Fidel Castro, es el hambre, estúpido
Un chiste cubano allá por los ochenta contaba que la maestra de Pepito (Jaimito en España) reúne un día a la clase para proponerles un ejercicio creativo: “Quiero que dibujen el hambre en el mundo”. De inmediato todos se ponen a trabajar. Un rato después la maestra señala a una niña: Tú, Alina, ¿qué dibujaste? Alina enseña el esqueleto de una vaca. Muy bien. Aplausos. ¿Tú, Kike? Kike muestra a un etíope desnutrido. Aplausos. ¿Tú, Carlos? Un perro comiéndose a otro perro. Aplausos. ¿Y tú, Pepito? Pepito muestra su dibujo. La maestra se acerca, no lo entiende: ¿Qué es, una obra abstracta? No, maestra, responde Pepito con orgullo: Es un culo con telarañas”.
Entonces reíamos, a todo trapo. Sin pensar que en apenas unos años, la broma dejaría de aplicarse a los etíopes para instalarse en nuestra realidad. Desde que Fidel Castro impuso la libreta de abastecimiento, allá por 1962, en Cuba nos hemos acostumbrado a las carencias, a cambiar cigarros por huevos, al café explosivo y al arroz con piedras. Pero hubo años en los que tuvimos cierta ilusión de prosperidad: se inauguraban heladerías, había leche en el desayuno, bizcochos en las mesas. No faltaba el filete de pollo en la nevera ni la pierna de cerdo por fin de año.
No fue el bloqueo quien nos forzó a elegir administradores sin criterio, ni a nombrar militantes convencidos en vez de profesionales capaces. Fue mérito nuestro
Pero era un bienestar ficticio pagado con subsidios soviéticos, ellos mandaban hasta el pienso para las gallinas, y nosotros se lo devolvíamos encendiendo revoluciones por el mundo. Fidel siempre tuvo visión social. Se lo reconozco, pero nadie le explicó (o sí) que para tener salud gratis había que producir. Lamentablemente las finanzas no eran su fuerte. En vez de apoyarse en especialistas (no olvidemos que el presidente del Banco Nacional era el Che Guevara) se empeñó en liderar un cambio económico sin base técnica, pero sobrado de ideología y promesas. Convocó zafras ruinosas, impuso ciclos agrícolas que desgastaron los suelos y acosó al pequeño agricultor en favor de cooperativas públicas que generaban pérdidas. Su empeño en borrar cualquier forma de capitalismo no respetó cultura ni tradiciones. Hizo suya la frase de Mussolini: Todo en el Estado, nada sin el Estado (él diría Todo en la Revolución), y extirpó la iniciativa privada como se extirpa un tubérculo viejo, enfermo. Incluso persiguió la venta callejera, creando un inmenso mercado negro donde coincidían vendedores de maní, plomeros e ingenieros. Gente a la que el Estado no ofrecía una salida más allá de lo público. O trabajaban para la Patria o vivían en la ilegalidad. Muchos optaron por ambas cosas.
Fue una sangría de talento que convirtió al país en una nación de funcionarios. Encima con sueldos fijos, inmóviles, que apenas podías (ni puedes) negociar con un sindicato vertical. Mi madre empezó su vida laboral de mecanógrafa y terminó como secretaria de un ministro, pero en treinta años solo tuvo un aumento de 80 pesos. ¿Y saben qué es lo mejor? Que la competitividad la matamos sin ayuda de la CIA. Nadie en Washington nos obligó a congelar el mercado de trabajo. O a expulsar las profesiones liberales. Lo hicimos solos. Y tan a gusto. No fue el bloqueo quien nos forzó a elegir administradores sin criterio, ni a nombrar militantes convencidos en vez de profesionales capaces. Fue mérito nuestro.
Maquillaje de socialismo tropical
Porque daban igual las pérdidas. Fidel creía que el Oso Misha siempre estaría ahí, con su tubería de rublos salvándonos de la quiebra. Y Misha nos salvó. Una década y otra. Hasta que Gorbachov armó la perestroika y todo se fue al carajo. Entonces acabó la farsa. Detrás de aquel maquillaje de socialismo tropical se reveló la Cuba real. Un país colapsado por una economía ineficiente que, en vez de producir, solo parasitaba a los soviéticos.
