataces.
Es normal que a Assange le odien casi todos los que van al trabajo en un coche oficial o de empresa con un amable chófer al volante. “¡Es un iluminado!”, dicen de él. Y lo es, evidentemente. Como lo eran los piratas históricos Edward Thatch (Barbanegra), El Olonés, Henry Morgan, Exquemelin y la Dama de Clisson. Como lo son los piratas literarios Long John Silver y Sandokán. Como todos ellos, Assange no tiene otro dios, otra patria, otro rey que su propia causa. A esa causa él la llama transparencia.
Indudablemente, Assange no es un personaje angélico, todo virtudes, vicios ninguno. Ningún pirata, real o literario, es angélico. Si lo fuera, no despertaría la admiración de tantos de los que nos negamos a traicionar nuestra infancia. Lo angélico resulta plano, previsible, aburrido. Lo que nos atrae del pirata es, precisamente, su lado oscuro, que le guste el ron, el sexo y los juramentos, que sea capaz de arriar la bandera de las tibias y la calavera –la conocida como Jolly Roger- e izar una de conveniencia si en ello le va la vida, que pacte con el enemigo para salvar su propio pellejo, reservándose el derecho a romper ese pacto en cualquier momento. El pirata no aspira a la santidad.
“Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad; mi ley, la fuerza y el viento; mi única patria, la mar”, escribió Espronceda en La canción del pirata. Sí, el pirata es, ante todo, un libertario, un partidario de la libertad. De la suya, para empezar. De la de sus compañeros de aventura, además. No es casualidad que el negro sea tanto el color de la Jolly Roger como de la bandera anarquista. Aparte de la Ucrania de Néstor Majnó y la Barcelona y el Aragón de Buenaventura Durruti, lo más cerca que ha estado la humanidad de la acracia es la Isla de la Tortuga.
Pero en esta Edad Media de alta tecnología en la que vivimos la libertad está reservada para los señores feudales de la globalización. Ellos pueden ir donde quieran en sus aviones privados, ellos pueden llevar sus capitales, sus fábricas y sus mercancías allá donde les resulte más provechoso, ellos pueden tener sus domicilios fiscales en el paraíso que les cobre menos. Para los demás, nuevos siervos de la gleba, el valor supremo es la seguridad. Se nos vigila, se nos multa, se nos aporrea, se nos obliga a hacer cola, se nos trata como ganado por nuestra propia seguridad. Si Estados Unidos espía nuestras comunicaciones electrónicas, si invade tal o cual país –anteayer Vietnam, ayer Irak y Afganistán, mañana quizá Venezuela-, si se reserva el derecho a secuestrar, torturar y encerrar en el gulag de Guantánamo a cualquiera que le parezca peligroso para sus intereses nacionales, es, no osemos dudarlo, por nuestra propia seguridad. Para que no tengamos miedo de ir con nuestros hijos a un McDonald´s.
A Assange y a unos cuantos más –la soldado Chelsea Manning, los de WikiLeaks, Edward Snowden, Anonymous, Falciani…- semejante doble rasero les parece tan inicuo como el que, entre los siglos XVI y XVIII, permitía a los reinos de Europa emplear corsarios para desvalijar a sus rivales, pero colgaba de lo alto de un mástil a los bucaneros, piratas y filibusteros que iban por libre. Así que esos indignados se pusieron a hacer con los ordenadores del imperio de las barras y estrellas, y con los de algunos de los bancos y bufetes de abogados favoritos de los multimillonarios, lo mismo que la NSA, la CIA y supongo que las cloacas del Estado español hacen con los nuestros: destriparlos, jaquearlos, piratearlos. Husmearon en las tripas informáticas del poder y descubrieron cosas muy feas. Tan feas como ametrallar a sangre fría, desde un helicóptero Apache del Ejército estadounidense, a un grupo de civiles en Bagdad, matando a una docena de ellos, incluidos unos reporteros de Reuters.
Daños colaterales: esto es lo que somos el común de los mortales si tenemos la mala suerte de cruzarnos en el camino de alguna bala o alguna bomba disparada por los que detentan el monopolio de la violencia en nuestro nombre y, por supuesto, en aras de nuestra seguridad. También podrían llamarlo tiro al pichón. No por ser consentida, la servidumbre deja ser servidumbre, señaló, ya en el siglo XVI, Étienne de La Boétie. El miedo es, sin duda, una motivación muy poderosa, capaz de desvanecer de un plumazo el deseo de ser libre y de que se respete tu dignidad.
Y es que para ser pirata hay que tener bastante valor. El pirata no lleva la vida fácil, cómoda, exenta de riesgos de un tripudo banquero de Ámsterdam. El pirata sabe que los Estados y las compañías de Indias han puesto precio a su cabeza y andan buscándolo con ahínco por todos y cada uno de los siete mares. Sabe que su existencia va a ser más corta que la del común de los mortales, que su cita con la soga es ineludible. Nadie escapa mucho tiempo al largo y poderoso brazo de la ley. Y aún así, él o ella prefiere la independencia azarosa a la servidumbre tranquila. Opta por una vida corta, intensa y libre. Con un par de ovarios.
