Un diagnóstico: individuos extraviados

El filósofo rumano nacionalizado francés Emil Cioran,  autor de ‘La caída en el tiempo’, en un retrato de 1977

Carlos Javier González Serrano

En un texto aún poco conocido de Emil Cioran, La caída en el tiempo (1964), el pensador rumano se refería a una mórbida e inquietante característica epocal: nuestra civilización nos ha enseñado a “apoderarnos de las cosas” en nombre del progreso y la prosperidad, nos ha seducido para intentar hacerlas nuestras a toda costa, mientras que, al contrario, deberíamos “iniciarnos en el arte de desprendernos de ellas”. Aseguraba Cioran que no existe la auténtica libertad sin “el aprendizaje de la desposesión”.

Nada nuevo bajo el sol, si echamos un vistazo a la historia de la filosofía. El estoico Epicteto ya había prevenido a sus discípulos entre los siglos I y II de nuestra era a este respecto, y les mostraba que cuando nos hacemos poseedores de un objeto y nos consideramos sus dueños, lo que en realidad sucede es que nos convertimos en sus esclavos. La posesión, lejos de dotarnos de independencia, nos la arrebata bajo el dulzón disfraz del goce y la adquisición. Si existe un tiránico y seductor látigo, sostenía Epicteto, es el deseo.

Hoy, rodeados de tecnologías digitales que intentan copar nuestra atención y secuestrar los hilos que mueven nuestra voluntad, es buen momento para reflexionar sobre el modo en que el capitalismo contemporáneo se ha transformado en una voraz máquina de emplear nuestros datos para predecir nuestra conducta y sacar rédito de ella. Partidos políticos y emporios económicos intentan pronosticar y dirigir el comportamiento de la población para trocar al individuo en una marioneta que cree moverse por su propio designio. De esta forma, el sujeto ha sido sometido bajo la blanda y seductora coacción de los algoritmos, que generan un adictivo parque de atracciones del que nadie quiere privarse. Dominio conductual dispensado en forma de libertad. Mark Fisher, visionario profesor de Filosofía, puso el dedo en la llaga al escribir en Realismo capitalista (2009) que “una de las consecuencias de las modernas tecnologías de la comunicación es que no cuentan con un espacio externo en el que uno pueda descansar de ellas y recuperarse. No hay escape”.

Además, “el trabajador tiene que estar siempre conectado y disponible y, por tanto, estresado”. Resuenan de nuevo las proféticas palabras de Cioran en el texto citado: “Todo lo que poseemos o producimos […] nos desnaturaliza y nos asfixia”. En paralelo, terminamos hastiados y entristecidos a causa de los esfuerzos que desplegamos para adaptarnos a esta agotadora forma de civilización.

Por eso es más apremiante que nunca ejercer la valentía de preguntarnos con seriedad y en comunidad: ¿queda algún espacio para la libertad que no haya sido fagocitado por el sistema productivo? O planteado de un modo más crudo: ¿hemos saturado nuestra vida de necesidades artificiales hasta el punto de no poder imaginar una existencia al margen de un amable y cautivador sometimiento?

Suavizar el poder, ampliar el sometimiento

En El hombre unidimensional, esclarecida obra de Herbert Marcuse publicada por primera vez en 1964, leemos que “la libertad puede convertirse en un poderoso instrumento de dominación”. Palabras premonitorias que prefiguraron la explotación de la insaciable sed contemporánea de consumir deseos. El capitalismo actual es una máquina expendedora de aspiraciones, anhelos, expectativas, ansias y afanes por cumplir: todo está por venir y, además, todo depende de ti. “Si quieres, puedes”, reza hoy el mandamiento laico por antonomasia, asociado con un falsario concepto de meritocracia: “Si trabajas duro, conseguirás todo lo que te propongas”. Son nuestros apetitos y empeños los que alimentan la hambrienta maquinaria capitalista, camuflada bajo capa de libertad. No importan cuán factibles o irrealizables resulten a primera vista; la piedra de toque del edificio capitalista es no dejar nunca de desear. El deseo es el material con el que hoy trafica el sistema productivo.

Como contrapartida, la frustración y la desilusión campan a sus anchas. A mayor cantidad de bienes y servicios que desear, mayor es la capacidad para sentirnos afligidos y desamparados. A ello se ha añadido una vía invisible de practicar el poder. Como apunta certeramente David Muhlmann en Capitalismo y colonización mental (2024), “hoy en día se desarrollan formas más suaves de dominación que adquieren la apariencia de la emancipación subjetiva”: creemos ser dueños de nuestra libertad porque ya no precisamos de patronos autoritarios, figura desbancada y sustituida por la del incansable y sumiso emprendedor de sí mismo.

