Esto nunca me ha pasado a mí

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Edurne Portela

Tengo dieciocho años y quiero cambiar el mundo. Considero que, como mi mundo no merece la pena ser salvado, debo irme a un país lejano y pobre, pero mis padres no me dejan. Pienso en los tres meses de verano que me esperan: trabajar en una tienda, trabajar de camarera, ir a una playa contaminada cuando tenga tiempo libre, de fiesta con mis amigas los fines de semana. Tras muchas discusiones, llego a un acuerdo con mis padres: iré a un país lejano y pobre a través de una ONG con la que colabora una amiga de la familia. El único problema es que tendré que trabajar en un orfanato y a mí no me gustan los niños. Pero, me digo, son niños de un país lejano y pobre, huérfanos en condiciones terribles, así que no son como los de aquí: insoportables, mimados, gritones, caprichosos. Antes de que acabe el curso y haga el examen de selectividad ya están todos los trámites cerrados: pasaporte, vacunas, contrato con la ONG. En pocas semanas subiré por primera vez a un avión. Son los tiempos en los que todavía se fuma en los aviones.

Pero en esta revista me han pedido que cuente unas vacaciones desastrosas y veo que esta historia de adolescente oenegera no cuadra muy bien, así que no voy a contar el impacto que supone para mí trabajar con esos críos huérfanos porque a sus padres se los ha llevado por delante el sida o la heroína o la cárcel o una reyerta callejera o, en definitiva, la puta pobreza. No voy a contar que me encariño muchísimo de la niña Claudia y que todavía me pregunto, tantos años después, qué será de ella, demasiado guapa, demasiado sensible para la mierda de vida que le ha tocado en suerte. Tampoco voy a hablar de esa mañana que, mientras espero en la parada de autobús para ir al orfanato, un coche en el que viajan tres hombres frena en seco y uno de ellos se asoma, me agarra de un brazo, intenta meterme a la fuerza en él y que, si no lo consigue, es porque un señor que espera a mi lado en la parada me agarra del otro brazo y no lo permite. Tampoco voy a contar que no se lo digo a nadie para que mis padres no me pidan que vuelva a casa. Voy a dejar de lado esas historias porque no son vacaciones y no constituyen ningún desastre y, en vez, voy a centrarme en los días en los que me doy el lujo de viajar un poco por el país, acompañada por la amiga de la familia, una buena persona que quiere que me dé un respiro de tanta miseria porque piensa que esta no es manera de pasar sus vacaciones una chica de dieciocho años. Veo cosas preciosas: cataratas impresionantes, naturaleza exuberante, pueblos de arquitectura colonial. Pero hay un momento en que las cosas se tuercen y, con mi total y diligente colaboración, convierto unas vacaciones excepcionales en un pequeño desastre del que todavía me avergüenzo.

A mitad de viaje, después de haber visitado un parque nacional y dos enclaves coloniales, la Amiga, llamémosla así, decide que la mejor manera de volver a la ciudad es formando parte de un tour que se detiene en varios lugares de esos que llaman de interés turístico. A la Amiga le da miedo viajar en transporte regular por esa zona del país, entonces muy violenta y me imagino que ahora también. Es más seguro viajar en un autobús turístico y dormir en hoteles concertados por la agencia de viajes, una de las más fiables del país porque nunca sufren percances ni asaltos. Después del susto en la parada de autobús, no cuestiono el porqué de esa inmunidad ante el crimen organizado. En cuanto nos unimos al grupo la mañana de la partida, me llama la atención un chico de veintimuchos años, tal vez incluso treinta, con melena recogida en una coleta, tez pálida, alto y ancho como un armario. La mayoría de los integrantes del grupo son parejas, algunas jóvenes y otras mayores, grupitos de amigas y amigos. Contemplo al joven, esperando que en cualquier momento aparezca su acompañante, pero cuando la guía hace el recuento y subimos al autobús, confirmo que viaja solo. La Amiga y yo nos sentamos un par de filas detrás de él. Durante las casi tres horas que dura el primer tramo de viaje, el joven escribe sin parar en un cuaderno negro de tapas duras con un bolígrafo azul de capuchón mordisqueado. Me imagino que es escritor y fantaseo con convertirme en protagonista de su novela de viajes. La coleta algo grasienta no llega a cubrirle el cuero cabelludo, lleva anillos en los dedos y tiene un cuello gordo y graso. Me repugna al mismo tiempo que me atrae, me atrae porque está escribiendo. Hacemos la primera parada en un pueblo minero de cuestas imposibles. Después de una corta caminata que lleva al sofoco a medio grupo, la guía se para delante de una sencilla iglesia del siglo XVI. La Amiga se pone en primera fila para poder escuchar bien, yo me quedo apartada del grupo. Él se acerca, me sonríe. Le sonrío y me presento. Tengo que repetir varias veces mi nombre porque no me entiende. Él me dice el suyo: Ricardo, que suena más bien Guicagdo. Le pregunto si es portugués o francés y me dice que alsaciano. Me pregunta si soy española y le digo que vasca. Una señora muy flaca que siempre está riñendo a su marido también muy flaco se da la vuelta y nos hace el gesto de silencio. Guicagdo y yo nos sonreímos y callamos. Visitamos el resto del pueblo en grupo, pero siempre nos quedamos algo aparte, haciendo comentarios supuestamente ingeniosos que el otro no entiende —su español es deficiente, yo no hablo otra cosa— o intercambiando información con cuentagotas.