Ese debió ser el momento de corregir el rumbo. De democratizar el sistema (libertades políticas, fin del unipartidismo) y defender sus aciertos (una población con alto nivel educativo, una sanidad bien valorada). Pero salvar las conquistas sociales implicaba resetear el modelo económico. Romper el monopolio del Estado. Confiar en los cubanos. Y claro, Fidel se negó. Temía que las reformas detonaran cambios políticos. Porque si le reconocía a un ciudadano el derecho a tener una empresa, ¿qué sería lo siguiente, darle un canal de televisión? No, el Comandante no quiso ser Vaclav Havel, Walesa, Boris Yeltsin. Ni siquiera Deng Xiao Ping. Prefirió el estoicismo de los curas. La necedad antes que el pragmatismo. Y aunque era consciente de las penurias que se avecinaban, eligió la dignidad del hambre. Y la vendió como un martirio a la altura de Numancia.
A partir de ahí, el pueblo recibió épica en vez de comida. Llenaron de consignas las carreteras, la prensa de soflamas, la tele de promesas, pero el cubano empezó a acostarse con hambre. Y no fue un error ni un despiste, sino un calculado y miserable acto de abandono. Fidel dejó tirados a millones de mujeres y hombres que seguían creyendo en él. Se desligó de un socialismo que ya no podía inaugurar hospitales (¿con qué dinero?) y empezó a abrir hoteles. Esa fue su prioridad, obtener recursos para mantener al pueblo en mínimos sin darle libertad económica. Cuba no sería China ni Vietnam. Prefirió salir a la caza del turista. Aunque eso implicara un estallido de prostitución alarmante, y la huida de miles de técnicos, ingenieros, profesores, que empezaron a ganar con propinas de barman el equivalente al sueldo de un año. O sea, el Estado le negó a un arquitecto el derecho a abrir un estudio (aún se lo prohíbe) pero le dejó abandonar su puesto público para ejercer de camarero.
Claro que iba a llegar el hambre. Primero en forma de neuritis óptica (enfermedad asociada a procesos de desnutrición). Mi novia de entonces empezó a padecerla, y se curó con chocolate vitaminado que le enviaba su padre desde Ecuador. De repente los hospitales se llenaron de enfermos que no entendían nada. Y un viceministro de salud cometió el error de reconocer que era falta de proteínas. Fidel lo destituyó al instante. Así dejó claro que Hambre, además de sustantivo femenino, era una palabra con carga penal.
Pero lo bueno del hambre es que no puede prohibirse como la libertad de prensa. No es un hecho debatible, ideológico. Todo lo contrario: el hambre es objetiva y real, manifiesta y empírica. Si no puedes combatirla, por mucho que la maquilles o busques culpables, expones una fragilidad vergonzosa. Una derrota.
Fidel Castro lideró una Revolución por los humildes y para los humildes. A ellos les prometió llenar la bahía de La Habana de leche (literalmente), consumir más pescado que Japón y más carne que Norteamérica. A los desheredados de la tierra les mostró un arcoíris de progreso y bienestar, de justicia e igualdad, pero les ha legado un país empobrecido, famélico. Basta con acudir a Google y escribir Cuba Hambre para saturarnos de crónicas y datos. O consultar la prensa oficial donde el Estado repite desde hace décadas un esquema diabólico: el anuncio de restricciones y la exigencia de sacrificios.
Una supervivencia de náufrago
Es cierto que el hambre de Cuba difiere de la de Somalia. En la isla, al menos, te ofrecen una supervivencia de náufrago. Tienes derecho a una libra de pollo al mes (450 gramos) o 6 de arroz. El problema es que no siempre llega. Y eso obliga a vivir en la incertidumbre. En una angustia que lacera el estómago y los nervios. Sí, los nervios. Es tan vital encontrar el paquete de huevos como el de meprobamatos (un ansiolítico). Porque de lo contrario tendrás que elegir entre comer y estar neurótico, o hambriento y equilibrado. Da la risa. Y dirás que no es posible, que me lo invento, pero siéntate a hablar con un emigrado y verás que su familia en Cuba, junto a la leche en polvo y el chorizo, siempre le pide Lexatin.
¿Y qué dicen los yanquis de todo esto? ¿Qué pasa con el bloqueo? Se necesita mucha salud mental para sobrevivir en un país donde se culpa de todo al enemigo imperialista y el pollo llega empaquetado en Texas. Entre 2001 y 2023, Estados Unidos vendió 2368 millones de dólares en carne a Cuba (datos de USDA). Más de siete mil millones en alimentos. Pero ahí sigue la gente con sus bolsas vacías, recorriendo calles y esquinas, preguntando dónde hay café, qué se sabe de la mantequilla, para cuándo el arroz brasileño. No hay queso ni azúcar blanca (la encuentras a precios europeos al alcance de una minoría), pero sí dinero para levantar más hoteles cinco estrellas. Edificios enormes y acristalados que no dejan de construirse, mientras la gente hace cuarenta horas de cola por una bandeja de croquetas.
Desde que Fidel impuso la liberta de abastecimiento, allá por 1962, en Cuba nos hemos acostumbrado a las carencias, a cambiar cigarros por huevos, al café explosivo y al arroz con piedras
Yo he visto a los camareros del Hotel Nacional robar huevos hervidos del buffet, mientras los turistas beben margaritas. Y brindan para que Cuba no se vuelva Miami, para que la libra de pollo nunca sea de MacDonald. Para que la abundancia no nos intoxique de colesterol. He visto a un viejo comunista llorar ante su nevera vacía, porque echa de menos la que tuvo en la Cuba capitalista, tan obscenamente llena. He visto videos de familias cruzando la selva panameña del Darién (25000 cubanos solo en 2023), porque se cansaron de comer harina. Y ahí están, agotados, temblorosos, dispuestos a coserse las bocas o encadenarse a palmeras antes que aceptar la deportación. He visto a treinta madres cerrar una carretera en Maisí, reclamando leche para sus hijos. Y a un ministro bien alimentado responder que no hay recursos. Que la Revolución hace lo que puede. Que hay que ser resilientes y patriotas.
La culpa ni siquiera es del gobierno actual. Porque esto no empezó ayer, por mucho que los niveles de pobreza toquen fondo semana a semana. La responsabilidad es de quien nos trajo hasta aquí. Quien decidió hace décadas por todos. El que nos lanzó por la ruta de Numancia. Y nadie cuestiona su legado, aunque haya resultado ser una estafa. Al contrario, al querido Comandante le premian con un museo. Un centro para el estudio de su obra. Algo que recuerde sus méritos, que redima sus teorías. Un espacio para que aprendamos de este santo laico elevado a profeta.
Yo le creí
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El museo está en el barrio de El Vedado. Un antiguo reducto burgués. Muy cerca de la que fue mi casa. Allí viví en un apartamento de ventanales amplios que hoy parece sacado de Palestina o Bajmut. Descascarado y pobre. Como tantos palacetes de la nobleza criolla empujados a la decadencia. Pero la casa del Comandante está a salvo de eso. Es una mansión protegida con paredes blancas y pulcras. Con columnas de hierro negras, finas. Y más que un centro para el estudio de ideas, parece el refugio de un terrateniente. Un capricho de millonario fabricado con materiales de primera. Dicen que costó veinte millones, o treinta. Que lo pagaron las cadenas de turismo (podría confundirse con un hotel boutique de Ritz Carlton). Que lo levantaron en los meses más duros de la pandemia, cuando los hospitales suplicaban oxígeno y los muertos se quedaron sin cajas. Lo cierto es que no se me ocurre mejor metáfora para el legado de Fidel: Una bonita finca en un país destruido. Es su Mar-A-Lago particular. Su burbuja épica. Lo que queda de un sueño próspero que debió ser expansivo y nacional, y ha quedado aislado en mil metros de jardín. Un reducto prístino a salvo de la mierda. Ahí está, construido para durar siglos. A prueba de huracanes. Como un faro de ideas que solo se creen los ingenuos del mundo. Los que no quieren ver que detrás del mito solo hay fracaso. Un engaño adornado de gloria y discursos. Un cuadro que aspiró a ser Picasso y ha terminado siendo el garabato de un desnutrido. Porque eso es lo que es, maestra. Ni abstracto ni metáfora. Ni Revolución ni Victoria. Ni Patria ni Muerte. Solo hambre. Un cartón viejo. Y un culo con telarañas.
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Alejandro Hernández (La Habana, 1970) es guionista. Ha escrito para Mariano Barroso, Manuel Martín Cuenca y Alejandro Amenábar. Imparte clases en la Universidad Carlos III de Madrid.