tintaLibre
Felipe aún sabe bailar
Allá por 1994 Felipe González se fue quedando solo. Acumulaba en la tartera fundacional de la tortilla sevillí un pálido rebaño de traiciones, de guerras sucias, de juanesguerras, de filesas, ibercorps, de marianorubios, reconversiones industriales, fondos reservados y sus manejantes, el viva la gente de la jet set, ese momento en que el PSOE se hizo marbellí. Inauguró la cultura del pelotazo. Los coches de pintura iridiscente. Los ministros de Economía con pareo. El suave es la noche de los escualos con colmillos untados en sangre. El dinero a gogó. Porque hacerse rico no era una bendición, sino una certeza innegable. ¡Viva la corrupción! Y más cosas, claro, porque estaba también la Expo concluída y abandonada, el AVE aceleradísimo y Barcelona bien peinada. Felipe González se iba quedando solo mientras se desenterraban aún calaveras furiosas de los GAL.
España era Europa. Europa era buena. La OTAN lo era más. Y el marxismo una chatarra, una mala gripe que había que pasar. Para los de mi generación, los anclados en esta misma hora al techo de los 40 palos, Felipe González es una presencia aún taquillera de la ilusión vencida de nuestros papás. Ellos creían en la izquierda moderna y en la socialdemocracia porque Felipe aún se movía al contrario de todos los demás políticos de este terruño que fue su templo.
Algunos de nosotros, sin embargo, presentimos hoy a Felipe como el acelerador de partículas de un PSOE que no ha sabido salir del ala de Felipe. El único rostro posible en las caras de Bélmez del partido. Impidió que los socialistas, después de su caída, cumplieran la mayoría de edad. Y en ese oficio está: ejerciendo de cortafuegos, firme como el muro de Berlín de su propia aventura millonaria y aventurada.
Es un hombre capaz de jibarizar a los enanos a los que en algún momento hizo creer que eran gigantes. El que habla en la radio desde el aeropuerto de Santiago de Chile y una palabra suya basta ya para arrasarlos. El que hace de sí mismo una versión cañí del Grândola vila morena, del guillotinazo a Pedro Sánchez. Felipe González entiende el poder desde una soledad grandiosa, que es aquella donde sólo caben intrigas. Pero en verdad nunca está solo. Su mundo es de otro reino: el de las grandes corporaciones internacionales y los consejos de administración. El de las causas lejanas, que no incordian en las conspiraciones de casa. El de los negocios sin fin. En él todo es beneficio: derribar y construir valen lo mismo. Las instrucciones de uso de la política española postcontemporánea las marcó Felipe para beneficio de sí mismo, de su tribu. Viene de la mejor escuela de richelieus de Europa: de Willy Brandt a Miterrand, pero a él no le llegan cartas de amor.
Es una psicofonía con apariciones. Habla a distancia de los suyos. Con algo de estratega ártico, de compañero polar. Esto le ha permitido sobrevivir a todos los que trabajaron (o aún trabajan) de cara al público para él. O sea, buena parte del PSOE. Felipe se apropió de los "cien años de socialismo histórico" mientras se presentaba ante el mundo diagnosticando males que previamente había generado. Es un halconazo. Y sigue representando el modelo de político español vivo mejor acabado desde la Transición.
Un par de generaciones viven alojadas en una combinación de síndrome de Estocolmo y desengaños por lo que fue y por lo que ahora representa. A los que nacimos allá por el 75 (o después) Felipe nos pareció, primero, el LSD de nuestros mayores. Y más tarde su optalidón. Es la señal de aviso de que la democracia española sigue siendo pequeña, peluda, suave; tan blanda por fuera que se diría toda de algodón, que no lleva huesos. Quiero decir: frágil como el burrito de Juan Ramón Jiménez. Hombres de todo el mar y toda tierra trabajaron para que Felipe fuese el demiurgo de una España mejor. Y lo fue. Con sutil talento se ha confeccionado como el exvoto imprescindible, el icono votivo que adivinó el curso del río de la historia y echó las canoas en esa misma dirección.
Felipe es aquel que estableció un intenso ideario de propulsión social para terminar en la meta de hacerse rey de su laberinto de fortuna. Fue el más aclamado y el más vilipendiado de la izquierda política afianzada en la Transición. Pero como hombre inteligente sólo tuvo que dejar que pasara el tiempo y que los otros creyesen que ya secaban sus vísceras al sol. Felipe is coming, aunque Felipe nunca marchó. No es un político normal, hace tiempo que mudó a empresario y hombre de Estado. Una combinación triunfal.
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Resulta excitante cómo este hombre, que se aupó hasta el lugar del icono colectivo, es capaz de erigirse como el único coloso capaz de derribar la empresa política que él encabezó. El último enredo burdo de Ferraz lo tiene como el más solvente dinamitero. Ya no comparte valores con los suyos, tan sólo coinciden en los ataques. Podemos les ha cambiado los muebles de sitio y ahora más que nunca necesitan a la derecha que combatían para mantener el perímetro (escaso) y la estrategia (oxidada). El PSOE lo refundará este otro Felipe González que ya no es el de mis mayores, sino el que lleva años jugando el partido de vuelta del socialismo español contra sí mismo. Si después de la reciente cruz de navajas no cambia el rumbo de la nave por el advenimiento de algunos de sus enemigos más feroces (Borrell, por ejemplo), será él quien establezca una vez más las coordenadas de la travesía. Sabe que el partido está en su extremo más mortal, donde todo carece de sentido.
Felipe se labró una extraordinaria proyección latinoamericana (y no del lado de los libertadores). En eso sigue. Felipe se ha ido haciendo cada vez más extranjero. El europeísmo, que fue su patrimonio espiritual, hace aguas. No teme la creatividad vanguardista de las nuevas generaciones del socialismo ibérico porque de eso no queda nada en las bodegas. Felipe González es hoy el corazón de la serpiente de un partido histórico que apenas suma el talante de una minoría. La misma que le pregunta dónde está la salida de emergencia y a la que él conduce de nuevo a la casilla de salida. Felipe, como podría decir Nietzsche, es todavía un dios que sabe bailar. Aunque sólo en el pasapoga de sí mismo.
*Antonio Lucas es periodista y escritor. Este artículo ha sido publicado en el número de noviembre de la revista tintaLibre, de venta en quioscos. Puede consultar la publicación completa Antonio Lucas aquí.