Yo le digo que no entiendo por qué me rechaza. Él me dice que algún día seré una mujer maravillosa pero que ahora tan solo soy una niña. Se levanta de la cama, abre la puerta y me indica que me vaya.

Para cuando volvemos al autobús sé que ha estudiado Filología portuguesa en una universidad alemana cuyo nombre no reconozco, que está haciendo un viaje de autodescubrimiento —no dice esa palabra, pero yo llego a esa conclusión—, que no tiene prisa por volver a Europa, que toma nota de todo porque igual algún día escribe un libro —así que no, todavía no es escritor—, que prefiere viajar solo, libre. Para cuando volvemos al autobús, yo estoy enamorada. La Amiga me pregunta por él, no disimula su malestar. Me dice que no me fíe. No solo no le hago caso, sino que, pasados unos pocos minutos tensos a su lado, me levanto y me siento con Guicagdo. Me saluda algo serio, intercambiamos un par de comentarios sobre el próximo destino, gira la cabeza para mirar por la ventana y, a pesar de que le hablo, no vuelve a mirarme. Contemplo la cocorota de un hombre que va en el asiento delantero, como si en su calva pudiera discernir los motivos del silencio de mi compañero que sigue con la cabeza vuelta, mostrándome su coleta grasienta. Después de un rato se vuelve, pero no para mirarme, sino para buscar en su mochila y sacar el cuaderno negro. Entonces sí, me mira serio, señala el cuaderno y hace un gesto con la cabeza indicándome que me vaya. Humillada, vuelvo con la Amiga que actúa como si nada hubiera pasado.

En la siguiente parada no me acerco a él, estoy herida, espero que él lo note y venga a pedirme perdón o, por lo menos, sea él quien primero me dirija la palabra. Pero nada, en todo el día no volvemos a hablar. Llegamos al hotel a la hora de cenar. La Amiga y yo compartimos habitación porque, a pesar de que mis padres han enviado algo de dinero para el viaje, no podemos hacer muchos dispendios. La cena en el bufet del hotel está incluida, así que decidimos quedarnos, como el resto de los integrantes del tour. Guicagdo no aparece. Después de cenar vamos a la discoteca del hotel. La Amiga es divertida, le gustan las caipiriñas y bailar. Yo considero a la Amiga una señora mayor, pero en realidad tan solo tiene cuarenta años y es una mujer atractiva, con desparpajo, que sabe seducir y sacudirse de encima a los hombres, y sacudírmelos a mí. Cuando estamos a punto de retirarnos, aparece Guicagdo. Va directo a la barra. Le sigo. La música está alta, no me entiende cuando le pregunto si está bien, por qué no ha bajado a cenar. El sonríe melancólico y bebe varias cervezas seguidas. La Amiga me mira desde la pista, ya no baila. Después de un rato, se acerca y me dice que nos vayamos a dormir. Yo le digo que no, que me quiero quedar más. Acaba yéndose sin dejar de advertirme que tenga cuidado con él, que por favor suba pronto. Pasa el tiempo, yo acodada en la barra, él bajando una cerveza tras otra, yo bebiendo a sorbitos, esperando a que dé el paso que yo no me atrevo a dar. Por fin se levanta del taburete, acaba un resto de cerveza y, sin decirme nada, se encamina hacia la salida. Yo le sigo, entiendo que me está invitando a que vaya con él. Nos metemos en el ascensor. Pulsa el botón del tercero, no me pregunta a qué piso voy. Otra señal de que quiere que lo acompañe. Salimos juntos del ascensor, yo le sigo de cerca, con el corazón palpitando en los oídos, pienso en lo romántica que va a ser la noche, en este país lejano y pobre, con un hombre hecho y derecho, desconocido, tal vez atormentando, un futuro escritor que recordará siempre este cuerpo joven que inspirará magníficas páginas de una novela de amor. Llegamos a la puerta de su habitación, la abre sin mirarme, da un paso hacia dentro, estoy tan pegada a él que al intentar cerrar la puerta se choca contra mí. Su sorpresa es tal que me mira como si yo fuera una aparición, como si el largo rato que hemos pasado juntos acodados en la barra de la discoteca hubiera estado él solo, como si no me hubiera visto en el ascensor ni hubiera sentido mis pasos tras los suyos. Me mira como si, realmente, no me hubiera visto nunca. Me pregunta que qué hago, le respondo que nada, me pregunta si realmente quiero pasar, le digo que sí. Y paso. Nos quedamos de pie. Me mira con cara interrogante. Serio. No dice nada. Me inunda un desánimo absoluto, un ridículo insoportable. Siento tanta vergüenza que me echo a llorar. Él no me consuela, no me habla, no me toca. Salgo corriendo de la habitación, pero, a mitad de pasillo, me entra la rabia, necesito una explicación. Llamo a su puerta. Me abre. Se ha soltado la coleta y el pelo ralo y lacio le cae a los lados, tristemente. Me hace el gesto para que pase, me indica que me siente en la cama. Lo hago y se sienta a mi lado. Me pregunta de nuevo que qué quiero. Yo le digo que no entiendo por qué me rechaza. Él me dice que algún día seré una mujer maravillosa pero que ahora tan solo soy una niña. Se levanta de la cama, abre la puerta y me indica que me vaya.