El pirata es individualista, faltaría más. Aunque no misántropo. No desdeña la compañía de otros seres humanos desarraigados, exiliados, perseguidos. Forja con sus compañeros de peripecias una fraternidad, que puede llamarse, por ejemplo, la Cofradía de Los Hermanos de la Costa, aquella que en el siglo XVII practicaba en la caribeña Isla de la Tortuga los principios de propiedad colectiva, respeto a la libertad individual y no discriminación por razones de nacionalidad o religión. O como la del capitán Misson, fundador en la isla de Madagascar de una república de piratas llamada Libertatia, donde se hablaba una especie de esperanto y que, 50 años antes de la Revolución Francesa, se regía ya por los principios de libertad, igualdad y fraternidad.
El navío TransparenciaTransparencia
Dicen sus muchísimos detractores que Julian Assange es narcisista. Sí, claro. Tan narcisista como el Jack Sparrow interpretado por Johnny Depp en la serie cinematográfica Piratas del Caribe. (Por cierto, me resulta esperanzador que una multinacional tan paniaguada como Disney recurra al viejo tema de la piratería para hacer caja en pleno siglo XXI; veo en ello una prueba de que no todo está perdido, de que los niños y adolescentes no han olvidado “la maravilla del viejo gusto” de la que habló Stevenson, de que les siguen haciendo tilín las historias de hombres y mujeres rebeldes). Tan narcisista como el Long John Silver de Stevenson o el Sandokán de Salgari. ¿Y qué más da?
El capitán pirata -“el viejo truhán con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo” cantando maravillosamente por Sabina- está tan pagado de sí mismo como el político que sueña con ser presidente de su país o el hombre de negocios que brinda con el mejor champán francés cuando su compañía sale a Bolsa. No acabo de entender muy bien por qué al que pide nuestro voto o intenta arrebatarnos nuestros ahorros nunca se le reprocha su vanidad, pero siempre se hace de oficio con aquel o aquella que rompe las reglas del juego. O mejor dicho, sí lo entiendo: las reglas del juego están podridas de doble rasero.
Al mando de su navío, el capitán pirata puede ser narcisista, pero no necesariamente egoísta e insolidario. Si es menester, arriesga su libertad y hasta su vida para rescatar a los compañeros que han sido apresados por las autoridades y van a ser ahorcados por orden del gobernador inglés en Port Royal. Que yo sepa, Assange, capitán de ese navío que llama Transparencia, jamás ha traicionado a sus fuentes. Y puedo imaginarme que la soldado Manning está ahora pasando las de Caín por su negativa a testificar contra el fundador de WikiLeaks.
Según la prensa, Washington exige que Londres le conceda con la mayor prontitud la extradición de Assange, al que acusa del delito de “conspiración”. Me deja perplejo este cargo. No sé lo que significa exactamente en la legislación del imperio, pero sé que en mi lengua conspirar es “unirse contra su superior o soberano; unirse contra un particular para hacerle daño; concurrir a un mismo fin; convocar a alguien en su favor”. O sea, lo que hacen los políticos que quieren derrocar a un presidente para ponerse en su lugar, lo que hacen los banqueros y empresarios para zancadillear a un competidor y colocar sus productos en el mercado de modo preferente. Lo que unos y otros hacen a diario, en esos almuerzos y cenas de trabajo a los que son conducidos por sus chóferes en coches Lexus o Mercedes, y me atrevería a añadir que en casi todos los de placer. Quizá es que lo suyo solo sea brainstorming.
La conspiración es una compañera de la humanidad desde los tiempos de las cavernas. Sin ella jamás habríamos conocido el menor cambio. Así que le rogaría a las autoridades estadounidenses que fueran serias. Supongo que lo que le reprochan a Assange no es el hecho de conspirar, sino el objetivo de su conspiración. En este caso, dar a conocer los métodos sucios, trapaceros y hasta criminales con los que quieren prolongar su hegemonía. Y el escaso respeto que les merecen sus vasallos, el principal descubrimiento de la filtración de los papeles del Departamento de Estado de 2010.
El mar de Berbería de Assange es global: el planeta Tierra, su ciberespacio y los satélites artificiales que orbitan en torno a él. A él no lo conozco personalmente, pero al enterarme de la noticia de su detención en la embajada ecuatoriana en Londres me apeteció releer lo que dice Jim Hawkings al final de La Isla del Tesoro: “De Silver jamás volvimos a saber ni una palabra. Aquel formidable marino de una sola pierna, desapareció de mi vida. Supongo que se reuniría con su mulata y que vivirá junto a ella y su inseparable loro. Ojalá sea así, porque si en esta vida no le es permitido algún disfrute, mucho me temo que sus posibilidades de gozo en la otra son harto escasas”.
Hijos de la metrópoli, en 'tintaLibre' mayo
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Ojalá Assange logre escapar de las mazmorras de Su Majestad Británica y pueda terminar sus días con su mulata y su loro.
*Este artículo está publicado en el número de mayo de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí