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La culpa la tuvo Lou Reed

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Xosé Manuel Pereiro

«Heroína, sé mi muerteLa heroína es mi esposa y mi vidaPorque una dosis en mi venaLlega a un centro en mi cabezaY entonces estoy mejor que muerto»

Heroin, Velvet Underground

— "¿No quiere que se lo caliente? Así no apetece comerlo. ¿O quiere que le traiga un caldo?”

El propietario de una tasca tradicional del casco viejo de Vigo es todo gentileza con la mujer que se dedica a hablar en vez de atender al plato que tiene delante. Después de rechazar amablemente la sugerencia, la mujer me guiña un ojo: “Hace 18 años, en estos sitios no me dejaban ni entrar”. Para contar una tragedia que arrasó a un par de generaciones, que menos, para compensar, que comenzar por un final feliz. Charo Pérez, que ahora tiene 58 años, empezó a consumir heroína a los 19, recién separada y con un hijo, y estuvo otros tantos tocando todos los fondos posibles. La tercera etapa de su vida la está pasando limpia, y ayudando a otros que están como estuvo ella. No mucha de la gente que se enganchó, a comienzos de los ochenta, puede decir lo mismo. La mayoría no puede decir nada, porque se murieron.

“Muerto Franco, de no poder hacer nada, te ponías a hacer todo. La primera vez que tomé caballo fue porque me invitaron a una raya para ir a un concierto de Serrat o de Miguel Ríos en Pontevedra… cuando no estás enganchado siempre te invitan”, puntualiza Charo con ironía amarga. “Me lo pasé vomitando, me preguntaban si estaba mal, pero estaba muy bien. Y seguí así hasta que un día al salir de un restaurante, me sentí fatal. Pensé que era algo que había comido y estuve a punto de denunciarlos, pero me dijeron: ‘Neniña, tú lo que tienes es mono’. Mi hermana también se enganchó, al intentar retar a un novio: ‘O lo dejas o yo también me meto’. Y se metió”.

“La heroína es muy gratificante cuando se prueba las primeras veces, produce una satisfacción inmediata. Hay una etapa de luna de miel, cuando el consumo es una aventura, y después es tarde”, explica la progresión geométrica de la adicción Antón Bouzas, un referente en el trabajo con los toxicómanos en Vigo. Todavía era 1978. Aquel año, en lo que las autoridades (la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre la Droga, PNSD) llaman “reducción de la oferta”, es decir, decomisos de drogas, las fuerzas de seguridad no habían aprehendido más de seis kilogramos de heroína, bastante más que los 200 gramos de cuatro años antes. Pero la siguiente década ya arrancó con 34 kilos, al año siguiente se dobló lo capturado y, siempre en progresión, los ochenta cerraron la década con 826 kilos en 1990.

Zombies y esclavos

“En la heroína se metieron dos tipos de personas, la gente muy joven, con ganas de probarlo todo, y aquellos a los que la Transición decepcionó profundamente en sus deseos de cambiar algo”. Bouzas había sido sindicalista del metal, saltando de trabajo en trabajo para ir montando CCOO, pero a él la desilusión lo cogió reciclándose, haciendo un curso de auxiliar psiquiátrico. En Vigo, como en todas las zonas urbanas de España, había mucha gente de esos dos grupos de riesgo, sobre todo cuando se vino encima la reconversión naval. Bouzas no se cree mucho la teoría conspirativa de que alguien, el Estado, la Policía, soltó el caballo para que se llevase por delante la resistencia popular, pero sí que el resultado fue ese, independientemente del origen. “Cuando había más empleo y un ambiente laboral fuerte, la gente estaba más satisfecha, pero en cuanto el paro se generaliza, surgen los conflictos, los hijos no tienen claro su futuro y pruebas lo que sea que te alivie la angustia. Fue una pandemia que se extendió por todos los barrios”.

Bernardo A. es de Cádiz, otra de las zonas castigadas por la reconversión industrial de mediados de los ochenta ¿cuál no?, pero él pertenece a los que empezaron en el caballo por un tercer motivo: la bohemia artística. Una mezcla de ansia de experimentar, como todos, y de malditismo. “La culpa fue de la Velvet, de Lou Reed y de toda aquella gente. En los comienzos era muy cool”, ironiza, aunque él asume que “piqué porque creo que había un problema personal detrás. Picamos unos cuantos, de mi grupo tres muy cercanos”. Fue cuando la década daba las boqueadas. “Al principio, era como un flash, un película, y lo podía compaginar con el trabajo, con la creación, pero después me sentía como un esclavo. Me levantaba sólo pensando en cómo pillar. Y me decía, quillo, ¿no puedes ducharte, desayunar, y después ya pensarás en lo otro? Pues no”. Lo intentó dejar varias veces. “Me fui al Puerto de Santa María, y estuve un año limpio, pero como seguía en el mismo ambiente, recaí. Fui un año a una asociación de toxicómanos, pero yo era como una cabra en un garaje. Estaba con gente que la madre vendía, los hermanos estaban enganchados… La monja que nos hacía el control estaba empeñada en que si yo quería ser mujer, una locura”. Después de tres años de esclavitud, Bernardo consiguió dejarlo. Pero el candelero de la música, la literatura o el cine de los ochenta, la cara A de la sociedad, está lleno de cruces de gente que no tuvo esa suerte, o esa voluntad.

Hablando de cine, una de las escenas más duras de los filmes españoles contemporáneos es aquella de Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) en la que Manu (Eloi Yebra), en apariencia el más frágil de los tres amigos, sigue a su padre para descubrir el paradero de su hermano, teórico triunfador al que nunca logra ver cuando viene de visita. Lo que se encuentra es un túnel abandonado en el que se han refugiado unas personas, entre ellas su hermano, a los que la droga ha convertido en unos zombis con bastante menos movilidad y más patetismo que los de The Walking Deads. En todas las ciudades, casas pendientes de derribo y bajos abandonados de los centros degradados, esquinas y recovecos generados por la urgencia en urbanizar extrarradios se convirtieron en refugios, chutaderos, habitados o usados por gente cuya única obsesión era repetir aquel momento de felicidad, aquel orgasmo de luz blanca.

Y gente que necesitaba conseguir bastante dinero para calmar aquella ansia.

La búsqueda de soluciones

“Yo me metía un gramo diario. 12.000 pesetas [en el Banco de España te las cambiarían hoy por 72 euros, pero entonces era más o menos el alquiler mensual de un piso modesto]. Mangaba en El Corte Inglés. Robé en cabinas de teléfonos porque me hice con las llaves maestras de las de toda España, y me pillaron, en Cáceres. Participé en un atraco, la vez que estuve más nerviosa en mi vida. Fui a recoger caballo que traían a Madrid por valija diplomática. Otra vez me llevaron de catadora, me pagaban un hotel para que probara mercancía. Lo mío fue una película”. Charo desgrana su pasado riéndose de él. Posiblemente la única forma de conjurarlo. Eso y estar agradecida. “Con todo, tuve suerte, mucha suerte, comparada con otros. Por ejemplo, no pisé mucha cárcel. Mi hermana sí que se comió ocho años. Y cuando eres mujer y drogadicta, los demás ven como natural que vendas tu cuerpo, y al final también tú lo acabas viendo”. Charo recuerda a una compañera, Rosa, a la que una vez un psicópata llevó al monte de A Guía, y cuando menos se lo esperaba empezó a golpearla. “Le dio una paliza que le arrancó hasta el pelo, pensaba que la iba a matar hasta que se dio cuenta de que era eso, pegar, y no el sexo, lo que le ponía. Meses después lo intentó con otra, pero lo espantaron. Yo la tengo visto hacerse las Avenidas [las que rodean la zona portuaria, lugar de prostitución callejera] con un temporal que volaban los contenedores. Y menos mal que todo lo que sacaba era para ella. Alguna tenía que andar escondiendo de vez en cuando un billete a su chulo para poder juntar para una papela”.

Charo tuvo suerte. Sobre todo, dice, la de conocer a Antón Bouzas, “sin él yo no estaría ahora aquí”. El antiguo trabajador del naval fue el primero que entendió que aquel problema no se resolvía deteniendo toxicómanos. O el primero que en Vigo intentó buscar otras soluciones. Porque los problemas, allí y en todas partes, eran dos: uno el de salud pública, y el otro el de la seguridad ciudadana. Empezando por el segundo, incluso quienes no vivieron aquella época o en aquellos ámbitos pueden imaginar lo que suponían miles de jóvenes, o no tanto, sin otro objetivo que sacar el dinero necesario no ya para disfrutar, sino para no retorcerse de dolor, y en aquellos años en los que el paro empezó a ser otra pandemia.

En Vigo, que roza sin tocar los 300.000 habitantes, se llegó a registrar un atraco a un banco diario. “Yo conocía al director de la oficina de una caja que lo habían asaltado tantas veces que me decía que estaba pensado en poner el dinero fuera. Había coches patrulla que recorrían todo el día Sanjurjo Badía [una de las principales arterias de la ciudad], sin parar, porque sabían que en un momento u otro iban a tener que actuar cerca”, cuenta Manuel F., un policía que ya no está en activo y que entonces pertenecía a lo que conocemos como antidisturbios, pero que desempeñaba funciones polivalentes, dada la situación. “La verdad, se te encogía el corazón. Una vez inspeccionábamos un solar lleno de maleza, un sitio de esos medio rural, medio urbano, y tres o cuatro habían hecho unos túneles en la hierba como los que hacen los jabalíes, y allí estaban pinchándose. ¿Y qué ibas a hacer? Dejar que acabasen…”, recuerda Manuel, no precisamente nostálgico.

Esa, la recomendación de que si encontraban a un toxicómano inyectándose no les rompiesen la chuta y les dejasen acabar fue de las primeras negociaciones que el grupo de Bouzas, Cedro, tuvo con las autoridades. “Si los interrumpían, lo que tenían era a un tipo incontrolable y que en cuanto lo soltasen de comisaría saldría como un león a buscarse la vida”. Y también con los vecinos. “Había una señora anciana que vivía al lado de un choupano [literalmente, choza, pero llaman así a los refugios de toxicómanos callejeros], y cuando los veía picarse, llamaba a la policía, ‘y a veces ya se quedan como dormiditos, sin fuerza ni para sacarse la aguja’. Le dijimos que antes que a la policía, llamase a una ambulancia, que les podía salvar la vida. Al final, hasta les ofrecía insulinas nuevas [las jeringuillas usadas para inyectarse caballo eran las que usan los diabéticos] cuando los veía rebuscar usadas”. Ese, el ver a los drogadictos como enfermos y no como delincuentes, o no sólo como delincuentes, fue la primera revolución positiva en la lucha contra la heroína. No fue fácil, en una época en la que a los niños se les alertaba más sobre las jeringuillas en los parques que sobre los desconocidos que ofrecen caramelos. En algunos barrios, en los bares agujereaban las cucharillas de café, para impedir que las usaran para mezclar la dosis antes de inyectársela, o ponían bombillas rojas en los servicios, para que los yonquis no pudieran detectarse las venas.

La llegada de la metadona

Porque las principales víctimas, o al menos las más graves, fueron los propios drogodependientes. Según datos de la última memoria del PNSD, en 1983 hubo 286 muertes relacionadas con el consumo de drogas ilegales, y en 1988 ya superaban el millar. Llegaron a las 1.760 en 1992, el año de la Expo y de la Olimpiada, y después fue bajando, pero siempre rondando el millar, hasta 2006 en que empezaron a descender. Aun así, en 2015 hubo 936, aunque quizás ahí la heroína haya compartido responsabilidades con otras sustancias. A eso se sumó el sida. El primer caso registrado en España relacionado con el consumo de drogas por vía parenteral fue en 1982 y fue el único aquel año. La década finalizó con 1.680 (en 1989) y 1.355 (datos incompletos de 1990) y la Delegación del Plan Antidrogas hacía una lectura un tanto optimista. “En los últimos años parece que se ha frenado el ritmo de crecimiento…Esto no significa que el problema esté definitivamente atajado”, decían en la memoria de 1990. España e Italia eran los únicos países europeos que superaban, con mucho, el centenar de casos por un millón de habitantes. El siguiente, Francia, andaba por los 50. No se había atajado, claro. Las autoridades, como pasa con las cifras del paro, siempre ven motivos para el optimismo. Las infecciones que no las muertes, aunque entonces la diferencia era cuestión de tiempo por inyectarse llegaron a superar los 5.000 casos anuales en 1994, y hasta 2009 no fueron similares a las experimentadas por relaciones homosexuales o heterosexuales, que desde entonces han tomado la delantera. En la primera mitad de 2017 sólo 14 de las 67 transmisiones detectadas fueron por vía intravenosa, según datos del Centro Nacional de Epidemiologías.

Se tardó mucho en afrontar esa pandemia como un problema de salud pública, al que había que darle una solución médica. “La distribución principal y básica de la droga era la propia comunidad de drogodependientes. Compraban a un pequeño traficante para vender ellos y, como decían, ‘astillar para mí’, quedarse con algo. Se hablaba mucho de luchar contra el narcotráfico, pero la cosas mejoraría cuanto menos demanda hubiese. Tuvimos que aprender sobre la marcha como bajar esa demanda”, razona Bouzas. Se utilizó naltresona, un fármaco que inhibía los efectos de la heroína, pero eso funcionó únicamente en muy pequeña escala, no calmaba el ansia. Después vino la que sería la solución: la metadona, una heroína química, no adulterada (en los análisis que se hacían de vez en cuando de lo que circulaba por la calle había un 10-15% de heroína, el resto era desde matarratas a ladrillo en polvo) y legal. “Al principio la importábamos ilegalmente, alguna familia que tenía contactos fuera, porque aquí la lista de espera era enorme, y sólo te daban tratamiento durante unas semanas, cuando está comprobado que necesitas años para poder prescindir de ella”, comenta Bouzas.