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Fantaseo con la idea de volver a la discoteca, escoger a un hombre de esos que babeaban a mi alrededor en la pista, llevármelo al baño y follármelo para, al día siguiente, restregárselo en la cara: quién es la niña ahora, Guicagdo. Pero no tengo ni valor ni ganas. Por mucho que vaya de punki y de emancipada, soy una niña insegura que se enamora tontamente. Me sorbo los mocos y, entre hipidos y sollozos, me voy a mi habitación. La Amiga me está esperando, despierta y cabreada. Al verme entrar echa un mar de lágrimas, se teme lo peor. Me abraza, me pregunta qué me ha hecho ese hijodelagranputa, me dice que ya me avisó. Yo le digo que es horrible, que nunca me había sentido tan humillada, que me quiero ir a casa, que por favor salgamos de ese tour de mierda. Ella me dice que antes vamos a ir al hospital, a la policía a denunciar. Por un momento fantaseo con la idea de vengarme de él. Pero tampoco tengo valor ni ganas para hacer eso. Confieso ante la Amiga el motivo de mi desazón. Ella respira tranquila, me abraza, me regaña un poquito, me dice que menos mal que Ricardo —Guicagdo, le corrijo— es, al final, un buen chico. Al día siguiente, antes de que yo baje a desayunar, la Amiga ya ha cancelado el tour. Entro en el comedor temerosa, pero respiro aliviada al ver que está desierto, las mesas llenas de cacharros sucios, las bandejas del bufet medio vacías. Pregunto en la recepción si hay alguna nota para mí. Ninguna. Volvemos a la ciudad el mismo día en un autobús del que sube y baja gente durante dieciséis horas. No nos pasa nada.

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Edurne Portela ha sido Premio Euskadi en la categoría de literatura en castellano y su último libro es Maddi y las fronteras (Galaxia Gutenberg, 2023).

Tengo dieciocho años y quiero cambiar el mundo. Considero que, como mi mundo no merece la pena ser salvado, debo irme a un país lejano y pobre, pero mis padres no me dejan. Pienso en los tres meses de verano que me esperan: trabajar en una tienda, trabajar de camarera, ir a una playa contaminada cuando tenga tiempo libre, de fiesta con mis amigas los fines de semana. Tras muchas discusiones, llego a un acuerdo con mis padres: iré a un país lejano y pobre a través de una ONG con la que colabora una amiga de la familia. El único problema es que tendré que trabajar en un orfanato y a mí no me gustan los niños. Pero, me digo, son niños de un país lejano y pobre, huérfanos en condiciones terribles, así que no son como los de aquí: insoportables, mimados, gritones, caprichosos. Antes de que acabe el curso y haga el examen de selectividad ya están todos los trámites cerrados: pasaporte, vacunas, contrato con la ONG. En pocas semanas subiré por primera vez a un avión. Son los tiempos en los que todavía se fuma en los aviones.

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