Por si fuera poco, esta opresión se engalana con los ropajes de la felicidad, que, presuntamente, cualquier individuo está en disposición de conquistar porque la posibilidad de realizarnos queda en nuestra mano. Como ha sugerido con agudeza Sara Ahmed, “la felicidad se ha convertido en una técnica disciplinaria de direccionamiento u orientación social y, además, se ha transformado en el modo contemporáneo de medir el progreso de individuos y naciones; la felicidad, podríamos decir, es el nuevo indicador del desempeño y el rendimiento” (La promesa de la felicidad, 2010).

El oráculo del sociólogo Max Weber se ha cumplido: el espíritu del capitalismo ha conquistado nuestras voluntades mediante este poder blando que complica al sujeto en el proceso de dominio de su deseo. El modo en que funcionan las empresas es hoy el paradigma bajo el que se desarrolla nuestra vida: permanente disponibilidad, constante conexión y rentabilidad de nuestras acciones. Todo ello servido bajo la bandera de la liberación y la espontaneidad.

Si paras, fracasas: el nuevo paria social

Nos vemos y sentimos constantemente amenazados por las insaciables fauces del continuo rendimiento, aunque, a la vez, asumimos con naturalidad que el continuo hacer forma parte del progreso civilizatorio. Con ello, sin embargo, hemos sido entregados mediante una dulzura disciplinante y atractivos paquetes de disfrute (turismo low cost, aplicaciones de citas y comida rápida, fácil acceso a cualquier producto de consumo) a procesos vertiginosos que nos introducen en un estrés en muchas ocasiones inasumible.

Es el momento de que los parias nos unamos para contrarrestar la gobernanza de nuestras subjetividades, maleadas y oprimidas por temor a la exclusión

De su mano, este hecho genera una pérfida maquinaria en la que siempre estamos a un paso del fracaso, que es visto como la no adaptación a lo exigible. Se señala a quien no logra alcanzar las expectativas depositadas en el individuo contemporáneo: eficacia, fama, relumbrón, dinero. Por supuesto, todo ello conseguido gracias a una vida supeditada al estrés e incluso a la ansiedad patológica. En la actual cultura hiperproductiva e hiperactiva en la que hemos normalizado existir, todas las actividades han sido supeditadas a los estándares de la rentabilidad, a la dinámica del consumo y a una rapidez que anestesia nuestra capacidad para pensar. Más aún: que seda nuestra voluntad para pensar.

Por ello, el paria de nuestra época es quien decide no adaptarse a las insidiosas demandas del sistema productivo. Parar a reflexionar, detenerse a pensar sobre nuestros malestares, significa perder el ritmo de los tiempos, implica mermar nuestras posibilidades de obtener el éxito en cualquiera de sus facetas. Es por esta razón que las humanidades, y particularmente la filosofía, son presentadas como un recurso no ya proletario, sino indigente: del latín indigens, es decir, que está privado de algo. En nuestro caso, el paria es hoy quien carece del deseable y esperable empuje para adaptarse a lo exigido. El paria es un vencido porque piensa. En este sentido, situarse consciente y críticamente ante la realidad es considerado por los sujetos sedados como un estigma, como una marca que incapacita para ser útil, productivo, rentable, eficiente. El individuo zombi-sedado quiere zombificar a los demás para no tener que despertar de su sueño. La reflexión le resulta superflua, innecesaria, vacua, irrelevante.

Al contrario, el paria es el no-resiliente, el que se niega a alimentar las fauces de las virtudes capitalistas: entrega productiva, docilidad emocional, doma corporal (cultura de lo fit) y claudicación intelectual. Y es el que, además, se atreve a compartir su pensar con otras personas, en lo que Aristóteles denominó sociedad de los mesotés, de los iguales. El paria sigue creyendo en esta horizontalidad del lógos, en la necesidad de compartir nuestras palabras para vertebrar acciones que, lejos de esclavizarnos, nos emancipen de la hegemonía cultural productivista y de la manipulación emocional del “si quieres, puedes”.

Burbujas de filtro: el mercado conductual

La esfera digital y particularmente las redes sociales nos instan a exponer sin descanso nuestras vidas. Transformamos nuestra existencia en un muestrario experiencial y consumible que genera un excedente de ruido. La mismidad se trueca en un producto de consumo que debemos exhibir ante los otros. Ante el Otro devorador, que nunca descansa, que siempre permanece atento. Todo en la vida humana ha quedado subordinado a valores comerciales: somos lo que presentamos y exponemos de nosotros.