En el Centro Municipal que llevaba el antiguo sindicalista, Cedro, se trataban 1.500 pacientes, y el otro público, Alborada, otros tantos. “Tres mil personas que ya no estaban dando palos y vendiendo para poder drogarse”, resume Antón Bouzas, no sé si consciente de que era exactamente el 1% de toda la población viguesa. “Yo siempre le decía a los padres que nunca echaran a la calle a sus hijos, porque además del problema de la droga, iban a tener el de sobrevivir, pero había padres, por ejemplo, que ponían a las madres en la tesitura de escoger: o él/ella, o yo”. Charo conoció a Antón en esa labor. Cuando los de Cedro recogían jeringuillas por la calle, y las daban nuevas (26.000 en un mes, recuerda). Pero sobre todo, daban a los toxicómanos callejeros un entorno de dignidad. El programa Sereos (Serenos, pero también Sirenos, por la estatua que preside el centro de Vigo) les daba un desayuno caliente y un sitio para asearse. Aquello se acabó por decisión municipal, porque los desahuciados, en el centro, son una mala imagen para los turistas. Esa es la razón de que en Madrid, las llamadas narcosalas (lugares donde poder pincharse en condiciones médicas aceptables) se crearan en el extrarradio, o la de la existencia de los metabuses (donde se repartía la metadona de forma ambulante).

Descenso en el consumo

La metadona ha hecho desde entonces su trabajo. El caballo ha dejado de ser un problema visible, en la calle y en las estadísticas. Según el Informe del Plan Nacional sobre la Droga de 2017, de 1995 a 2015 el consumo de heroína ha pasado del 0,9% en la población menor de 35 años y 0,1% en la mayor, a un 0,0% y un 0,1%, respectivamente. El año pasado, recibieron tratamiento, por primera vez o no, en números redondos, 12.000 personas por consumo de caballo, bastante por debajo de los perjudicados por la cocaína (25.000) o el cannabis (27.000). “Eso es porque la gente vio los estragos que hacía, pero los de la cocaína no los ha visto”, dice Fabián Simó, que trabajó en Barcelona en una experiencia similar, los conocidos como caló café, también a medias entre la narcosala y el centro de día. “Los usuarios ya no son gente de la heroína, que normalmente son mayores que se las han arreglado para sobrevivir, sino chavales que inhalan cola y provienen de ambientes muy desestructurados, recuerdo a uno que ni sabía usar los cubiertos. Aunque también me acuerdo de otro, muy joven, con mucho futuro, que había llegado de Cádiz. Tuvo un desencuentro con la familia, la novia lo dejó y se murió en un par de meses”. No salió en las noticias, pero a Fabián, en dos años, se le murieron seis chavales.

“Mis compañeros dicen que hay un repunte de la heroína”, asegura Simó, “pero consumida en chinos [fumándola en papel de plata]. Me acuerdo de uno que sacó la cartera en el centro para entregar el carné y se le cayó la plata”. Desde la otra punta de la Península, Bernardo está de acuerdo. “Es en ambientes marginales, y una mezcla de coca y caballo, lo que antes se llamaba speedball y aquí ahora un rebujito. Una papela te cuesta seis eurospapela, como un cubata, y seis euros es fácil de reunirlos”.

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“Antes la gente tenía eso delante ese espejo, como mi hijo, que ahora tiene 40 años y sabe lo que es tener una madre enganchada”, lamenta Charo. Los que le han perdido el miedo al caballo deberían acompañarla en su trabajo, en el albergue municipal en el que, al ayudar a Antón Bouzas, se acabó quedando. “Gente joven que sabe que se va a morir y se chutan para quitarse de en medio. A veces sólo te piden que los abraces. ‘Me da tanta paz’, me dijo ayer uno, me recuerda de pequeño cuando me cantaban”, cuenta Charo. “Son personas tan sensibles como el que más”, tercia Bouzas. “O quizá más. Por eso cayeron”.

*Este artículo está publicado en el número #55 de tintaLibre. Puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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