“Eres tu propia empresa. Si eres pobre es porque quieres”, sostienen ufanos los gurús y youtubers de los que nuestros adolescentes y jóvenes –y muchos adultos– se nutren.

En La era del capitalismo de la vigilancia (2020), Shoshana Zuboff (socióloga y profesora emérita en la Harvard Business School) plantea la cuestión de cómo las tecnologías digitales, en su incombustible búsqueda de datos, pueden manipular y dirigir sutilmente nuestras percepciones sobre la realidad. Sugiere Zuboff que nuestra capacidad para tomar decisiones informadas y conscientes permanece hoy amenazada por una hábil ingeniería persuasiva que desea moldear sin tregua todas nuestras preferencias y elecciones. Lo más alarmante es que este proceso se lleva a cabo de forma imperceptible y consentida por los sujetos sedados. Siempre en nombre de la libertad.

Tanto Zuboff como Carissa Véliz, profesora de Oxford y autora de Privacidad es poder (2021), nos apremian a considerar las implicaciones individuales de la manipulación digital, pero también sus efectos para la estructura misma de la sociedad y la salud de la esfera pública, sometida a la polarización y a la rapidez cuando de tomar decisiones se trata.

Creemos que elegimos, pero nuestras acciones se fraguan en el horno de las llamadas burbujas de filtro, a través de las cuales los algoritmos nos introducen en una cápsula informativa que refuerza nuestras creencias e impide la exposición a lo diferente. De este modo, la divergencia es silenciada, la diversidad queda suprimida.

Esta creciente digitalización de la existencia ha dibujado un entorno de habitabilidad delineado al modo de un gran centro comercial en el que consumimos las experiencias de los otros. Todas estas vivencias, expuestas en el escaparate de las redes sociales, se convierten en datos que las empresas, los partidos políticos y la publicidad emplean para dirigir nuestra conducta hacia objetos definidos: se trata de los mercados conductuales. Nadie se atreve a dudar que vivimos en la sociedad de la vigilancia en la que todo es cuantificable. Y nadie se atreve a cuestionar sus pilares. Porque incluso la disidencia se ha rentabilizado.

Más comunidad, menos sujetos sedados

Regresemos, para terminar, a la cáustica lucidez de Cioran en La caída del tiempo: “Aquí estamos, […] sumidos en la velocidad […] ¡ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados! ¿Adónde van? ¿Qué buscan? ¿Qué hálito de demencia los arrebata? […] El civilizado […] no tiene un instante para sí; sus propios ocios son febriles y opresivos”. ¿Hay acaso salida posible de este asfixiante túnel?

El análisis aquí propuesto nos hace recapacitar en la caracterización del sujeto del rendimiento desarrollada por el surcoreano Byung-Chul Han, quien, con enorme éxito de ventas, parece ofrecer un auxilio filosófico para combatir la ansiedad y la alienación reinantes mediante la autoafirmación y el cuidado de sí. Sin embargo, deberíamos preguntarnos si con ello no queda perpetuada la lógica del consumo y de la optimización, dinámicas que en el fondo siguen alimentando el insaciable apetito del sistema productivo imperante.

Por tanto, no consiste tanto en fijar la atención en el desarrollo personal, que sigue esclavizándonos para permanecer cómodamente en las garras del capitalismo, como en desarrollar estrategias dialógicas comunitarias para compartir la palabra públicamente y vertebrar acciones conjuntas fundadas en la solidaridad y en la escucha de lo diferente. Compartir malestares para actuar. De nada nos sirven las recetas presuntamente humanísticas que nos devuelven, inoperantes y compungidos, a nuestros universos privados. A la soledad y al encierro del inhóspito universo digital, donde creemos permanecer a salvo y entretenidos con un sinfín de vaciedad estimular. Al consumir incesantemente también acabamos consumidos.

Es el momento de que los parias nos unamos para contrarrestar la gobernanza de nuestras subjetividades, maleadas y oprimidas por temor a la exclusión. Cuando levantamos la vista y observamos los ojos de los otros (no del Otro como enemigo, sino del otro como un igual), sucede lo inesperado: el encuentro de “soledades en convivencia” –al decir de María Zambrano– y, con ello, la recuperación de nuestra atención, secuestrada por los mercados conductuales y la cultura de la hiperestimulación.

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Hoy es tiempo de compartir malestares en la esfera pública y repetirnos sin cesar, con Simone Weil en sus Cahiers, que no podemos postergar el arrojo de “contemplar la desgracia ajena”, que no debemos “apartar la mirada”, porque lo más bello es atreverse a sostener “la mirada de la atención”.

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Carlos Javier González Serrano es profesor, director de A la luz del pensar (RNE) y autor de Una filosofía de la resistencia (Destino).

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